sábado, 20 de junio de 2009

Tres mil pesos

Al primer gesto que hizo no me pareció que se estuviera dirigiendo a mi. Le calculé unos once años, aunque esos días atrás en La Virginia había aprendido que los niños de allí tenían más edad que la que delataban sus cuerpos. Estaba encaramado en la barandilla del puente, acuclillado junto a los otros chicos, con los pies descalzos posados en la barra herrumbrosa. Se sostenía con una sola mano de los cables metálicos que mantenían el puente colgando en el aire agitado por los vapores ardientes del río. Parecían una fila de pájaros a punto de echar a volar. Yo hacía rato que lo miraba, a medida que nos íbamos acercando a la otra orilla, pero así y todo no pensé que me fuera a decir nada. Tenía sus ojos puestos en mi como granos de café cuando le escuché lanzarme la invitación: “tres mil pesos” dijo, a la vez que extendía la palma de su mano abierta hacia mí. "Y hago un clavado", añadió entre risas.
Sobre la playa oriental del río las rudimentarias barcazas de madera se amontonaban cargadas de arena procedente del fondo del Cauca. Un grupo de hombres y niños metidos en el agua hasta las rodillas las esperaban con palas para vaciar los montones desproporcionados de tierra grisácea. Más allá seguían bajando otras, arrastradas por la corriente viva. Aparecían como motas lejanas dibujadas en el ancho canal abierto entre las ceibas y la caña de azúcar que tapizaba la vega del río. Yo observaba al chico con obstinación; algo incrédula quizás. Tenía el torso al descubierto, y andaba vestido con unos pantalones cortos oscuros que no destacaban sobre su piel trigueña. Sin duda, había encontrado en mi forma abierta de mirarle una oportunidad. A pesar de lo insólito de la estampa, nadie en el trasiego de gente constante de un lado al otro del río parecía prestarles la más mínima atención. Se sucedían las bicicletas de tres pasajeros y los ciclomotores quejumbrosos cargados de bananos; las niñas negras de uniforme y los carritos tirados por mulas viejas; los perros mestizos y las mujeres apretadas en sus jeans bajo un sol que no daba tregua. A ambos lados del puente, de una cruceta oxidada, colgaban dos carteles mellizos que advertían: “Prohibido circular con vehículos de motor. Bajo multa de cien mil pesos”. Los bocinazos se mezclaban con el sordo rumor del río, que arrastraba unas aguas marrones y revueltas. No era difícil imaginar los desastres que podía causar una crecida, tal y como me habían contado que sucedía en los marzos lluviosos, a juzgar por el caudal esplendoroso que traía el río en pleno verano. Los habitantes del pueblo transitaban el puente sin ningún orden, de manera que uno no sabía quién iba y quién volvía. Yo sentía bajo mis pies el crujir metálico de todo aquel peso en movimiento, asaltada a veces por la duda de si tendría la estabilidad necesaria para soportarnos a todos. No era habitual encontrar turistas en aquel lado marginal del pueblo, conocido como el barrio de Caimalito, donde se desarrollaba la vida más desfavorecida y caótica de La Virginia. Cada quien levantaba su rancho con lo que le alcanzaba. Placas de aluminio, paredes torpes de ladrillos sin revocar, pero sobre todo construcciones a base de guadua. Una especie de bambú americano que servía para casi todo en un lugar donde el concepto de urbanismo estaba librado al azar. Después bastaba con una cortina improvisada a modo de puerta para que las familias se procurasen una mínima intimidad.

Nacho ni siquiera hizo un breve comentario sobre los chicos, que seguían haciendo equilibrios en la baranda del puente entre risas a doce metros de altura. Desde que habíamos llegado solía hacerme aclaraciones cuando intuía que algo me podía resultar extraño en una tierra que al fin y al cabo era la suya. Él había nacido en aquel pueblo pegado a una de las dos Cordilleras que atravesaban Colombia como venas pronunciadas sobre la piel del trópico. Por un instante lo imaginé a él mismo de niño como un pájaro de aquellos en el puente, a un minuto de la gloria o del infierno y le apreté la mano atrayéndolo hacia mí. Él me correspondió con una sonrisa y yo volví a buscar los ojos del niño de los tres mil pesos. Pero él ya estaba tratando de encontrar entre la muchedumbre a otro cliente.

Aquella mañana había comenzado con ese ritmo pausado, pero madrugador del trópico. En la habitación donde dormíamos con la ventana abierta, a pesar de los zancudos, se colaban desde las cinco las primeras luces del día mezcladas con los compases alegres de los vallenatos que agitaban la casa vecina de sol a sol. A veces era un grito de Elizabeth —la dueña de la casa y hermana de Nacho— la que me sacaba del profundo sueño en el que me hundía cada noche después de un amor dulce como los mangos. Ella solía lavar la ropa a primera hora de la mañana en el tanque de agua helada que acostumbraban a tener las casas en los patios. Entonces su voz de canto risaraldense ascendía hasta el balcón interior de nuestra ventana junto con el olor del jabón en pastilla y el café cocinado en la olla. Otras veces lo que me despertaba era la retahíla musical de alguno de los vendedores ambulantes que recorrían el barrio de Luis Carlos Galán. Allí viví durante veinte días tratando de atrapar todos los estímulos que flotaban en el aire como si fueran mariposas de colores, queriendo hacerlos míos de alguna forma. Al grito de “huevoshuevos” o “mangopapayamamoncillos” pasaban los ambulantes pedaleando en triciclos con la cesta trasera merodeada por una nube de mosquitos. Iban amaneciendo las casas una por una, sacando a las mujeres en bata a preguntar por los precios.
Mientras desayunábamos arepas, pandebonos y café recién hecho mezclado con cacao, Nacho me dijo que quería mostrarme el otro lado del pueblo. Aquel que discurría más allá del puente sobre el río Cauca. Uno de los más caudalosos y extensos del país. Me gustó la idea, porque siempre me ha embaucado recorrer con los dedos los grandes ríos en el globo, hasta hacerlos desembocar en los Océanos. Como si fueran las arterias del planeta, y aquellos la propia vida.
—Y es mejor conocerlos en toda su realidad —le dije cuando salimos a pleno sol del día con la idea de llegar caminando. En el cielo desplegaban su vuelo torpe los gallinazos de costumbre a los que —tras la primera impresión— ya empezaba a tomarles cariño.
Además de una población creciente, el barrio de Caimalito albergaba la que fue la antigua estación de tren del pueblo. Entre las adormideras se levantaba un edificio rectangular con una torre coronada por un reloj con las agujas oxidadas. La construcción era de color vainilla, ribeteado de un verde que hacía juego con los frondosos mangos que la rodeaban; se mantenía bien conservada. Mientras Nacho y yo caminábamos por sus alrededores me fijé en una mulata adolescente que estaba sentada a la puerta de su casa bajo un árbol de plátano. Tenía puesto un uniforme de camisa blanca y falda azul caribe. Reposaba la cabeza sobre sus manos, descansando los codos en las rodillas un poco separadas con la mirada perdida en los cerros lejanos. De entre los mangos surgió una nube de mariposas amarillas que volaban atendiendo a una fuerza invisible, todas al tiempo. Fue imposible no dejarme invadir de forma repentina por el recuerdo vívido del coronel Aureliano Buendía.

Me resultó fácil traducir los tres mil pesos al único euro que representaban y le dije a Nacho que nos detuviéramos un momento. Él pareció adivinar lo que yo me estaba preguntando y se adelantó. “Juegan” me dijo encogiendo los hombros.
—No creo —repliqué. Y volví a cruzar la mirada con la del chico de once.
Quería saber qué me ofrecía, y me acerqué. Noté una ligera resistencia desde la mano de Nacho, pero finalmente cedió. El niño señaló el río turbio y me volvió a pedir los tres mil pesos.
—Y me tiro.
No era fácil de creer porque la altura y la corriente espantaban, y Nacho me dijo que era un embuste con tal de conseguir la plata. Además ni a la ida ni a la venida habíamos visto a nadie saltar.
Sin embargo calculé que un euro no era nada para mí, y se lo podía dar como otras veces lo había hecho en los semáforos de Madrid con gente adulta. Me acerqué y le puse las monedas en la mano. Entonces, cuando lo vi pararse sobre la barra, me di cuenta de mi error. Lo vi lanzarse al vacío con el pequeño cuerpo contraído hasta caer como una piedra en el agua. No pude recuperar el aliento hasta que al rato lo vi asomar la cabeza y nadar hasta la orilla entre los aplausos de los canoeros y de sus amigos colgados como pájaros en el puente.

4 comentarios:

tomitú dijo...

Cada vez que leo este relato, vuelvo a vivir con tu mirada, este terruño que me vio crecer, ese lugar que está de olvido. Vuelvo a sentir el zumbido de los zancudos que deben estar hoy sordos. Vuelvo a escuchar el grito de los vendedores ambulantes, quienes a capella ofrecen lo que llevan en sus triciclos. Pero no me invade la nostalgia, sino la felicidad de ver este rincón del mundo pintado con tus palabras.
Me encanta...

tomitú dijo...

...y si no fuera por ti, yo nunca hubiera conocido ese rincón del mundo. Tengo el caza mariposas lleno de recuerdos vivos, como peces recién sacados del mar, de esa hermosa tierra. Y tal vez esté "de olvido, siempre gris..." como dices y dice el tango, pero aunque haya quien se empeñe en enterrarla entre los tópicos, metiéndola en un saco que afecta a todo el país, yo la he visto. Y está de olvido, pero no es gris, sino de los lindos colores de la vida. Gracias por compartir tanto conmigo. Esas son las cosas que valen más que el oro.

Hernando dijo...

Pareces que hubieras permanecido por un año en mi pueblo; tantos detalles y rincones ignorados por nosotros, has tenido presente.Perfectamente te podemos nombrar embajadora de La Virginia.
Gracias por no olvidarnos.

tomitú dijo...

Es que las cosas bellas no se olvidan, Hernando. Yo allá por donde vaya llevaré bien alto el recuerdo de La Virginia...