miércoles, 8 de julio de 2009

Sandalio echa a andar...

Sandalio iba bajando la montaña. A sus espaldas quedaba Samaria. Se abría paso como el primer hilo de agua sobre una superficie seca. Iba con pisada firme y no quería mirar atrás. Tenía metido en los huesos el pavor de las despedidas; sentía un precipicio en el corazón y se acordó de algo que escuchó una vez: “dicen que no son tristes las despedidas. Dile a quien lo dijo que se despida”. Iba sin rumbo fijo, pero con la mirada puesta en el horizonte. La carretera larga y destapada serpenteaba montaña abajo. Estaba desierta y sólo en contadas ocasiones se escuchaba el ruido de un motor que lo hacía saltar del medio de la vía a una orilla del lado de la tierra falduda. Desde allí divisaba al fondo el río amarillo oxidado que se deslizaba por el pie donde se unían las montañas.
A lo largo de la carretera había algunas casas y sólo se veían correr por los patios a las gallinas perseguidas por el gallo; los perros dormidos en sus cambuches y los patos caminando con paso de reina de concurso de belleza.
Sandalio seguía su marcha bajo el sol abrasador y de vez en cuando se paraba para ver su sombra; pero a esa hora no había sombra en el trópico. El sudor le bajaba por la cara y le empapaba la camisa, se limpiaba la frente con el índice derecho y lo sacudía. De repente el motor de un jeep lo sacó de su ensimismamiento. Escuchó a sus espaldas como iba reduciendo la velocidad hasta que casi se detuvo a su lado. Súbase señor que lo llevo, le dijo el chófer desde su puesto de comando. Sandalio se puso la mano en forma de visera como queriendo reconocer a quien lo invitaba. De un salto se montó en la parrilla pegada en la parte trasera del jeep agarrándose del travesaño de aquel Willys azul como el cielo. Adónde va vecino, le dijo. Para donde va Vicente, patrón, contestó Sandalio. Pues, hombre, yo voy para Neira, el pueblo de al lado. Me sirve, patrón, afirmó Sandalio, hacia adelante, todo me sirve. Neira estaba a más de una hora, un pueblo a 1969 metros sobre el nivel del mar fundado en 1842 y por entonces habitado por la tribu de Los Caparras.
En una pequeña planicie, el jeep se apagó. El chofer dijo que no se preocupasen, que el jeep era muy bueno. Sólo hay que tenerle paciencia. Uno no puede renegar de la cuchara que da de comer. Esto le pasa cada cierto tiempo, amigos, cuando se recalienta se queda ahí parado. Tan mal no está, hace unos días me tocó arrastrar otro jeep que se fue a una cuneta. Para que vean que este cacharro no me falla. Ahora hay que empujar amigos. Y Sandalio y el copiloto se bajaron a empujar. El jeep no arrancó y al chofer le tocó también bajarse. Dijo que había que esperar un poco. El tiempo se medía en “pocos” que se prolongaban en minutos, tal vez horas.
El chofer era un hombre bajito y rechoncho y llevaba un machete en la cintura con unos ramales que le llegaba al piso, tenía un pocho blanco y era un experto en el volante. Conducía con maniobras rápidas por aquella carretera llena de curvas.
Sandalio se paró junto al alambrado, mientras el chofer con el otro hombre charlaban. No parecía interesarle lo que aquellos hombres hablaban. Los hombres conversaban fuerte como para que los escucharan. ¿Cuánto tiempo más, patrón?, preguntó Sandalio. Ya casi amigo.
El chofer gritaba desde su asiento y contaba historias: habló de don Antonio, oriundo de esos parajes, un hombre de pelo rucio quien se trasladó a vivir al Cañón del Totuí y se dedicó a la caza de hicoteas en el río Totuí, las cazaba y se las comía.
Llegaron cuando las primeras sombras de la noche empezaban a arropar al pueblo. En algunas calles, otros jeeps aumentaba la algarabía con sus bocinas. Una chiva, llamada El cóndor, con algunos pasajeros, salía del pueblo. Sandalio buscó dónde hospedarse y llegó a una casa que tenía las paredes de afuera descascaradas y sucias; un pequeño balcón que en cualquier momento se podía caer en la cabeza de un transeúnte. El lugar estaba atendido por una mujer entrada en años y otra de unos dieciséis o diecisiete. Saludó quitándose el sombrero e hizo una venia. A la entrada, había una pequeña recepción y dos sillas que se desbarataban de sólo mirarlas. Las mujeres lo saludaron con amabilidad. Sandalio les dijo que buscaba donde pasar la noche. Las mujeres se alegraron porque hacía mucho tiempo que nadie se quedaba allí. Los cuartos que alquilaban tenían las paredes sucias y de las esquinas colgaban las telarañas. Del marco de las ventanas se desastillaba la pintura mohosa. Las puertas hacían ruidos como en las películas de terror y no cerraban bien. Sólo necesito un techo, no tengo mucha plata. Las mujeres le vieron la cara de forastero. Sandalio miraba para todos lados: se fijo en el mostrador de la recepción y unos anaqueles de madera vieja con llaves oxidadas y colgadas como si llevaran siglos sin que nadie las tocara. Miró las sillas y las paredes descoloridas por el tiempo. Había un cuadro de unos claveles rosados dentro de un florero en forma de pera. La joven le dijo que era un Manzur, pintor del pueblo, pero una réplica del cuadro.
Cuando las mujeres le preguntaron qué hacía por aquellos lugares, Sandalio les dijo que iba en busca de destino. Ellas se miraron como si con aquella mirada se comprendieran sin palabras lo que querían. Entonces la mujer mayor le dijo a Sandalio que si no tenía prisa, que les ayudara a pintar la casa y arreglar algunas puertas que se están despegando de las bisagras. Y puede vivir con nosotras el tiempo que quiera y se puede ganar también unos pesitos… Y sin pensarlo mucho, les contestó, les ayudo mis señoras. Mañana mismo podemos empezar.

No hay comentarios: