domingo, 6 de diciembre de 2009

Vuelos de mariposa...

La tormenta
La primera vez que escuché esta canción no sonaba en francés. Fue en el Café Libertad, de la mano de mi amigo y cantautor: Osvaldo Ciccioli. El me descubrió (ahora lo sé) mucha música valiosa de la que nunca me he podido desprender. Incluida la suya propia. Entonces —nunca le pregunté— lo único que supe fue que evocaba a Krahe cuando cantaba La tormenta. Y a mí me parecía un tema tan tierno y ocurrente, que siempre que iba a escuchar a Chicho, le pedía que lo cantase. No hace mucho me confesó que aquella de Javier Krahe, solo era una magnífica traducción de L’orage de Georges Brassens. Para mí todo un desconocido. Sin embargo, recientemente rastreamos una nota de prensa escrita en los años 80 por Gabriel García Márquez, en la que hablaba del cantautor francés con motivo de su muerte reciente. En ella contaba, que en el curso de una charla literaria, alguien le había preguntado, quién era para él el mejor poeta actual de Francia. Gabo contestó sin vacilación: Georges Brassens. Para ser sincera no he profundizado demasiado en su obra, pero esa imagen suya cantando La tormenta en su idioma natal, me hace pensarlo tal y como lo describió Gabo, la única vez que lo vio en persona: “…parecía un tramoyista extraviado, con sus enormes bigotes de turco, su pelo alborotado y unos zapatos deplorables. Un oso tierno, con los ojos más tristes que he visto nunca, y un instinto poético que no se detenía ante nada”. Me quedo con ese instinto poético, que sin duda, emana de su voz de una forma irresistible.

Canción: traducción de Javier Krahe; voz de Alberto Pérez
Vídeo: versión original de Georges Brassens



domingo, 29 de noviembre de 2009

De otras plumas...

Ignacio Cisneros Aísa
Ya habíamos presentado a nuestro amigo Ignacio Cisneros en este espacio. Hoy traemos un relato de su reciente libro, El grito del gato y queremos anotar una vez más que a pesar de su modestia de sostener que no sabe escribir, nos sigue alegrando con sus anécdotas pícaras que son tan interesantes cuando las narra de viva voz como cuando las escribe. Su prosa está provista de un idioma sencillo y ahí está también su gran valor, porque escribir bien y sencillo, no es fácil.

Y DESPUÉS DE LA SAMBA
El vuelo de Varig de Madrid a Río de Janeiro estaba a punto de aterrizar. Había amanecido hacía muy poco tiempo y la voz de la azafata anunciando la llegada terminó con la última cabezada que pude dar durante las diez horas que duró el trayecto. Mi viaje estaba relacionado con los campeonatos mundiales de fútbol que se iban a celebrar en España al año siguiente —1982—. Consideré que podría ser una buena oportunidad para que la empresa incrementase la venta de nuestros automóviles con placa turística a los muchos “indianos”, sobre todo a los de procedencia asturiana, que residían en países de Sudamérica. Por ello, decidí desplazarme a Buenos Aires, Caracas, México DF y Santo Domingo, con objeto de visitar a varios de nuestros mejores clientes y conseguir su apoyo para encontrar colaboradores que, mediante el cobro de una comisión importante, nos ayudasen a realizar ventas a personas de origen español que tuviesen proyectado viajar a España durante el mencionado campeonato.
Cuando fui a la agencia de viajes de Oviedo para organizar y comprar el viaje completo, la señorita que me atendió me recomendó que antes de ir a Buenas Aires —la primera ciudad que yo tenía pensado visitar— hiciese una escala de dos días en Rio de Janeiro, donde se iban a celebrar los carnavales durante las fechas en las que yo tenía proyectado viajar. Según ella, valía la pena. La verdad es que me convenció enseguida. Soy así de facilón.
Descendí del avión, todavía vestido con ropa de invierno —en el mes de febrero en Madrid hace frío—. Cogí un taxi que me llevó al hotel Otton Palace, situado en la playa de Copacabana. Subí a mi habitación, me metí en la cama y me dormí enseguida. Desperté a mitad de mañana, me vestí con ropa de verano —pantalón blanco y camiseta azul marino, zapatos blancos sin calcetines y, por supuesto, con gafas oscuras para protegerme del sol intenso del verano brasileño— y salí a la calle. Hacía calor. El termómetro marcaba 36º. El sol era radiante y la playa estaba llena de bañistas. Después de dar un paseo me senté en un velador de una terraza próxima a la playa. Pedí una cerveza bien fría y cuando me la estaba tomando me fijé en los ocupantes de otra mesa no muy lejana de la mía. Eran tres. Como es lógico, no conocía a los dos a los que podía verles la cara. Sin embargo, el que estaba totalmente de espaldas a mí tenía un cogote que inmediatamente me recordó al de Juan Juncosa, mi colega de Barcelona. El mismo pelo gris rizado, peinado de manera muy hábil hacia delante, supongo que para tapar alguna zona de su cabeza más despoblada de cabello. En cualquier caso, aquello me pareció una casualidad, sin más. Pero cuando se levantaron para irse, pude comprobar que el hombre que tenía el cogote igual que el de Juan era Juan Juncosa. No había ninguna duda. Le llamé y cuando me vio se quedó muy sorprendido. Nos dimos un abrazo fuerte. Le expliqué la razón por la que me encontraba en Río y se alegró mucho de la coincidencia. Después me presentó a sus dos amigos: uno era de Andorra, hijo de un hermano de Paco Martínez Soria, y el otro era un asturiano que se apellidaba Pillo, vivía en Brasil hacía ya bastantes años, y tenía una agencia de viajes. Según me contó Juan, trabajaba mucho para portugueses emigrantes que residían en Brasil. También organizaba espectáculos de conjuntos brasileiros de folklore típico que enviaba a realizar giras por el mundo, sobre todo a Europa. Precisamente, durante los carnavales tenía montada en planta doce del mismo hotel en el que estaba yo alojado una sala-oficina VIP para atender a clientes y amigos. Según me contó Juan, me convenía darme una vuelta por allí porque siempre había mucha animación y me gustaría tomarme una caipiriña mientras contemplaba a las mulatas más guapas de Río que formaban parte del grupo que Pillo tenía contratado y que, por su espectacular belleza, eran las que abrirían el desfile de las escuelas de danza en el Sambódromo la última noche de carnaval. Ellos se despidieron y Juan me invitó a comer.
Nos desplazamos hasta el hotel Río Palace para recoger a Elga, la mujer de Juan —una berlinesa muy guapa—, que se quedó muy sorprendida cuando me vio por aquellas tierras. Comimos en la terraza del hotel, muy cerca de la piscina. Era una delicia contemplar a las camareras, casi todas mulatas, muy ligeras de ropa, que se desplazaban al ritmo de la samba que, una tras otra, sonaba por la megafonía.
Juan me comentó que había quedado con Elmar Weber para ir al día siguiente a dar un paseo por la bahía en un yate de Mercedes-Benz. Weber había sido el consejero comercial de la marca en España. Hacía poco tiempo que había sido nombrado para ocupar el mismo cargo en Brasil, en donde Mercedes tenía una fábrica de camiones. Después de permanecer un par de horas de sobremesa, me despedí del matrimonio hasta el día siguiente por la noche.
Sin embargo, cuando fui a mi hotel a dormir, tenía un mensaje de Weber. Se había enterado por Juan de mi presencia en Río y me invitaba a la excursión en barco. Me recogería un coche de la empresa a las diez de la de mañana del día siguiente. Efectivamente, a la hora indicada, un Mercedes 500SE de color negro me esperaba delante de la puerta del hotel. Un chofer de cierta edad, uniformado, me sonrío cuando me dirigí al vehículo; me abrió la puerta trasera del mismo y nos dirigimos al Río Palace, también situado en Copacabana. Recogimos al matrimonio Juncosa y nos desplazamos hasta el puerto deportivo. Aunque el tráfico por las calles de la ciudad era muy intenso, nuestro conductor conocía bien todas las triquiñuelas —entre las que destacaba un respeto dudoso a los colores de las luces de los semáforos—, y llegamos enseguida al muelle en el que estaba atracado uno de los dos yates que la multinacional tenía en la ciudad. La fábrica de camiones estaba en Sao Paulo y la empresa disponía de dos jets, no muy grandes, que los directivos utilizaban también para desplazarse a Río los fines de semana. Nos apeamos del coche y nos acercamos a la escalerilla del yate. No era muy grande, pero sí muy bonito.
Antes de subir a bordo, nos saludó Karlsten Weingarten, director general de la fábrica de Sao Paulo y antiguo director de las de Vitoria y Barcelona. Me dio la bienvenida con una sonrisa amplia y un abrazo efusivo. Nos conocíamos bien desde su estancia en España y nuestras relaciones habían sido siempre muy cordiales. Iba vestido todo de blanco y sobre su cabeza lucía una gorra de capitán de barco.
—¡Cuánto me alegra volver a verte! —me dijo.
—Yo también, amigo Karlsten. Estoy muy contento por este reencuentro inesperado.
Después de un rato de conversación, nos deseó buen día y se subió a un velero muy moderno que estaba amarrado cerca de allí. Siempre había sido aficionado a la vela, y cuando vivía en Vitoria navegaba por el pantano que hay cerca de la ciudad.
Nosotros subimos al yate en el que nos esperaba Weber y Claudine, su mujer. Tan pronto como estuvimos a bordo, el barco se puso en marcha. El paseo por la bahía de Río fue precioso. Valió la pena. Al principio, fuimos bordeando la costa y disfrutando de las inigualables vistas de la ciudad más bonita del mundo: El Pan de Azúcar, El Corcovado con su Cristo Redentor, las playas de Ipanema, Copacabana… Después nos dirigimos mar adentro y, cuando llevábamos un buen rato navegando y ya no había nadie alrededor, se paró la embarcación para que nos pudiéramos bañar. Descendimos por la escalerilla y nos metimos al agua. La temperatura de la misma era ideal, y como el mar estaba muy tranquilo, aprovechamos para nadar durante bastante tiempo. Disfrutamos mucho. Llegó un momento en el que consideramos que era prudente regresar y así lo hicimos. Cuando llegamos al barco y subimos a cubierta, dos marineros nos esperaban con toallas para que nos secásemos. Nos pusimos ropa seca y nos reunimos en la borda en la que teníamos preparado un aperitivo. Se nos pasó el tiempo muy deprisa, hasta que un camarero vino a comunicarnos que podíamos pasar a comer. Nos fuimos todos al comedor y nos sentamos a la mesa.
La comida fue estupenda: grandes fuentes de camarones, varios pescados, roastbeef, frutas tropicales y dulces. Bebimos vino blanco bien frío, vino tinto francés y champagne. Con el café tomamos algún licor. La alegría que suele producir el alcohol se notó pronto, y la conversación se hizo cada vez más ruidosa y animada.
Sobre las cinco de la tarde, regresamos a tierra. Descendimos del barco y el mismo coche que nos había traído nos llevó a nuestros hoteles. Nos despedimos hasta las nueve de la noche. Juan había conseguido a través de su amigo Pillo reservar una mesa para cenar, ver el espectáculo y bailar en un club privado muy importante. Lo íbamos a pasar muy bien, porque además allí iban a actuar alguna de aquellas mulatas tan guapas que formaban el grupo que administraba Pillo.
A las nueve menos diez, arreglado con mis mejores ropas, esperaba en el bar del hotel a que pasasen a recogerme, mientras me tomaba una caipiriña. Apareció Juan, me levanté y salí en su compañía hasta el taxi en el que nos esperaba Helga. Arrancamos y nos dirigimos hacia el restaurante elegido. Las calles de la ciudad a aquellas horas de la noche estaban llenas de gente alegre que, vestida con las fantasías típicas de los carnavales, no dejaban de cantar y bailar sambas y más sambas. Aquello era una locura colectiva que impresionaba a cualquier persona que como yo contemplara aquel espectáculo por primera vez. Juan, que llevaba ya veinte años acudiendo a los carnavales de Río, me iba explicando cómo funcionaban las escolas de samba, y cuánto trabajaban sus miembros durante todo el año para ensayar, hacer vestidos, componer canciones nuevas y realizar otros muchos preparativos.
Llegamos a nuestro destino y descendimos del taxi delante de una puerta de buen tamaño, hecha de madera sólida, que estaba cerrada a cal y canto. Juan llamó con el aldabón y se abrió un ventano pequeño que había en el centro del portón por el que asomó la cabeza un hombre de raza negra. Al vernos, abrió la puerta y, después de que entrásemos en el local, nos acompañó a una mesa en la que ya estaban sentados el matrimonio Pillo. Cenamos muy bien y bebimos mejor. El ambiente que reinaba en aquel local era magnífico. Yo no conocía a nadie, pero supuse que los asistentes a aquella cena eran gente importante. La verdad es que sí conocí a una persona y fue después, en el baile, cuando Sara —una de las bailarinas— estaba intentando enseñarme a bailar una samba. Vi a una pareja que bailaba al lado nuestro y conocí al caballero: se trataba de Pelé. Después me lo presentaron y me preguntó que si yo era del Real Madrid.
A pesar del interés que mostró Sara y otras compañeras suyas para que yo aprendiera a bailar la samba con ese ritmo tan especial que le dan los brasileros, no conseguí más que una imitación patosa de la danza, pero lo intenté con interés y me divertí mucho. Estuvimos bailando y bebiendo champán francés hasta que se hizo de día. Regresamos a los hoteles, entré en mi habitación y como proyectaba dormir varias horas, pensé que antes debía comer algo. Llamé al servicio de habitaciones y pedí que me trajeran un vaso de leche fría y una tostada con mantequilla y mermelada. Mientras traían el desayuno, encendí la televisión. La primera imagen que contemplé fue la de un guardia civil que lucía un hermoso bigote negro; llevaba el tricornio puesto y esgrimía una pistola en su mano derecha. Con cara de pocos amigos y en un castellano perfecto gritó: «Quieto todo el mundo ». Enseguida, aparecieron varios guardias más que cubrían sus cabezas con gorras y que llevaban metralletas. De repente sonaron disparos y pensé: «Película española». Sin embargo, después de esta escena, una presentadora apareció en la pantalla y , aunque hablaba en portugués, pude en tender que en Madrid, algunos militares habían dado un golpe de estado y que la Guardia Civil había tomado el Congreso de lo Diputados.
Cogí el teléfono y llamé a mi mujer. Me contó lo que había pasado, pero cuando le dije que suspendía mi viaje de trabajo y que volvía a casa, ella me contestó:
—No, ya está todo tranquilo y no pasa nada. Ayer, sí me asusté mucho cuando me llamó tu hermano desde Valencia y me dijo que no saliésemos de casa porque allí estaban los tanques por las calles. Pero parece que la situación está controlada, así es que no te preocupes por nosotros y continúa con tu viaje de trabajo.
Aquello me tranquilizó, pero cuando colgué el teléfono pensé que aquel 23 de febrero no había sido igual para todos.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Habitación 121

Tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan. Una mesita de luz con un cajón vacío. Hay un velador de pantalla coral con una quemadura redonda que se difumina del negro al castaño. Una pintura de margaritas apagadas en la pared, con un marco estrechísimo, casi imperceptible y una alfombra cremosa a los pies de la cama. Frente a ella una sola ventana es la puerta de un balcón de corte antiguo. Está vestido con cortinas finas y blancas que apenas disimulan el patio que se hunde doce pisos más abajo. La luz llega tenue a las estancias como un coladero del cielo lejano. Es imaginable que muchas otras habitaciones den a ese espacio ciego, entre cuatro paredes, adornado con cactus rechonchos cubiertos de pinchos amarillos. Sobreviven en el ambiente artificial de una urna de vidrio cuadrada. Podríamos suponer que si un huésped se asoma de martes a domingo no se sentirá tan solo al comprobar que hay seres vivos habitando el suelo del patio. Los lunes es difícil para mí imaginarme nada. Tenemos una habitación. De martes a domingo no es nuestra, pero nadie la ocupa gracias a la habilidad de él para convencer al encargado y que no se la alquile a otros. O tal vez sea gracias a su dinero. O quizás una mezcla de las dos cosas. Los lunes la habitación es nuestra. Tenemos una habitación que los lunes nos tiene a nosotros. Y cuando él y yo cruzamos el umbral de la puerta, cada uno por su lado, con nuestra ropa de trabajo y nos miramos y nos despojamos del reloj, de los pendientes, de los móviles, de los zapatos, la habitación se convierte en un barco. La proa apunta valiente hacia el balcón, que se abre por arte de sus manos y la brisa entra sin tapujos. Las cortinas son medusas que ondean como velas rebeldes. La luz se hace intensa y trae olores dulces del jazmín mediterráneo que se confunden con el almíbar guardado en algún lugar de nuestros cuerpos. Y ya desnudos puedo asegurar que volamos. Cortamos olas, amarramos pierna con pierna, lengua con lengua, largamos velas, nos atrevemos con cualquier viento. A veces, durante la noche, la lluvia nos despierta. Sentimos que cae sobre la tierra. Hemos llegado a un puerto. Nos levantamos con la piel tibia como la sangre y nos asomamos al balcón. De la mano vemos las gotas aplastarse sobre la arena caliente de una playa, las escuchamos salpicar las calles de un pequeño pueblo azulado que crece alrededor. Nos dejamos embriagar por el vapor cálido que asciende hasta la batayola del balcón de nuestra habitación.
Más tarde la noche culmina y deja de ser lunes. Tenemos una habitación que siempre abandono yo primero. Entro en el ascensor e intento no verme en el espejo que se empeña en devolverme una imagen demasiado parecida a la de la noche pasada. Justo a esa hora cambian el turno en la recepción. Es fácil. Sólo hay que ser puntual. Para ellos yo no he estado nunca. Sólo él y su capricho de conservar la 121. Cruzo el vestíbulo a paso rápido y salgo a la calle. Los pájaros empiezan a cantar, pero se confunden con el vuelo de los aviones que cruzan intermitentes el horizonte. La nacional dos va cargada de coches. Miro a los lados buscando el mío aparcado en la acera. Durante un instante observo los restaurantes de carretera, las parrillas, las marisquerías fuera de lugar, apagadas. Entro en el vehículo sin quitarme el abrigo. Hace frío. Me cuesta unos minutos arrancar, pero finalmente lo pongo en marcha y salgo a la nacional dos. En mi cabeza persiste la idea: tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan.

sábado, 10 de octubre de 2009

Vuelos de mariposa...

La Cruz del Sur
Si no fuera porque he mirado con mis propios ojos su cielo nocturno de verano, diría que en Buenos Aires es como en mi ciudad, que “las estrellas se olvidan de salir”. Pero en el Gran Buenos Aires también hay barrios, y campos que se quedan quietos por la noche. Entonces no sé si es la sed o qué, lo que te hace alzar la cabeza, y darte cuenta con tu corazón del norte que la configuración del cielo no es la que conoces. Un perro ladra a lo lejos, y eso no tendría nada de particular, si no fuera porque caminando por las calles porteñas, escuchando el ruido de tus botas contra el piso, aparecen como luciérnagas los almacenes dormilones, con el mostrador repleto de alfajores Jorgelin y empanadas haciéndose en el horno. Y el perfume de la yerba “temblando en la piel del aire”. Entonces es casi imposible no acordarse de Cortázar y buscarla y encontrarla sin dificultad. La Cruz del Sur. Yo a veces también la extraño.

Vos ves la Cruz del Sur
y respirás el verano con su olor a duraznos
y caminás de noche mi pequeño fantasma silencioso
por ese Buenos Aires, por ese siempre mismo Buenos Aires.

Extraño la Cruz del Sur
cuando la sed me hace alzar la cabeza
para beber tu vino negro, rnedianoche.
Y extraño las esquinas con almacenes dormilones
donde el perfumo de la yerba
tiemble en la piel del aire.

Extraño tu voz,
tu caminar conmigo por la ciudad.
Comprender que eso está siempre allá
como un bolsillo donde a cada rato
la mano busca una moneda, el peine, llaves,
la mano infatigable de una oscura memoria
que recuenta sus muertos.

La Cruz del Sur, el mate amargo
y las voces de amigos
usándose con otros.
Me duele un tiempo amargo
Ileno de perros y desgracia
la agazapada convicción de que volver es vano.

Comprender que un mar es más que un mar,
que la muerte se viste de distancia
para llegar de a poco, lenta, interminable,
como una melodía que se resuelve al fin
en humo de silencio.
Extraño ese callejón
que se perdía en el campo y el cielo
con sauces y caballos y algo como un sueño.
Y me duelen los nombres de que cada cosa
que hoy me falta,
como me duele estar tan lejos
de tu caricias y de tus labios.

Extraño tu voz
tu caminar
conmigo por la ciudad.

Letra de Julio Cortázar
Música de Edgardo Cantón
Interpretado por Juan Cedrón


sábado, 3 de octubre de 2009

De otras plumas...

Gonzalo Arango
(1931-1976, Andes, Antioquia)
Poeta y escritor, fue el principal protagonista del grupo poético de los nadaístas.
El Nadaísmo tuvo dos etapas, el Nadaísmo rebelde y el nadaísmo de la nueva era donde escribe su famoso poema Revolución (Manos unidas)
Una mano
más una mano
no son dos manos;
son manos unidas.
Une tu mano
a nuestras manos
para que el mundo no esté
en pocas manos
sino en todas las manos.
El nadaísmo es un movimiento literario colombiano que se desarrolló durante el período 1950-1964 en la ciudad de Medellín, capital del departamento de Antioquia; fue un movimiento con rasgos contraculturales.
Su poesía y prosa irrumpe para ofrecer un cambio, una revolución en la literatura. El nadaísmo se alimenta de las contradicciones.

Para leer más de su vida y obra: Gonzalo Arango


Poema a mi sobrenada

el sobretodo es mi mejor amigo
bebemos vino de consagrar en los viñedos
y nos emborrachamos,
compartimos el amor con las mujeres.
mi sobretodo es sensual y seductor.
en la cárcel era un colchón
en los prostíbulos era un refugio
con las manos hundidas en los bolsillos
que me salvaba del naufragio de los besos baratos.
en el invierno me defendía de la lluvia
y en el verano era una sombra luminosa.
mi sobretodo era una incitación voluptuosa a la pereza,
al calor, al heroísmo, al amor, al invierno.
en los momentos de peligro me hacía pasar por detective
y me daba un aire respetable de gran señor del hampa.
mi cuerpo se pierde en él cuando me persiguen,
en mi buena época del parlamento él hablaba por mí:
silencioso
tímido
elocuente.
ha sido una bella disculpa
para eludir serias responsabilidades históricas.
mi sobretodo es a veces el lecho del amor
en los sitios despoblados de la ciudad
tiene un oculto sabor de pecado prohibido.
mi sobretodo es un gran honor.
tiene más historia que una alfombra mágica.
yo lo consagro como el receptáculo privilegiado
donde algunas mujeres tendieron su columna vertebral
completamente desnudas
de cara al sol o a la noche.
mi sobretodo es testigo de la ternura y el terror.
fue acariciado por manos sofocadas de mujer
y desgarrado por puñales de odio.
mi sobretodo tiene quemaduras de tabaco
y huellas de disparos asesinos
y marcas sospechosas de labios rojos.
yo lo empeño por 8 pesos en los momentos de apuro,
mi sobretodo está saturado de sudor animal
tiene residuos de manchas de sangre y aceite…
sonidos vegetales.
cuando no llueve y hace calor me lo quito
me hundo en la noche oscura y mojada
o me hundo en el día lleno de sol, seco.
mi sobretodo es humano y feo
y todos los domingos guarda en sus bolsillos
la angustia de la semana.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Epitafio de Septiembre

“Y la vida siguió como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido”
Joaquín Sabina


Hoy es diez de septiembre. Todavía no he abierto los ojos pero intuyo que todos duermen. Desde fuera me llega el suave sonido del agua batiendo contra el casco; ninguna voz ni susurro en el interior de los camarotes. Es temprano, lo sé porque siento el estómago revuelto y por la luz débil que se cuela por la claraboya cuadrada del techo de la cabina. Debe de ser la costumbre de madrugar la que me saca del sueño o tal vez los nervios. También escucho entre el silencio matutino el tintín de las jarcias que como dice Bolaño, nunca falta en un puerto mediterráneo. No importa que en apariencia no sople el viento, las jarcias siempre tintinean.
Me da pereza salir del saco. Prefiero alargar un poco este momento, un instante que todavía es mío antes de que se desate el día y todo suceda irremediablemente. Un final que ninguno de los que estamos aquí hubiera deseado. Recorro la cabina con la vista. Yo he dormido en el sillón de la banda derecha del Beneteau que alquilamos ayer en el puerto de Moraira. El más largo, detrás de la mesa central del salón. Sobre la mesa hay un sobre con fotos. También hay un sombrero con una cinta azul que dice Nein. Aunque no lo supiera ya, igual me parecería el nombre de un barco, me digo, mientras recuerdo el día que los compramos en una tienda de Sant Antoni: los chicos sombrero y las chicas un pañuelo de pirata. Anoche no tuve ganas de armar la cama y sólo estiré mi saco sobre los cojines. La última vez que navegamos con Gonzalo fue igual. A él también le daba pereza. Era tarde, como ayer. Ese día estuvimos jugando todos a los dados, tomando ron de una botella de Capitan Morgan que casi acabamos. Los chicos se fueron a dormir. Nosotros dos, despejados y sin pareja, nos quedamos hablando un rato en el comedor. Nunca pedíamos camarote. Cuando el sueño no nos dejaba hablar nos metíamos en el saco, cerrábamos los ojos y el silencio inundaba el barco.
—¿Montamos las camas?, le dije esa vez.
Él sonrió,”No, mejor nos jugamos el sofá largo a los dados”. Desde luego me ganó. Era muy listo con los dados; jugando al mentiroso. Pero me dejó dormir a mí.
En esta singladura lo único material de Gonzalo que llevamos son las fotos y el sombrero.
Poco a poco me espabilo. Ya me van entrando ganas de levantarme y hacer café. Que sea el olor del café el que le dé los buenos días a los demás. Hoy habrá pocas palabras. Nos hemos dicho poco los últimos cuatro días, lo suficiente para organizarnos cuando se me ocurrió la idea de venir después de que mi hermano me diera la noticia. Una llamada suya en mi móvil. No iba a cogerlo. Estaba a punto de comenzar una reunión importante en un hotel cerca del aeropuerto. Ya le llamaré más tarde, pensé. Pero lo cogí. Y sus palabras cayeron como piedras. Me ha llamado David para decirme que…, y aquí hizo una pausa larga. Que Gonzalo ha fallecido. Fallecido. Sonaba como si no diciendo “muerto” quisiera quitarle gravedad. Al principio pensé que se refería a otra persona; a alguien que yo no conocía. A alguien más viejo, a un familiar lejano que son los que se suelen morir y no el amigo de uno con treinta años. Gonzalo era cómo esas aves migratorias: desaparecía durante meses, y cuando menos te lo esperabas, sonaba el móvil. Aparecía en la pantalla: “G”, y te sorprendía al otro lado con su alegría. Siempre lista para compartir. Como un conjuro, probé a preguntarle a mi hermano que qué Gonzalo. No recuerdo qué me contestó.
Parece que el barco se mueve. Tal vez algún vecino del velero al que nos hemos abarloado haya salido a la cubierta y sus pisadas se sienten en el nuestro. Anoche llegamos tarde después de navegar costeando desde Altea y no había puntos de amarre libres. Fuimos a cenar y de ahí directos a dormir. No quisimos pasear por el pueblo antes de volver como hubiéramos hecho siempre. Cómo aquella última vez que de algún modo queríamos rememorar, cuando nos quedamos en La Cucaracha tomando tequilas. Gonzalo había llegado el último desde Madrid, nosotros ya estábamos pensando en ir a descansar, pero no hubo forma. Siempre nos convencía.
Corro la cremallera del saco y salgo. Ni siquiera he estibado mis cosas. De todos modos no voy a estorbar a nadie, porque los otros se han acomodado ya en sus camarotes y afuera estoy sola. En total hemos venido siete. Me pongo los pantalones y sin lavarme los ojos, quito la puerta del tambucho y salgo a la bañera. Afuera el cielo está despejado y brillante; el sol me calienta la cara, los brazos. Alrededor los barcos duermen todavía. Pero las jarcias no, las jarcias entonan su canción, la de siempre. Es posible que la luz que se cuela en la cabina a sus anchas y el sonido de los palos ayude a que mis amigos despierten. De repente tengo ganas de que salgan, de tenerlos cerca, de hablar un poco. Tal vez ni siquiera estén durmiendo.
Pienso en el día después de la llamada. Alguien me mandó por email una reseña del Heraldo de Aragón, donde hablaba de la desaparición de Gonzalo. Aún no sé por qué la leí, y después entré en internet, y busqué más detalles. Más palabras que me ayudaran a reconstruir ese momento. Quería saber pero no me atrevía a preguntar a nuestros amigos comunes. Necesitaba una explicación fría sin mirar a nadie a los ojos, sin escuchar una voz conocida. Cómo si de esa forma pudiera acercarme a él en ese instante incomprensible. Como si así pudiera darle a Gonzalo un poco de abrigo, extender la mano y acariciarle la cara, en medio de esa soledad profunda que debe de ser enfrentarse a la muerte. Encontré lo que quería: “G.C.A. El joven montañero de 33 años resultó muerto...” Lo leí más de una vez. Quizás cuatro o cinco. Traté de imaginarlo en la cima del Pico Perdiguero. Acomodándose las gafas, con esa sonrisa dulcísima, casi de niño, el pecho agitado y las manos huesudas haciendo de visera para localizar el Monte Perdido y más allá el perfil solemne del Aneto. Me lo imaginé satisfecho y feliz. Y quise como quisiera ahora quedarme ahí. No avanzar, momento a momento, hasta tropezarme con la caída. Con el vacío, con la nada.

Unas horas después estamos navegando con las dos velas izadas. La mayor se afloja, y David me pregunta si desde ahí veo cómo están los catavientos.
—Los de la génova diez puntos—le digo con todo el cariño que se puede decir algo así.
Mi hermano, que está a la caña, abre un poco el rumbo, y deja caer el barco a babor. Ahora se inflan las dos. Los siete estamos repartidos por la cubierta. No hablamos. Los silencios son muy habituales cuando navegas. Es mejor escuchar. Ver. Creo que a ellos también les relaja lo único que podemos oír. El viento es flojo, pero llevamos una buena marcha. Las olas rompen contra las amuras de proa. Las gaviotas reidoras gritan a lo lejos y el palo mayor se queja cuando se tensa en cada cabeceo.
Los recuerdos llegan como una liturgia. Un día, costeando a pocas millas de donde estamos ahora, Gonzalo estaba recostado sobre un obenque del palo mayor. A su espalda se metía el sol cerca del Cabo San Antonio dejando esos arreboles que te hacen contener la respiración de lo hermosos. Hacía mala mar, el barco daba pantocazos y yo veía a Gonzalo haciendo equilibrios y llovíéndole rociones que le dejaban la cara empapada. Yo estaba apoyada en el palo y veía que teníamos que volver a la bañera porque la maniobra era inminente. Me hablaba del parecido entre el mar y la montaña. Hacía mucho que era montañero. Las gotas saladas le resbalaban por la nariz. Y quise imaginar que su piel cuando subía a los Pirineos se erizaría de la misma forma que aquel día. Me preocupé porque se estaba mojando, pero me dijo feliz, No, si me gusta, y allí seguimos un rato. Entonces alguien se despistó con el timón y el barco viró por barlovento de forma brusca. La trasluchada fue inevitable y yo me tuve que sujetar para que no me golpease la botavara. Cuando se completó la maniobra entre gritos y la Génova cambió totalmente de lado no vi a Gonzalo por ningún sitio. Se había caído al agua. Hicimos el rescate con mucha serenidad y el único que no se asustó ni un poquito fue él. Luego, mientras se secaba en la cabina y le reñíamos por no estar atento, me contó en voz baja que le gustaría viajar dentro de un tsunami. Que no le importaría irse al otro barrio en un viaje de esos. Yo le dije que estaba loco, pero lo quise mucho por contarme algo así. Gonzalo siempre buscaba su vis a vis particular con la naturaleza, aunque a veces fuera un poco temerario.

Hace dos días, en el tanatorio supimos que iban a incinerar su cuerpo, y que su familia arrojaría las cenizas mar adentro en una ceremonia privada. En este Mar Mediterráneo, hoy un poco gris. Si yo los viera, desde lejos, en un barco vecino, ni siquiera sabría a quién están despidiendo con ese gesto. No conozco a su familia. Apenas he podido darle el pésame a un par de amigos comunes.
Son las diez de la mañana. Nos han dicho en el muelle que el barco encargado del responso saldrá por la bocana hacia las once. No veo a David en la cubierta, así que bajo a la cabina a buscarle. A Gonzalo lo conocí por él. Me asomo y está sentado en la mesa de cartas. Tiene el sombrero en las manos, apoyadas encima de un mapa de derroteros. Con el dedo índice acaricia las letras cosidas como queriéndolas redibujar. Nein. Fue la primera travesía, todos juntos.
—David—parece que le saco de su ensimismamiento y le acaricio con suavidad en brazo.
Me siento enfrente, al otro lado de la mesa. Me mira, y casi no me atrevo a preguntar. Sé que sus ojos están perdidos en algún recuerdo de Gonzalo.
—¿Te contó alguien lo que pasó?
—Sí—Vacía los pulmones de golpe y guarda un largo silencio que no soy capaz de interrumpir. Después continúa—El chico que iba con él. Sólo subieron dos, pero estaba solo cuando se cayó. Habían hecho vivac la noche anterior y por la mañana se separaron. El otro dice que Gonzalo no quería bajar por el mismo sitio. Que quería probar otro camino. Después en el pueblo pasaron muchas horas, y bueno, Gonzalo no llegaba. Lo encontraron en una olla. Tardaron mucho en llegar hasta él porque había mucha altura desde donde cayó. Estaba deshecho.
David ha vuelto a poner los ojos en el sombrero.
—Quién sabe. Quizás le desequilibró la mochila. Ya sabes cómo era—añade con una sonrisa.
Nos llaman de arriba. La familia de Gonzalo ha aparecido por popa. Cuando salimos, los demás están agrupados en la bañera, al lado del timonel, que ahora es Carlos. Están serios. Parece que es la hora. Hace un día claro—casi caluroso— y el viento ha rolado poniéndose ahora de través, como queriéndonos invitar a cambiar el rumbo y seguir a la comitiva.
“¿Vamos con él?” dice Carlos pidiendo confirmación. Algunos asienten, otros susurran lo que debe de ser un “sí”. Y nos preparamos para la maniobra.

Pienso en lo otro, en la vida. En sus alumnos de la universidad, y su “vela ligera”—que compró a pachas con los amigos— acostado solitario a orillas del embalse de El Atazar; pienso en la licencia federativa que me pidió que le renovara hace menos de un mes; en una chica con la que dicen que salía, y que no ha aparecido por ningún sitio; pienso en la “G” de mi móvil, en los dados rodando por la mesa, en las risas, en el sofá pequeño y vacío, en la costa del Mediterráneo, en las Montañas que se levantan a lo largo de la Península Ibérica. Demasiada vida para un epitafio. Y me viene a la memoria un cuento de Maupassant, que hablaba de una mujer que sale de su tumba para corregir su epitafio. Y todos los demás muertos hacen lo mismo, porque no eran “tan” buenos como rezaban las lápidas. Y me alegra que Gonzalo no tenga epitafio, ni sitio donde llevarle flores. El mar está en todas partes.

Miro a lo lejos el otro barco que avanza a motor. Poco a poco lo alcanzamos por la banda derecha. El trasiego de gente vestida de negro. Se aproa, se frena voluntariamente, quedando a merced de las olas que le topan por el costado. Un hombre alto que se va a la banda de sotavento. Una mujer que sujeta un objeto entre las manos. Lo abre. El viento refresca, y silba, se enzarza con el mar, y de mi mano se lleva las fotos que he sacado del sobre. Flotan en el aire, vuelan hacia atrás, suben y se enredan con la estela que deja el barco, y se pierden por la popa en la superficie del agua.
Y en el horizonte más cercano veo a Gonzalo volar desde un barco sin velas. Hace piruetas en el aire como un acróbata, baila como las gaviotas cuando se dejan caer en picado. Y del mar, de pronto arranca una tremenda ola, encrespada, como salida del fondo de la misma vida. Como un tsumani. Y se lo traga.

domingo, 23 de agosto de 2009

Vuelos de mariposa...

Palabras para Julia
Ojalá todos los que somos padres pudiéramos dejarles un legado tan sencillo, pero para mí tan honesto y valioso como este, a nuestros hijos. Unos versos tan directos y valientes como con los que el poeta le habla a su hija.
Un día estaba con dos amigas muy queridas en una librería, perdidas cada una metiendo las narices en todos los libros, como buenas molesquines y con ganas de llevárnoslos todos a casa y encerrarnos con ellos un mes, a leer, y me topé con la antología de Goytisolo. Llamé a María Julia y le dije, con el libro abierto en “Palabras para Julia” si lo conocía, si conocía la canción que daba música a aquellos versos, si conocía la película a la que le ponía un broche certero esa canción…apenas levantó la mirada y le vi los ojos húmedos. Casualmente era su papá quién se los había dado a conocer. Espero que me perdone por el sofocón.
Y para el que tenga ganas, y quiera darnos su opinión sobre “Kamchatka”, abrimos la ventana de los comentarios a través de este vuelo rasante de una mariposa sin miedo.

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.

Hija mía, es mejor vivir
con la alegría de los hombres,
que llorar ante el muro ciego.

Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola,
tal vez querrás no haber nacido.

Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto,
que es un asunto desgraciado.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno,
son como polvo, no son nada.

Pero yo cuando te hablo a ti,
cuando te escribo estas palabras,
pienso también en otros hombres.

Tu destino está en los demás,
tu futuro es tu propia vida,
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas,
que les ayude tu alegría,
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.

La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.

Perdóname, no sé decirte
nada más, pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.

Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Poema de José Agustín Goytisolo
Interpretado por Liliana Herrero



viernes, 24 de julio de 2009

As de guía

Enredó los dedos de sus manos y ahuecó los brazos inventando una gaza para mí. Me la ofreció para salir a flote de mi sueño de caracol y ascendí como un solo cuerpo: brazos piernas senos. Repté sobre la rama de su pecho desnudo y me enrosqué a su cuello con la agilidad de un cabo. Por un momento, de regreso de su espalda, mientras cerraba el círculo, me topé con sus ojos y hurgué en lo profundo de su retina. Tal vez hubiera sido dulce disfrutarlo de otra forma. Había un brillo de confusión ardiente en su mirada clara como la luna. Supe entonces que ya no podría escapar. Porque no existe nudo más firme.
Me sumergí en su gaza todavía abierta, descendiendo por el canal abultado entre sus piernas, para por fin tensar el nudo de ofidio que lo hiciera eternamente mío. Apreté las piernas con fuerza y sentí escapar su último aliento. El amarre había sido certero.

martes, 21 de julio de 2009

De otras plumas...

Carlos Moreno Macías
De otras plumas con el corazón. Carlos es un aventurero de la vida. Se mete en ella hasta las trancas, la navega como un pacífico imposible, busca el viento con su vorrei sentire —un crucerito con una proa valiente, como él—. Se adentra, se contagia de cualquier cosa que contenga vida. En el arte hay vida, sin duda. Un día le dieron unas palabras en uno de los muchos idiomas que quiere aprender y le salió un microcuento. Me gustó. ¿Por qué no? Dije. Y ahí va.
Carlos es mi hermano, y yo sólo le puedo pedir que sea como es. Y si en una de esas se bebe la vida de un solo trago, que nos lo cuente.


Fünf Ozeane
Vier Rassen?
Drei (tausend) Sprachen
Zwei Wörter:
Eine Welt

miércoles, 8 de julio de 2009

Sandalio echa a andar...

Sandalio iba bajando la montaña. A sus espaldas quedaba Samaria. Se abría paso como el primer hilo de agua sobre una superficie seca. Iba con pisada firme y no quería mirar atrás. Tenía metido en los huesos el pavor de las despedidas; sentía un precipicio en el corazón y se acordó de algo que escuchó una vez: “dicen que no son tristes las despedidas. Dile a quien lo dijo que se despida”. Iba sin rumbo fijo, pero con la mirada puesta en el horizonte. La carretera larga y destapada serpenteaba montaña abajo. Estaba desierta y sólo en contadas ocasiones se escuchaba el ruido de un motor que lo hacía saltar del medio de la vía a una orilla del lado de la tierra falduda. Desde allí divisaba al fondo el río amarillo oxidado que se deslizaba por el pie donde se unían las montañas.
A lo largo de la carretera había algunas casas y sólo se veían correr por los patios a las gallinas perseguidas por el gallo; los perros dormidos en sus cambuches y los patos caminando con paso de reina de concurso de belleza.
Sandalio seguía su marcha bajo el sol abrasador y de vez en cuando se paraba para ver su sombra; pero a esa hora no había sombra en el trópico. El sudor le bajaba por la cara y le empapaba la camisa, se limpiaba la frente con el índice derecho y lo sacudía. De repente el motor de un jeep lo sacó de su ensimismamiento. Escuchó a sus espaldas como iba reduciendo la velocidad hasta que casi se detuvo a su lado. Súbase señor que lo llevo, le dijo el chófer desde su puesto de comando. Sandalio se puso la mano en forma de visera como queriendo reconocer a quien lo invitaba. De un salto se montó en la parrilla pegada en la parte trasera del jeep agarrándose del travesaño de aquel Willys azul como el cielo. Adónde va vecino, le dijo. Para donde va Vicente, patrón, contestó Sandalio. Pues, hombre, yo voy para Neira, el pueblo de al lado. Me sirve, patrón, afirmó Sandalio, hacia adelante, todo me sirve. Neira estaba a más de una hora, un pueblo a 1969 metros sobre el nivel del mar fundado en 1842 y por entonces habitado por la tribu de Los Caparras.
En una pequeña planicie, el jeep se apagó. El chofer dijo que no se preocupasen, que el jeep era muy bueno. Sólo hay que tenerle paciencia. Uno no puede renegar de la cuchara que da de comer. Esto le pasa cada cierto tiempo, amigos, cuando se recalienta se queda ahí parado. Tan mal no está, hace unos días me tocó arrastrar otro jeep que se fue a una cuneta. Para que vean que este cacharro no me falla. Ahora hay que empujar amigos. Y Sandalio y el copiloto se bajaron a empujar. El jeep no arrancó y al chofer le tocó también bajarse. Dijo que había que esperar un poco. El tiempo se medía en “pocos” que se prolongaban en minutos, tal vez horas.
El chofer era un hombre bajito y rechoncho y llevaba un machete en la cintura con unos ramales que le llegaba al piso, tenía un pocho blanco y era un experto en el volante. Conducía con maniobras rápidas por aquella carretera llena de curvas.
Sandalio se paró junto al alambrado, mientras el chofer con el otro hombre charlaban. No parecía interesarle lo que aquellos hombres hablaban. Los hombres conversaban fuerte como para que los escucharan. ¿Cuánto tiempo más, patrón?, preguntó Sandalio. Ya casi amigo.
El chofer gritaba desde su asiento y contaba historias: habló de don Antonio, oriundo de esos parajes, un hombre de pelo rucio quien se trasladó a vivir al Cañón del Totuí y se dedicó a la caza de hicoteas en el río Totuí, las cazaba y se las comía.
Llegaron cuando las primeras sombras de la noche empezaban a arropar al pueblo. En algunas calles, otros jeeps aumentaba la algarabía con sus bocinas. Una chiva, llamada El cóndor, con algunos pasajeros, salía del pueblo. Sandalio buscó dónde hospedarse y llegó a una casa que tenía las paredes de afuera descascaradas y sucias; un pequeño balcón que en cualquier momento se podía caer en la cabeza de un transeúnte. El lugar estaba atendido por una mujer entrada en años y otra de unos dieciséis o diecisiete. Saludó quitándose el sombrero e hizo una venia. A la entrada, había una pequeña recepción y dos sillas que se desbarataban de sólo mirarlas. Las mujeres lo saludaron con amabilidad. Sandalio les dijo que buscaba donde pasar la noche. Las mujeres se alegraron porque hacía mucho tiempo que nadie se quedaba allí. Los cuartos que alquilaban tenían las paredes sucias y de las esquinas colgaban las telarañas. Del marco de las ventanas se desastillaba la pintura mohosa. Las puertas hacían ruidos como en las películas de terror y no cerraban bien. Sólo necesito un techo, no tengo mucha plata. Las mujeres le vieron la cara de forastero. Sandalio miraba para todos lados: se fijo en el mostrador de la recepción y unos anaqueles de madera vieja con llaves oxidadas y colgadas como si llevaran siglos sin que nadie las tocara. Miró las sillas y las paredes descoloridas por el tiempo. Había un cuadro de unos claveles rosados dentro de un florero en forma de pera. La joven le dijo que era un Manzur, pintor del pueblo, pero una réplica del cuadro.
Cuando las mujeres le preguntaron qué hacía por aquellos lugares, Sandalio les dijo que iba en busca de destino. Ellas se miraron como si con aquella mirada se comprendieran sin palabras lo que querían. Entonces la mujer mayor le dijo a Sandalio que si no tenía prisa, que les ayudara a pintar la casa y arreglar algunas puertas que se están despegando de las bisagras. Y puede vivir con nosotras el tiempo que quiera y se puede ganar también unos pesitos… Y sin pensarlo mucho, les contestó, les ayudo mis señoras. Mañana mismo podemos empezar.

jueves, 2 de julio de 2009

Vuelos de mariposa...

El árbol, el río, el hombre
Hace ya algún tiempo, bajo esas estrellas en cruz que guían a los barcos en el sur del mundo, pude escuchar en muchas ocasiones los temas de don “Ata”. Desde Tafí del Valle hasta Humahuaca los paisanos rodaban una silla a la puerta de la casa, cuando la noche se cerraba, animados tal vez por la calidez que traía el zonda y compartían sus guitarreadas con cualquiera que las aceptase. Las cuerdas de la guitarra de Atahualpa Yupanqui parecen a veces las mismísimas venas de la tierra, porque este es un trovador pegado al campo, al gaucho, a la soledad del camino…
Un placer encontrarlo de la mano de un grande tan grande como Cortázar.

Al árbol ya cortado
no lo claves en tierra
porque su copa seca
no engañará a los pájaros

Al río que discurre
No le levantes diques
Porque en el aire libre
Cabalgarán las nubes

Al hombre desterrado
No le hables de su casa
La verdadera patria
Caro lo está pagando

El árbol ya cortado
El río que discurre
El hombre desterrado
Caro lo están pagando

Poema de Julio Cortázar
Música: “El Testamento de Amelia” melodía anónima catalana
Interpretado por Atahualpa Yupanqui.

jueves, 25 de junio de 2009

De otras plumas...

Juan Carlos Márquez
Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) es un escritor especializado en cuento.
Es profesor de escritura creativa y relato en la Escuela de Escritores de Madrid.
En 2008 ha publicado dos libros de relatos, Oficios y Norteamérica profunda. Ha obtenido una decena de galardones de relato breve, entre los que destacan: "Unión Latina" 2003 (Premio Juan Rulfo al escritor novel), Rafael González Castell y Tiflos de cuento. Ha publicado relatos en varias antologías, entre la que destaco Parábola de los talentos.
Blog personal Relataduras.
Gracias Juan Carlos por este microrelato...

LADRILLO
El niño de San Ildefonso cantó mi número. Y lo primero que hice fue llamar al concejal. Paco, le dije, ya tengo el dinero. Ahora solo hace falta que tiréis esa mierda de colegio de huérfanos y empecemos a construir.

sábado, 20 de junio de 2009

Tres mil pesos

Al primer gesto que hizo no me pareció que se estuviera dirigiendo a mi. Le calculé unos once años, aunque esos días atrás en La Virginia había aprendido que los niños de allí tenían más edad que la que delataban sus cuerpos. Estaba encaramado en la barandilla del puente, acuclillado junto a los otros chicos, con los pies descalzos posados en la barra herrumbrosa. Se sostenía con una sola mano de los cables metálicos que mantenían el puente colgando en el aire agitado por los vapores ardientes del río. Parecían una fila de pájaros a punto de echar a volar. Yo hacía rato que lo miraba, a medida que nos íbamos acercando a la otra orilla, pero así y todo no pensé que me fuera a decir nada. Tenía sus ojos puestos en mi como granos de café cuando le escuché lanzarme la invitación: “tres mil pesos” dijo, a la vez que extendía la palma de su mano abierta hacia mí. "Y hago un clavado", añadió entre risas.
Sobre la playa oriental del río las rudimentarias barcazas de madera se amontonaban cargadas de arena procedente del fondo del Cauca. Un grupo de hombres y niños metidos en el agua hasta las rodillas las esperaban con palas para vaciar los montones desproporcionados de tierra grisácea. Más allá seguían bajando otras, arrastradas por la corriente viva. Aparecían como motas lejanas dibujadas en el ancho canal abierto entre las ceibas y la caña de azúcar que tapizaba la vega del río. Yo observaba al chico con obstinación; algo incrédula quizás. Tenía el torso al descubierto, y andaba vestido con unos pantalones cortos oscuros que no destacaban sobre su piel trigueña. Sin duda, había encontrado en mi forma abierta de mirarle una oportunidad. A pesar de lo insólito de la estampa, nadie en el trasiego de gente constante de un lado al otro del río parecía prestarles la más mínima atención. Se sucedían las bicicletas de tres pasajeros y los ciclomotores quejumbrosos cargados de bananos; las niñas negras de uniforme y los carritos tirados por mulas viejas; los perros mestizos y las mujeres apretadas en sus jeans bajo un sol que no daba tregua. A ambos lados del puente, de una cruceta oxidada, colgaban dos carteles mellizos que advertían: “Prohibido circular con vehículos de motor. Bajo multa de cien mil pesos”. Los bocinazos se mezclaban con el sordo rumor del río, que arrastraba unas aguas marrones y revueltas. No era difícil imaginar los desastres que podía causar una crecida, tal y como me habían contado que sucedía en los marzos lluviosos, a juzgar por el caudal esplendoroso que traía el río en pleno verano. Los habitantes del pueblo transitaban el puente sin ningún orden, de manera que uno no sabía quién iba y quién volvía. Yo sentía bajo mis pies el crujir metálico de todo aquel peso en movimiento, asaltada a veces por la duda de si tendría la estabilidad necesaria para soportarnos a todos. No era habitual encontrar turistas en aquel lado marginal del pueblo, conocido como el barrio de Caimalito, donde se desarrollaba la vida más desfavorecida y caótica de La Virginia. Cada quien levantaba su rancho con lo que le alcanzaba. Placas de aluminio, paredes torpes de ladrillos sin revocar, pero sobre todo construcciones a base de guadua. Una especie de bambú americano que servía para casi todo en un lugar donde el concepto de urbanismo estaba librado al azar. Después bastaba con una cortina improvisada a modo de puerta para que las familias se procurasen una mínima intimidad.

Nacho ni siquiera hizo un breve comentario sobre los chicos, que seguían haciendo equilibrios en la baranda del puente entre risas a doce metros de altura. Desde que habíamos llegado solía hacerme aclaraciones cuando intuía que algo me podía resultar extraño en una tierra que al fin y al cabo era la suya. Él había nacido en aquel pueblo pegado a una de las dos Cordilleras que atravesaban Colombia como venas pronunciadas sobre la piel del trópico. Por un instante lo imaginé a él mismo de niño como un pájaro de aquellos en el puente, a un minuto de la gloria o del infierno y le apreté la mano atrayéndolo hacia mí. Él me correspondió con una sonrisa y yo volví a buscar los ojos del niño de los tres mil pesos. Pero él ya estaba tratando de encontrar entre la muchedumbre a otro cliente.

Aquella mañana había comenzado con ese ritmo pausado, pero madrugador del trópico. En la habitación donde dormíamos con la ventana abierta, a pesar de los zancudos, se colaban desde las cinco las primeras luces del día mezcladas con los compases alegres de los vallenatos que agitaban la casa vecina de sol a sol. A veces era un grito de Elizabeth —la dueña de la casa y hermana de Nacho— la que me sacaba del profundo sueño en el que me hundía cada noche después de un amor dulce como los mangos. Ella solía lavar la ropa a primera hora de la mañana en el tanque de agua helada que acostumbraban a tener las casas en los patios. Entonces su voz de canto risaraldense ascendía hasta el balcón interior de nuestra ventana junto con el olor del jabón en pastilla y el café cocinado en la olla. Otras veces lo que me despertaba era la retahíla musical de alguno de los vendedores ambulantes que recorrían el barrio de Luis Carlos Galán. Allí viví durante veinte días tratando de atrapar todos los estímulos que flotaban en el aire como si fueran mariposas de colores, queriendo hacerlos míos de alguna forma. Al grito de “huevoshuevos” o “mangopapayamamoncillos” pasaban los ambulantes pedaleando en triciclos con la cesta trasera merodeada por una nube de mosquitos. Iban amaneciendo las casas una por una, sacando a las mujeres en bata a preguntar por los precios.
Mientras desayunábamos arepas, pandebonos y café recién hecho mezclado con cacao, Nacho me dijo que quería mostrarme el otro lado del pueblo. Aquel que discurría más allá del puente sobre el río Cauca. Uno de los más caudalosos y extensos del país. Me gustó la idea, porque siempre me ha embaucado recorrer con los dedos los grandes ríos en el globo, hasta hacerlos desembocar en los Océanos. Como si fueran las arterias del planeta, y aquellos la propia vida.
—Y es mejor conocerlos en toda su realidad —le dije cuando salimos a pleno sol del día con la idea de llegar caminando. En el cielo desplegaban su vuelo torpe los gallinazos de costumbre a los que —tras la primera impresión— ya empezaba a tomarles cariño.
Además de una población creciente, el barrio de Caimalito albergaba la que fue la antigua estación de tren del pueblo. Entre las adormideras se levantaba un edificio rectangular con una torre coronada por un reloj con las agujas oxidadas. La construcción era de color vainilla, ribeteado de un verde que hacía juego con los frondosos mangos que la rodeaban; se mantenía bien conservada. Mientras Nacho y yo caminábamos por sus alrededores me fijé en una mulata adolescente que estaba sentada a la puerta de su casa bajo un árbol de plátano. Tenía puesto un uniforme de camisa blanca y falda azul caribe. Reposaba la cabeza sobre sus manos, descansando los codos en las rodillas un poco separadas con la mirada perdida en los cerros lejanos. De entre los mangos surgió una nube de mariposas amarillas que volaban atendiendo a una fuerza invisible, todas al tiempo. Fue imposible no dejarme invadir de forma repentina por el recuerdo vívido del coronel Aureliano Buendía.

Me resultó fácil traducir los tres mil pesos al único euro que representaban y le dije a Nacho que nos detuviéramos un momento. Él pareció adivinar lo que yo me estaba preguntando y se adelantó. “Juegan” me dijo encogiendo los hombros.
—No creo —repliqué. Y volví a cruzar la mirada con la del chico de once.
Quería saber qué me ofrecía, y me acerqué. Noté una ligera resistencia desde la mano de Nacho, pero finalmente cedió. El niño señaló el río turbio y me volvió a pedir los tres mil pesos.
—Y me tiro.
No era fácil de creer porque la altura y la corriente espantaban, y Nacho me dijo que era un embuste con tal de conseguir la plata. Además ni a la ida ni a la venida habíamos visto a nadie saltar.
Sin embargo calculé que un euro no era nada para mí, y se lo podía dar como otras veces lo había hecho en los semáforos de Madrid con gente adulta. Me acerqué y le puse las monedas en la mano. Entonces, cuando lo vi pararse sobre la barra, me di cuenta de mi error. Lo vi lanzarse al vacío con el pequeño cuerpo contraído hasta caer como una piedra en el agua. No pude recuperar el aliento hasta que al rato lo vi asomar la cabeza y nadar hasta la orilla entre los aplausos de los canoeros y de sus amigos colgados como pájaros en el puente.

sábado, 13 de junio de 2009

Vuelos de mariposa...

Farewell

De poeta a poeta, baten las alas de nuestras mariposas a la par. Música que huele a puerto, versos del rey Midas de los versos, urden juntos una honda despedida. Y es que sólo en el universo de la poesía se puede entender el amor, y hasta asistir a su belleza, con una reflexión tan honesta y generosa. “Juntos hicimos un recodo en la ruta donde el amor pasó…”
Disfruten del aleteo.

Música y voz: “Amo el amor de los marineros” por Joaquín Sabina.
Letra: versos del poema “Farewell” de Pablo Neruda.

1
Desde el fondo de ti, y arrodillado,
un niño triste, como yo, nos mira.

Por esa vida que arderá en sus venas
tendrían que amarrarse nuestras vidas.

Por esas manos, hijas de tus manos,
tendrían que matar las manos mías.

Por sus ojos abiertos en la tierra
veré en los tuyos lágrimas un día.

2
Yo no lo quiero, Amada.

Para que nada nos amarre
que no nos una nada.

Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.

Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana.

3
(Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca más.

En cada puerto una mujer espera:
los marineros besan y se van.

Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar.)

4
Amo el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.

Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.

Amor que quiere libertarse
para volver a amar.

Amor divinizado que se acerca
Amor divinizado que se va.

5
Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,
ya no se endulzará junto a ti mi dolor.

Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada
y hacia donde camines llevarás mi dolor.

Fui tuyo, fuiste mía. Qué más? Juntos hicimos
un recodo en la ruta donde el amor pasó.

Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame,
del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.

Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.

...Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.

sábado, 6 de junio de 2009

Wallasea

A mi querido amigo y capitán Carlos SantaOlalla, que me regaló una información imprescindible para escribir este relato.

Aquella tarde en el bar del barrio donde nos solíamos reunir, los chicos se empeñaron en que les contase hasta el último detalle de lo sucedido una de las noches más extrañas de mi vida. Había sido tras varios días de desafíos en el mar durante el invierno austral del año anterior. Nos juntábamos de tanto en tanto, en el bullicio de los viernes a última hora de la tarde. Había una mesa de madera al fondo, tatuada con ordinarieces y corazones atravesados por una flecha a punta de cuchillo, que el Chino —el dueño del local— nos reservaba siempre. Y si cuando llegábamos había otros clientes sentados, los levantaba sin contemplaciones para dejarnos el sitio. Luego empezaban a rodar dobles de cerveza y nos dejábamos llevar por nuestros planes para la siguiente navegada. No había orden ni destino. Bastaba que uno prendiera la mecha con una propuesta —por más absurda que pareciese, como cuando yo había dejado caer lo de Cabo de Hornos unos meses antes— para que todos comenzásemos a pensar y hacer como si ya todo fuese una realidad. Parecía que tuviéramos la sal del mar mezclada con la sangre. Como si una fuerza similar a las corrientes marinas nos empujara a buscar el océano a lomos de un velero; de forma intermitente pero irrenunciable. Aquella vez sin embargo la cosa se había torcido. A Pablo le había dado por sacar a relucir una vieja rencilla conmigo, y le metió el miedo en el cuerpo a los demás dinamitando mi idea con el mensaje catastrofista pero certero de que navegar el Atlántico sur en invierno era lo más parecido a un suicidio. Pero la idea ya se había encendido en mi y finalmente decidí llevarla a cabo solo.
Yo les advertí que no era de hablar de cosas en las que no creía, por más que mis ojos se obstinasen en llevarme la contraria.
—Está bien —acepté, ayudándome con un trago de cerveza—. Pero os juro que ni siquiera hoy estoy seguro de que aquella noche yo estuviese allí.
De alguna manera que sólo puede ocurrir por una sucesión de fantásticas coincidencias, me había dejado “engañar” para embarcarme en una travesía que comenzaba y terminada a bordo de un velero de treinta y cinco pies. Esos eran todos los datos con los que contaba. Y el objetivo temerario de doblar el Cabo de Hornos en pleno mes de agosto. Después supe que era un Endurance botado hacía más de veinte años en algún lugar de las costas de Francia, donde —con toda seguridad— los vientos no eran, ni de lejos, tan perversos como en aquél extremo último del Atlántico Sur.
La mañana que vi el Unicornio amarrado al pantalán del brumoso Canal de Beagle, me pareció tan poca cosa con su solo palo mayor cabeceando hacia el cielo sombrío, que estuve tentado de abandonar antes siquiera de haber pisado su bañera.
El puerto se abría a una bahía de aguas negras, arropada por un circo de montañas y de pálidos glaciares. Allí donde los Andes acababan por hundirse en el mar. Aquella era la ciudad más meridional del planeta. Y poseía los suficientes signos —un penal en desuso con almas de condenados al mismo final del mundo, incontables restos de naves hundidas, vientos aullantes que no te dejaban caminar— como para que pasear por sus calles de hielo, le estremeciera a uno hasta el último rincón del corazón.

Cinco días habíamos necesitado desde la mañana en que partimos de la Bahía de Ushuaia para salir del Canal de Beagle por Puerto Williams. Atravesar la tan inquietante Bahía Nassau —donde hasta el día de hoy seguían pereciendo barcos de toda clase— y doblar la Isla de Hornos para regresar al punto de partida con un intermedio en Puerto Toro.
Hasta esta última escala, donde ya nos considerábamos fuera de peligro, las cosas no habían sido fáciles. Esa mañana sobre el sol de medio día, el cielo se había velado repentinamente y tras un momento de calma —las olas y el viento estaban detenidas como barruntando algo fatal— se había roto de pronto en una tormenta épica. Nos pilló tan de sorpresa que llevábamos todo el trapo desplegado, y tratar de tomarle rizos a la mayor o tan siquiera bajarla de una vez, era mera utopía. Así que no tuvimos más remedio que ajustar las escotas y tensar al máximo las dos velas para que entre ellas quedaran desventadas. Poner la proa hacia el temporal y capear. Así como lo hubiera ordenado cualquier capitán iracundo del siglo dieciocho.

Durante el tiempo que duró aquel misterioso eclipse, el mar crecía sobre la proa del barco inventándose olas formidables. Su tamaño era tal que el horizonte se había convertido en una masa gris de agua rizada. Y ya no sabíamos a ciencia cierta si estábamos en el valle o en la cima de las olas.
Por otro lado yo resulté ser un marinero inútil. Totalmente descompuesto, no me quedó más remedio que anclar mi arnés a la línea de vida para no salir despedido por la borda, acuclillarme en un rincón de la cubierta y no estorbar. Mientras, la tripulación peleaba para no exponer los costados del barco a la furia del mar, porque un zarpazo por la banda hubiera sido irreversible.
Fue en uno de esos momentos, tratando de mirar hacia un punto lejano con una presión indómita en la garganta, cuando creí ver algo fuera de lugar y de tiempo. Al principio pensé que era un claro entre la oscuridad del cielo y el mar. Pero al remontar la cresta de la ola sucesiva vi con claridad sus velas cuadras alineadas en cada uno de los palos. La poca atención que tenía me bastó para distinguir el casco imponente de un viejo galeón que parecía salido del fondo abisal. Navegaba con la popa a muchas millas de nosotros y con todas las velas izadas como si realmente quisiera burlarse de la tormenta. Tras él quedaba una estela hirviente.
Al cabo de algunas horas el furioso viento se marchó como llegó: sin avisar y dejando tras de sí un mar liso como un plato y el sol recién lavado en la esquina del cielo.

Pasamos esa noche en Puerto Toro. Nos abarloamos a un pesquero que andaba faenando la costa este de la Isla Grande en busca de centollas. El día amaneció perezoso y cubierto de nubes. Yo aproveché las primeras horas del día para salir a caminar entre las pocas casas amontonadas alrededor de una ermita, que le daban al pueblo un aspecto de isla abandonada. Eran construcciones típicas de la Tierra del Fuego, barracones de Uralita con techos ondulados de colores imposibles. El suelo donde se abría el camino de arena estaba cubierto de turba húmeda que se extendía hasta casi mezclarse con las piedras de la playa más allá de los pantalanes.
Me volví hacia ellos y me quedé mirando la soledad del Unicornio. Parecía imposible que hubiera resistido el día antes. El pesquero había abandonado el atraque horas atrás bajo la lóbrega luz del alba.
Subí por el camino que ascendía recortando una pequeña loma entre el puñado de viviendas. Sentí que las piernas me flojeaban aunque no pude contener una sonrisa de satisfacción ya que oficialmente habíamos conseguido doblegar nuestro reto. Seguí caminando un rato y de pronto observé que al final de la loma había un hombre parado —el primero que veía en tierra desde hacía cuatro días—. Estaba vestido con pantalones de chándal azules y un jersey de lana desgastado con parches en los hombros. Cuando estuve más cerca amagué un saludo, pero enseguida advertí que no me había visto a pesar de lo cerca que me encontraba. Era un tipo joven, con rasgos aindiados y miraba al horizonte liso con las manos en los bolsillos. Me sorprendió que anduviera descalzo.
Al llegar a su altura me acerqué y le di los buenos días, pero no se movió. Me quedé unos minutos a su lado, tomando resuello, tratando de buscar en el cielo o en la lejanía del mar lo que a él lo tenía tan pendiente. Al rato me aburrí y me di media vuelta, pero entonces le vi sacar la mano derecha del bolsillo y señalar hacia el Unicornio:
—Allá —su voz sonaba en un chileno ronco— ¿Lo ve?
Lo cierto es que no había nada que ver, pero él insistió.
—Hay un albatros volando alrededor de su barco.
—Ah, hola, sí. Hay muchos albatros por aquí —le dije fijándome en sus pantalones raídos.
El hombre bajó la mano y siguió mirando en la misma dirección.
—Sí. Hay muchos. Y pocos hombres; la mayoría están bajo el agua —agregó con una sonrisa que dejó al aire una muela de oro—. Pero sus almas están allí. ¿Las ve? —el tipo volvió a levantar la mano.
—No. No veo.
—En sus alas. El albatros.
Observé el vuelo elegante del ave que aprovechaba una corriente de aire para elevarse. Me seguía pareciendo un pájaro imponente y misterioso, y creí entender a lo que se refería.
Luego traté de pedirle su opinión sobre las previsiones del clima para los próximos días, pero volvió a quedarse en silencio. Finalmente le dije adiós y antes de comenzar la bajada me fijé que tenía cosida en el pecho una insignia de la armada chilena.

Después de almorzar navegamos con un viento ligero que favorecía nuestro rumbo hacia el noroeste. No parecía quedar ningún rastro de la tormenta del día anterior. Sin embargo yo seguía mareado. Además tenía el frío metido en los huesos y los pies acalambrados como si hubiera llegado a caerme al agua en alguna de las sacudidas del Unicornio. El sol se estaba poniendo y la temperatura comenzaba a bajar. En el salón interior el patrón repartía los turnos de las guardias. Éramos un grupo desmadejado de hombres unidos por el mismo deseo de colgarnos un pendiente en la oreja, al estilo de los piratas antiguos que doblaban el Cabo, pero con pocas cosas más en común. Junto con el Capitán, dos de ellos formaban parte de la tripulación del barco. Yo era el único español. El resto: tres ingleses afincados en la Patagonia Chilena, dos argentinos emigrados que trataron de animarme a base de mates bien cebados y un uruguayo que hacía las labores de práctico. Ellos no consideraban mis síntomas como una señal de alarma. Esa misma noche, uno de los ingleses me comentó que también sentía los calambres en las piernas.

La singladura fue tranquila y alrededor de la media noche las primeras luces de la bahía de Ushuaia aparecieron en la lejanía bajo el cielo cubierto de estrellas. Nos pareció extraño que ya en el puerto no salieran los marineros a ayudarnos con el atraque. Aunque era tarde suponíamos que habrían estado pendientes de la suerte de los barcos que estaban fuera. Los partes les habrían tenido al tanto de los arrebatos de la mar en los últimos días.
Yo me sentía peor, pero traté de animar a la tripulación para que caminásemos hasta “Los dientes de Navarino” después de la cena. Era un bar que abría perenne y ofrecía cualquier tipo de consuelo que los marineros de paso pudieran necesitar. Por el momento yo me conformaba con ahogar el mal de tierra en un ron tras otro. Sin embargo ninguno quiso abandonar el barco y se quedaron a descansar o a jugar a las cartas.
Sólo al bajar al embarcadero por la pasarela me di cuenta de la niebla gruesa que cubría el puerto y toda la ciudad. Desde la montaña bajaba una brisa helada dejando caer su humedad en forma de una fina espuma blanca. Seguía sin haber nadie y me pareció que nuestro barco era el único en los alrededores.
Me dirigí por el pantalán de madera que crujía bajo mis pasos, pero pronto entendí que ni el ritmo ni la profundidad de aquel sonido se correspondían con mi pisada. Era algo más grande, algo que se ocultaba dentro de la niebla y del lado del mar. Apuré el paso con el cuello encogido —como si en cualquier momento me fuera a caer algo en la cabeza— y mirando en la dirección del ruido, que ahora era un chirrido ahogado en vaivén, provocado sin duda por el movimiento de las aguas.
De entre la bruma vi como iba surgiendo a medida que me acercaba, un palo de bauprés. Se alzaba al menos quince metros sobre la línea del mar, por lo que sólo podía pertenecer a un barco de gran tamaño. Me parecía imposible que no lo hubiéramos visto al entrar por la bocana, por muy espesa que fuera la niebla. La curiosidad me llevó hasta la popa para comprobar que realmente era una embarcación antigua, con el casco de madera y remates de hierro. Bajo la bandeja desmigajada, imposible de descifrar observé una por una las letras de un nombre que me resultaba conocido. W A L L A S E A.

Abandoné el puerto con una sensación de frío profundo, más allá de los huesos y llegué al bar. Entré y en la barra había un marinero pelirrojo bebiendo cerveza. Le di las buenas noches, pedí un ron sin hielo, y me senté en un taburete junto a él. En el espejo de dentro, por encima de las botellas había un azulejo con unos versos que me entretuve leyendo: “yo soy el albatros que te espera en el final del mundo. Soy el alma olvidada de los marinos muertos que cruzaron el Cabo de Hornos...”. Cuando iba por el segundo ron, el pelirrojo dijo algo como hablándose a sí mismo —porque el camarero estaba limpiando las mesas— en un idioma que me pareció cercano al inglés, y entre el alboroto de palabras me pareció escuchar “Wallasea”. En realidad no me había podido sacar de la cabeza la aparición nocturna de ese gigante desde que lo había visto y todavía me parecía imposible. Además seguía dándole vueltas al nombre, y a la posibilidad de que hubiera llegado antes que nosotros escapando de la misma tormenta.

Entre esos pensamientos sentí que el tipo se levantaba y salía a la calle con un caminar errático. Toda la ropa que llevaba era de lana gruesa lo que me resultó extraño para ser un marinero de nuestros días. De pronto me di cuenta de que con él se me escapaba la explicación de algo que podría ser sólo un hecho curioso, además de insólito.
Fui tras él y lo vi unos metros más adelante por la acera de la calle San Martín que se empezaba a cubrir de nieve. Corrí sin disimulo hasta alcanzarlo. Quise darle un toque en el hombro para llamar su atención pero al estirar el brazo sólo encontré la niebla. Me detuve y luego avancé un poco más, busqué alrededor, pero por muy estúpido que me pareciese, él había desaparecido.

De esa misma manera, cuando regresé al Unicornio, ya con el cielo clareando, no encontré ni rastro del “Wallasea”. Un barco Irlandés que —por fin había conseguido recordar— se había perdido en las proximidades de la Isla Livingston, al sur del Cabo de Hornos, doscientos años atrás. Todos sus tripulantes habían perecido.