sábado, 28 de marzo de 2009

De otras plumas...

Carmen Jiménez Díaz
Como lo dijera la misma autora en alguna ocasión, cuando empezábamos a conocerla: "me gustan todas las artes en general y la literatura en particular. Es el canal por excelencia para expresarme". Y pensamos que a Carmen le encanta jugar con las palabras y por ello a través de su blog, Miradas íntimas, mantiene viva su forma de expresión. También en su blog hay espacio para la poesía y nosotros sabemos cuál es su autor preferido...
Está también a nuestro lado en libro editado por la Escuela de Escritores de Madrid, Arena en los zapatos con “San Petersburgo”.
Gracias Carmen por aportarnos tu lluvia de palabras.

Gotas de rocío
Ha amanecido. Después de muchas lunas, el sol asoma en un horizonte lejano y teñido todavía de una bruma espesa y gris. Todavía hace frío. Es un frío parecido al del rocío. Unas gotas llenas de una noche tan eterna como la juventud. Unas gotas que auguran el fin y el comienzo, derritiéndose poco a poco. Un aire caliente desciende hasta mi guarida y acaricia mi piel con su brisa. El agua escarchada cede a su soplido y cada poro de mi piel se entrega a él rendida. Agradecida. Mi cuerpo se estremece en la tibieza de un amanecer ya olvidado. La oscuridad se resiste y el frío se clava como un puñal de acero. Y de repente, amanece. El negro se torna en una luz lechosa, temerosa, imprecisa. Los colores son tenues, casi imperceptibles a mi retina eclipsada. La noche y el día se echan un pulso sobre mi cuerpo aún dormido. Y la luz atraviesa por fin la manzana retenida en mi boca y el aire entra en mis pulmones y me despierta de un sueño lleno de sombras que no atinan ya a esconderse y se remueven inquietas y lloran lágrimas de rocío hasta que despiertan. Por fin ha amanecido.

sábado, 21 de marzo de 2009

Cerrado por derribo


“Este ciego corazón no distingue entre el paraíso y el desierto…”
Darío Jaramillo Agudelo

Magdalena venía caminando por la acera como si fuera otra persona. El sol empezaba a caer y la playa —medio vacía de sombrillas y bañistas— se abría al borde del paseo marítimo. Iba con paso lento, la luz de media tarde le caía sobre los hombros y tenía la certeza de no ser la misma de siempre; como si se hubiera afeitado la cabeza, o volviera a la playa un verano con veinte kilos menos después de toda la vida gorda. Estaba recién duchada. Se había dejado el pelo suelto y sentía la humedad en los tirantes de la camiseta y en la nuca. Mirando a lo lejos, hacia la línea delgada que separaba el mar del cielo, creía encontrar un cierto paralelismo entre la masa de agua salada —que a esas horas se enfriaba batiendo las olas con lentitud— y su propio cuerpo. Soplaba una brisa ligeramente fresca que le aliviaba el calor concentrado bajo la piel.
De vez en cuando se llevaba la mano a la cicatriz arrugada entre sus senos y la dibujaba con el dedo índice a través de la camiseta.

Durante toda la mañana había estado practicando vela a pleno sol, mano a mano con el terral que soplaba con fuerza desde el monte pelado y seco del Carmolí y que levantaba borreguitos en el índigo mar. Más tarde —ya pasado el medio día y sin comer ni descansar— había amarrado la tabla al carro de varada que le solían prestar los chicos del club de vela; se había montado en su bici y había recorrido los quince kilómetros que separaban la Cala del Pino —donde acostumbraba a nadar de pequeña— de su casa. Quería poner el corazón a prueba. Se lo imaginaba como el motor desnudo de un Ferrari de exposición: cromado y limpio, caliente y crepitando después de su primera subida de vueltas.
El viento no había parado de soplar ni un minuto desde las primeras luces del día. Sin embargo —como ocurría siempre en esa época del año— terminó por aflojar cuando el cielo se volvió naranja y el sol empezó a caer hacia el monte picudo y solitario que se dibujaba al final de la línea de la costa. El ventarrón se había convertido en un hilo de aire acogedor.

Por la ventana diminuta del cuarto de aseo, Magdalena miraba el atardecer mientras se duchaba con la mampara entreabierta. Aquél instante era algo que todavía podía disfrutar. Como un viejo recuerdo que nunca acababa de marcharse y que, sobre todo, no dolía. Se enjabonaba con cautela. Le quedaba la costumbre del hospital de lavarse con esponja, pero al pasársela por encima de los pechos se olvidaba de que los puntos ya no estaban, y no tenía que poner especial cuidado para que no se le enredasen en la esponja. Permanecían las marcas atravesadas torpemente sobre una línea vertical en el esternón, como una cremallera.

Cuando acabó de bañarse, se vistió y salió a la calle a pasear sin ninguna idea fija, aunque se aseguró de llevar el móvil. Miró la pantalla y limpiándola con el pulgar, comprobó que tenía batería y lo metió en un pequeño bolso que se cruzó en el pecho. Hacía sólo tres días que le habían dado el alta. Antes de salir de casa se miró en el espejo de cuerpo entero que había al lado de la puerta de la calle y le pareció que estaba bonita, pero se acordó de algo que le impidió sonreír. Apagó las luces, salió y cerró la puerta. La doctora Elorriaga había insistido en dejarle su número y se había preocupado de que ella lo guardase en la agenda del móvil. “Para cualquier problema que surja”. Le había dicho con una caricia maternal en la espalda cuando fue a visitarla por última vez a su habitación, donde había permanecido ingresada antes y después de ser intervenida. La cirujana parecía satisfecha con el resultado. “Puedes hacer tu vida normal” aseguró, “sin excesos ni sobresaltos”.
En la calle el aire olía a jazmín mediterráneo y a bronceador de coco. Magdalena pensó en caminar hasta el Club Náutico y sentarse en la terraza del Speedy frente a los pantalanes, pedir un ron y escuchar el canto de los palos desnudos de los veleros. Sabía que corría el riesgo de encontrarse con sus amigos y estropear el mutismo con el que había llegado aquél verano. Todavía no tenía ganas de verlos. Supuso que seguirían frecuentando el bar, y que incluso él podría acudir allí, porque era jueves: siempre había preferido los jueves porque era más improbable que se hubieran encontrado con personas que le conocían. La idea la incomodó de repente. Se le aceleró algo en el pecho y sintió el eco de la palpitación en las sienes, pero siguió adelante.
El mar acompañaba sus pasos; a su lado lo podía seguir con la vista. Estaba sosegado, empujando en silencio las olas rosadas desde apenas unos metros hasta la orilla. De vez en cuando, se pronunciaba con una ola fugitiva más grande que las otras, una ola perdida que aterrizaba en la arena levantando espuma. Entonces el mar parecía rugir en un suspiro, como si se tratase de un animal de corazón profundo.
Por un momento Magdalena se encontró pensando que aquella era una noche perfecta para tener sexo con un desconocido. Se le erizó la piel de la nuca cuando imaginó hacerlo sin más con un guiri de los que encontraría a montones en la zona del Náutico: alto, rubio, con la cara angulosa y con olor y sabor a nada. Era una idea tan absurda que sonrió sin querer, a sabiendas de su dificultad para acostarse con alguien sin un empujón del corazón. Pero ahora el corazón era otro. Una víscera recién estrenada: sin histórico, sin manías ni costumbres torpes. Le pareció que lo podía tomar como parte del entrenamiento y notó una urgencia cálida en su sexo al pensar en los detalles. Le gustó la reacción de su cuerpo, sin mojigaterías, despojado en la madurez de cualquier prejuicio juvenil. “Tu vida normal”, recordó en las palabras de la doctora. Apretó el móvil a través de la tela del bolso y volvió a pensar en él. Aunque le jodiese, lo extrañaba. Echaba de menos tener ganas de él, pasarse el día entero excitada preludiando lo que vendría por la noche. Esa inquietud bastante parecida a la felicidad. Pero esta vez no sintió nada. El pulso estaba en su sitio. Aflojó la presión en el teléfono y se quedó tranquila por no tener que molestar a la cirujana tan pronto. Tal vez lo del corazón había funcionado. Recordaba a la doctora Elorriaga en la puerta del hospital hablando por la televisión, orgullosa de haber dirigido el primer trasplante de corazón del país.
La tarde culminaba. Con el sol ya oculto en el monte que se erguía frente a ella, se le vino a la cabeza todo lo sucedido en los últimos seis meses. Parecía la proyección de un cortometraje de su vida. A principios de año notó los ahogos. Un mes después estaba lo suficientemente preocupada como para consultar con un médico. Pensó que sería un síntoma añadido a la cadena de desalientos que le había provocado una relación turbia con un hombre casado. Se habían amado durante más de tres años con franqueza y desesperación, pero finalmente él había decidido dejar de darle esperanzas y le había planteado que siguieran viéndose como hasta entonces. Furtivamente. Le había confesado que no podría vivir sin ella, pero había admitido que lo mejor que tenían eran sus encuentros a espaldas de la gente, incluida su esposa y sus hijos, más allá de cualquier futuro incierto. Magdalena no acudió—como las otras veces— a la cita de fin de año en la vieja casa al borde del acantilado donde se solían encontrar, y que habían ido rehabilitando ellos solos con más cariño que acierto, para lograr que tuviera un aspecto parecido a un lugar para vivir. Ese día no se despertó pensando en la noche. A media tarde, cuando el país entero preparaba las uvas de la suerte, ella permaneció tumbada en la cama con el móvil en la mano, dormitando, con la esperanza vaga de recibir una llamada en el último instante.
El año había comenzado mal. Remitieron su caso a un cardiólogo, quien, después de interminables pruebas, le explicó que tenía malformaciones congénitas en las válvulas del corazón.
—Siento hablarle con tanta franqueza—concluyó el especialista bajando la mirada—no me lo explico con su edad, pero tiene usted el corazón destrozado.
Magdalena se había hundido en la silla de la consulta—frente a las pantallas de luz blanca y grave procedente de las radiografías de su tórax—incapaz de procesar la idea de que necesitaba algo así como una reconstrucción de corazón. El médico había introducido con toda tranquilidad una alternativa que la desconcertaba todavía más. Un transplante. Por lo visto no había nada que salvar en un órgano que parecía haber vivido cien años. Pensó en lo irónico del asunto. Es su vida había jugado muchas veces a imaginarse un cartelito junto a su corazón que dijese: “cerrado por derribo”, a modo de advertencia para evitar futuros amores contrariados. Incluso a él le repitió esas palabras, pero su amor ya caminaba solo y ella misma sabía que era demasiado tarde para advertencias. Sin embargo nunca pensó que aquello pudiese tomar cariz de premonición.
El invierno había dejado paso a una primavera de paso lento y angustiante para Magdalena. Al comienzo del verano le confirmaron que la operación se llevaría a cabo. Un domingo que estaba sentada en la cama leyendo los papeles del consentimiento informado para la operación, sintió que el verano había llegado. Por la ventana vio que la tarde comenzaba a caer. Los altos chopos cabeceaban a lo lejos, cerca de un río que nunca—ni siquiera en la época de más lluvias— daba señales de vida, por la falta de caudal. Los árboles estaban desnudos, ramosos y cimbreaban con la brisa. Los escuchaba silbar a la manera de las jarcias de los barcos en un puerto. A pesar de estar tierra adentro le pareció sentir la presencia del mar.
Tenía miedo. Un miedo frío que la dejaba situada en una soledad con la que siempre contó, pero que nunca le había parecido una amenaza. Trató de concentrarse en la lectura que le advertía de los riesgos de la operación. Había porcentajes que prefirió no analizar y cerró los ojos. Inspiró con fuerza tratando de evocar el olor salado de un amanecer en la playa. Casi podía oír el aleteo de las gaviotas; la caricia del agua en la arena, las manos cálidas que la despertaban cerca del acantilado. Él llegaba con el recuerdo del mar invariablemente. Abrió los ojos y miró el móvil en la mesita de noche. Le hubiera querido decir que alguien se tenía que ocupar de volver a darle pintura al exterior de la casa. Que hacía poco, quién sabe por qué, se había acercado con la bici y se había quedado mirándola junto a la cerca del jardín. Que el color espejo— así le habían bautizado porque en los días claros era fiel al mar—de las paredes se había caído dejando huecos blancos con dibujos caprichosos y ligeramente tristes.
Recordó la primera vez que se habían amado, a hora de la siesta en el recodo de una cala, empujados por una urgencia casi adolescente. La ensenada estaba oculta entre dos salientes afilados de la costa; la habían encontrado paseando, en su afán por esconderse del mundo entero. Poco después habían regresado de pura melancolía. Nunca se atrevieron a repetirlo y menos cuando comprobaron—ya desde la serenidad—que no estaba tan escondida como parecía aquel día. Sin embargo, en esa ocasión, absortos en el perfil del acantilado, habían descubierto a lo lejos una casa colgada de la montaña que casi desafiaba la ley de gravedad. Tardaron meses en dar con el dueño: un viejo marinero jubilado que vivía en una residencia de ancianos anclada en plena meseta. Aceptó vendérsela sin apenas recordar que había sido su dueño durante más de una década, por una cantidad que seguramente estaba muy por debajo de su valor.

Cuando Magdalena llegó al puerto, ya casi había oscurecido por completo. Quedaban unas manchas alargadas color remolacha en el horizonte, y el viento se había parado definitivamente. Desde los bares llegaba un murmullo animado: una mezcla de música con risas y voces sin dueño. En el ambiente crecía la amalgama de olores veraniegos propios de la noche: colonias recién puestas, pescado frito y aceite estancado de motor de barco. Magdalena recordó que llevaba todo el día sin comer pero sólo le dieron ganas de tomar cerveza. El Speedy quedaba al final del paseo, delante de los puntos de amarre que daban a la pequeña carretera asfaltada entre el mar y la zona de restaurantes y tiendas. Al acercarse a las primeras terrazas con gente, aceleró el paso. Siguió caminando con la mirada puesta en el suelo y avanzó sorteando los norays donde se amontonaban los cabos gruesos de las amarras de los barcos.
Cuando estaba llegando a la caseta de la entrada al puerto, casi de forma imperceptible le pareció escuchar su nombre: “Ma”. Sabía de sobra que esa forma de nombrarla sólo podía tener un dueño.
Desde hacía meses, no había pasado ni una noche hasta el día de la operación en que Magdalena no se hubiera revuelto en la cama sin poder conciliar el sueño, asaltada por aquella voz penetrante que repetía esa versión escueta de su nombre entre susurros una y otra vez. A menudo, cuando dormían juntos, él la nombraba en mitad de la noche y lo sentía buscándole la espalda y agarrándose por detrás a sus pechos. Milagrosamente la persecución de su voz había cesado con el trasplante. Su recuerdo parecía haberse esfumado, lo que le había dejado una ausencia incierta, a medio camino entre la esperanza y la soledad.
La segunda vez le oyó con más claridad: estaba justamente detrás. Casi no podía creerlo, por un momento aflojó el paso, tenía curiosidad ¿sería él realmente? Pero volvió a agachar la cabeza y cruzó la carretera hacia los bares. Pensó que abandonaría pronto esa actitud arriesgada de seguirla en plena calle, llamándola en voz alta; mucha gente le conocía en el Club por ser el dueño de un Oceanis 42 que había ganado cuatro veces consecutivas el Trofeo Federación. Nunca le había resultado fácil pasar desapercibido.
Le separaban unos metros del Speedy y echó una ojeada a la barra de fuera con el afán de encontrar alguna cara conocida para acercarse a saludar, pero a simple vista no vio a nadie.
El local simulaba una cantina mexicana, en el exterior estaba decorado con murales de paisajes estereotipados de desiertos y cardones gigantes. Dentro pasaban música de Juan Perro. Casi a punto de entrar se volvió y lo vio muy cerca de ella levantando la palma de la mano como pidiendo que lo esperase. En esa primera visión le pareció percibir a una mujer detrás de él agarrada a su bolso con una mano y tirando de un niño pequeño para cruzar la calle
No le dio tiempo a abrir la puerta, lo siguiente que escuchó fue “mi amor” seguido del calor de una mano asiéndole por debajo de la axila que le hizo girarse y encontrarse con sus ojos claros, entre sorprendidos y cansados.
Lo encontró cambiado. Tenía la barba a medio crecer y la piel tostada por el sol. La mayoría del tiempo habían vivido su amor en la penumbra del contraluz de la casa. Se encontraban al abrigo de las estrellas y veían los amaneceres desde la cama. Después, él se marchaba hasta el próximo aviso. Llevaba el cabello un poco más largo en la nuca que la última vez que lo vio. Justamente como cuando ella lo disfrutaba hundiéndole los dedos en sus rizos mientras le mordía los labios con la entrega de una primera novia. Ahora, delante de ella, el flequillo le caía sobre la frente dando saltitos a la altura de la nariz por la respiración agitada.
Hasta ese momento Magdalena hubiera pensado que había vencido. Su pulso estaba intacto. El corazón respondía. Bendijo a la doctora Elorriaga por su experimento, y pensó que al día siguiente se despertaría con un hombre en su cama y con ganas de más. Pero justo en ese instante el viento roló. Se levantó una ligera brisa proveniente del oeste. La misma brisa que ellos dos conocían por separado. La misma que había empujado sus velas y los había llevado a navegar en solitario buscando en las olas lo que nunca encontraron en tierra firme hasta que se conocieron. Muchas veces habían hablado de ello: compartir una navegada que les hiciera adentrarse en el mar lo suficiente como para ver la costa desde lejos. Y en la montaña la casa azul, y detrás todo lo demás.
La corriente de aire le trajo su olor. Y en la mínima distancia que los separaba se le vino encima como un ejército de recuerdos.
—¿Dónde has estado? —balbuceó él tirándole un poco del brazo, acercándosela con la mirada quieta en sus labios.
Magdalena advirtió —en un desvío momentáneo de los ojos— que la mujer que había visto sin duda estaba con él y esgrimía algo que parecía una protesta. Pero él no le prestó ninguna atención, y tampoco la soltó a ella. Magdalena le dejó hacer.
—Te he buscado, te lo juro. Te llamé mil veces. —las palabras le salían con tropiezos, como quien improvisa algo.
Por fin ella reaccionó y se soltó bruscamente. “Déjame” alcanzó a decir antes de entrar en el bar y correr a encerrarse en el baño. Permaneció allí bastante rato. Afuera escuchó una voz de mujer mezclada con las de otras personas que se encontraban en el bar y el estribillo de una canción conocida. Sentada en el retrete se tapó la cara con las manos y se concentró en el pulso de sus muñecas, tratando de sosegarlo. Inspiró profundamente por la nariz y sacó el aire por la boca de forma repetida hasta que sintió que la taquicardia cesaba. Se levantó y pegó la oreja a la puerta unos minutos antes de abrirla. Al salir, se dio cuenta de que había estado llorando y vio a lo lejos—sobre los palos de los barcos— una luna creciente.
Se dirigió a la calle. Las mesas de los restaurantes estaban casi vacías, y la música de los pubs había subido de volumen. En el horizonte, donde ya sólo había estrellas, observó el brillo rizado del mar donde el reflejo de la luna dibujaba una estela color de plata. Se acercó al borde del muelle y se sentó sobre un bolardo. Con una mano se tocó el bolso y estuvo tentada de llamar a la cardióloga; decirle que todo había sido en vano. Pero pensó que la historia era demasiado larga para comenzarla a esas horas. Al otro lado de la calle vio un grupo de chicos rubios que caminaban hacia al Speedy y decidió volver a entrar. El viento había vuelto a disiparse dejando una noche quieta y luminosa.

jueves, 12 de marzo de 2009

Vuelos de mariposa...

Aunque tú no lo sepas

De la mano del güey nos llovieron estos versos hechos canción.
"Aunque tú no lo sepas" es un poema de Luis García Montero e inspirado en él Quique González compuso la canción con el mismo título. Aquí la interpreta Enrique Urquijo.


Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos.

Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes,
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

Luis García Montero

domingo, 8 de marzo de 2009

Sandalio, el baquiano.

No le cabía otro nombre en su cuerpo. Era ese y no podía ser otro: se llamaba Sandalio. Vivía en Samaria, un nombre que parecía coincidir con la tranquilidad engañosa del lugar. En los días fríos la cabecera del pueblo, arriba en la montaña, se cubría con un velo tenue de neblina. Todo parecía tranquilo, casi triste: las calles sin asfaltar se retorcían penetrando en la loma del cerro; la gallera para peleas sabatinas estaba vacía de público; la eterna plaza con paisanos que reposaban su vejez sentados frente a la estatua de algún héroe local. Reinaba un silencio de cementerio; irrumpido tal vez por el aleteo perezoso de un gallinazo que dibujaba su vuelo contra el cielo azul intenso, casi puro. La quietud sólo se rompía cuando de las escuelas del pueblo salían impelidos como ganado, los muchachos con camisa blanca y jeans y las muchachas con sus uniformes azules.
A Sandalio lo picó el tábano de la aventura y quería salir de Samaria en busca de un porvenir mejor. O —en caso de no lograrlo— regresar con un puñado de historias en los bolsillos para desatascar la imaginación de sus vecinos. Había llegado a la conclusión de que allí no hacía nada. Se podría decir también que se dejó contagiar por la fiebre de la emigración que estaban padeciendo los habitantes de Samaria, y más allá en todo el país. Muchos pensaban que todo lo mejor sucedía lejos del pueblo y que todo lo bueno estaba fuera de Samaria. Y que si alguien quería seguir viviendo en vida, había que dar el salto. Aunque la verdad, de Sandalio, precisamente de él, nunca nadie hubiera esperado esa sorprendente reacción.
Era un hombre alto, flaco hasta en la cara y con el pelo grueso y negro. Visto de perfil era casi aplastado. Usaba de forma perenne un sombrero vueltiao y una ruana gris de lana, fuera cual fuera el clima de la montaña. Era conocido por todos y todos lo querían; por aquel tiempo remoto en que demostró ser un hombre emprendedor, laborioso y servicial; aunque a veces el óxido del tiempo parecía hacer mella sobre la memoria colectiva y su propio cuerpo, cuando los Samarienses le castigaban con el olvido.
Sandalio vigilaba con atención el puesto de policía, que quedaba frente a la plaza. Preocupado tal vez —habían dicho en ocasiones algunos vecinos en tono de burla— de que estuviera en condiciones óptimas, para que la fuerza pública pudiese cumplir el papel que tenía asignado. Tendía sus manos de forma imperturbable al puesto de salud, del lado este de la plaza, aunque nadie o casi nadie lo utilizara. Pareciera que allí nadie se enfermara de cosas graves: las gripas las curaban con agua de panela caliente con limón; las grandes heridas las taponaban con café molido o con yerbas que mascaban antes de ponerlas como emplastos en la llagas; las heridas más leves, como rasguños, las bañaban con mertiolate que se conseguía en frascos de onzas en la farmacia de don Zacarías.
Sandalio, sin embargo siempre le dio la espalda a los partidos de fútbol que se celebraban a cualquier hora en la cancha. Estaba en un filo, al lado de la escuela, y los chicos se volvían locos para que no tuviera la malla desbaratada y se escapara el balón montaña abajo. Esa era una de las diversiones de los jóvenes de Samaria. La otra era tirarles piedra a los pájaros.
Se marchó sin despedirse de nadie. Convencido de que ninguno de los habitantes del pueblo entendería su ausencia repentina como una forma de recobrar la vida. Todos, los cercanos a él y los que apenas lo miraban hubieran pensado que permanecería en Samaria de por vida. Era lunes y amanecía. Se acomodó el sombrero. Se cubrió los hombros con los picos de la ruana para cobijarse de la brisa helada y escuchó gruñir las articulaciones de sus codos con un silbido metálico como el de un tren en plena arrancada. Él mismo quedó perplejo al ver que las piernas le respondían, las rodillas le crujieron cuando convencido, saltó de la peana sobre la que había sido estatua más de un lustro, y cayó como un yunque contra el piso.
Entonces comenzó su marcha, camino abajo. Empujado o tal vez arrastrado por un espíritu indolente, quizás nunca olvidado, del hombre inquieto que fue. Tenía todo el mundo por delante.
Desde ese día Samaria se quedó sin la estatua en la plaza dedicada a un hombre insigne como cualquier pueblo que se precie. Tras algunos atisbos de discusión después del fenómeno inexplicable, sus habitantes decidieron conservar —a pesar del absurdo— la placa que a los pies del monumento fantasma rezaba:

“A Sandalio Orozco del pueblo de Samaria. Por llevar el nombre de nuestro pueblo a los confines del mundo.”

jueves, 5 de marzo de 2009

De otras plumas...

Ignacio Cisneros Aísa
“Juerguista, manirroto y arrojado…” Así describe Ignacio Cisneros a su bisabuelo, en la síntesis de su libro “Don Pedrito”. También asegura que uno de los principios básicos de su existencia fue “no desperdiciar un solo minuto de esta breve vida”. Pues bueno, será porque la sangre manda, pero creo que ambas cosas también definen de un plumazo a nuestro querido Ignacio. Gran narrador de cuentos taurinos, tiene una prosa fluida y nunca desprovista de ese toque de humor con el que aliña cada cosa que toca, hace, dice o describe. Como una vez le dije en un encuentro Moleskine que marcó el comienzo de una bella amistad, defiende la alegría “como una trinchera”. Después de tanto que ha contado, sigue sosteniendo que no sabe escribir. Aún modesto, deja huella con un libro publicado y otro en proyecto. Además de dos relatos en los libros editados por la Escuela de Escritores de Madrid (“El Panteón” en “El Sueño del Gato”, mayo 2008; “Sidney” en “Arena en los Zapatos”, mayo 2007).
Pasen y disfruten de él. Gracias por el regalito Ignacio.

La Cornada
Tengo miedo, mucho miedo. Estoy cagado de miedo. Este toro me quiere matar. Se lo noto en su mirada. Ahora mismo, mientras me observa con atención, está calculando en qué parte de mi cuerpo me va a clavar esos puñales que tiene por cuernos. Ya en el tercio de capa me he dado cuenta de que es una alimaña, a pesar de ser un ejemplar precioso, cárdeno, de cinco años y más de quinientos kilos; además de propinarme un revolcón tremendo que me ha dejado muy dolorido; atropelló todo lo que encontró a su paso. No entiendo por qué mi apoderado me ha obligado a brindarlo. Me dan ganas de salir huyendo y abandonar esta afición tan arriesgada, pero no puedo hacerlo, ¡yo quiero ser torero! Además, voy a tener un hijo. ¡Qué estúpido soy, padre a los veinte años! ¡Venga, no seas cobarde, vamos allá! Tengo que aprovechar esta oportunidad que me han dado. Que sea lo que Dios quiera, pienso mientras le adelanto la muleta con mi mano izquierda. ¡Je, je! Le grito y se me arranca con violencia, pero clavo los pies en el suelo y le aguanto la primera embestida, descompuesta; dos, tres, cuatro naturales y el de pecho. Se para y me mira sorprendido. Repito la serie otra vez, y una tercera más. Se vuelve a quedar parado y me mira todavía más sorprendido. Seguro que no se explica cómo es posible que yo siga de pie, con esta tranquilidad que aparento, a pesar de sus acometidas terribles. No, si yo tenía razón: soy un apoderado cojonudo. Manuel no quería brindar el toro al público cuando se lo ordené, porque, según él, era ilidiable. Menos mal que me obedeció aunque fuera de mala gana; enfadado, me miró con cara de rencor y me dijo: “Vale, este toro me va a matar, pero usted es un hijoputa”. Bobadas producidas por el miedo, claro que lo entiendo porque este bicho tiene mucho peligro; pero le ha aguantado —tal como le recomendé— las tarascadas que le ha tirado el cornúpeta en las primeras series, y ahora lo tiene completamente dominado. La verdad es que mi apoderado tenía razón; me la he jugado, pero ahora le voy a cortar las orejas. ¡Je, toro, je! Le adelanto la muleta hasta el morro, se me arranca, ya más suave, y tiro de él, lento, lento, muy lento, y le pego un natural muy largo; le doy tres más y luego el de pecho. Así, otras cuatro series, a cual mejor. Las astas del toro me rozan la seda de la taleguilla cada vez que su enorme cabeza pasa pegada a mis muslos. Mi traje de luces, blanco, está manchado de rojo intenso por la sangre que el animal deja sobre él al pasar su cuerpo rozando mi cuerpo. El público está enloquecido, casi sin creer lo que está viendo. Los olés se suceden sin parar. Yo ya no siento nada, ya no estoy en la realidad, estoy en un sueño, estoy en el cielo y las ovaciones del público, en pie, me suenan como un aleluya interpretado por un coro de ángeles. ¡Es la gloria! Bien, este chico puede ser un gran torero, tiene mucha clase y si se deja aconsejar por mí le voy a hacer famoso y millonario. Antes de un año se comprará su primer “Mercedes”. No sé muy bien por qué confié en él desde el principio; tal vez me impresionó su firmeza cuando me aseguraba que quería ser torero; tal vez porque es un muchacho que cae bien enseguida; en fin, qué más da, el caso es que parece que no me he equivocado. Pero, basta ya de dar pases, el toro está totalmente dominado y no tiene más faena. A matar, ahora a matar, le indico con un gesto de mi mano. Mi apoderado quiere que entre a matar; voy a cambiar el estoque simulado por la espada de verdad. Cuando llego al callejón, me dice: “Mira, Manuel, dale unos ayudados por bajo, lo cuadras y te vuelcas encima; tienes las orejas en la mano si aciertas a la primera”. Me voy andando, despacio, hasta el astado; le doy tres ayudados por bajo, lentos, muy lentos, arrastrando la muleta por la arena y se me cuadra. No lo dudo, saco la espada, le apunto al morrilo, le lanzo el pico de la muleta al hocico para provocarle la embestida, se me arranca con fuerza, doy un salto y caigo sobre su lomo y le hundo el estoque en las agujas hasta la empuñadura. Lo he matado, lo he conseguido, pero yo también he caído al suelo. Siento un dolor intenso. El toro me ha clavado el cuerno en el muslo y he notado cómo me rasgaba la carne y ascendía hasta penetrarme en el abdomen. La sangre me sale a borbotones; cada latido de mi corazón se convierte en un surtidor de sangre que brota de mi muslo a presión. La gente grita aterrorizada y mis compañeros vienen y me cogen para llevarme a la enfermería. Mi mozo de espadas ve que el toro me ha partido la femoral y con una cinta me hace un torniquete en el muslo y también mete en el agujero de la herida su puño con un pañuelo con el que presiona fuerte para contener la hemorragia. Llegamos a la enfermería. Ya me esperan los médicos alrededor de la camilla de operaciones. Me cortan la taleguilla con unas tijeras y queda la herida al descubierto. Viene mi peón de confianza y me trae las dos orejas que me ha concedido el presidente. Le sonrío. Me ponen una inyección y enseguida me invade un sopor y me duermo. ¡Vaya herida, puede ser mortal! Vamos a hacerle una transfusión, piensa el cirujano jefe, ha perdido mucha sangre. Mal aspecto tiene la cornada, pero le salvaremos. Vamos allá.
¡Qué mala suerte!, con lo bien que ha toreado y matado al toro Manuel, pero estas cosas ocurren en este oficio. El chico me ha obedecido y ha triunfado. Ahora veremos cómo reacciona cuando se cure. Los toreros no siempre superan síquicamente estas cornadas tan grandes. En fin, ya veremos. Si lo supera y no coge miedo, le haré un triunfador.
Despierto con la visión borrosa; me duele mucho la pierna y también el vientre. ¿Qué me ha pasado? ¡Ah, ya recuerdo! Me ha herido el toro. Pero estoy vivo, noto que alguien tiene mi mano agarrada: es María que está sentada al lado de mi cama. Gracias, Dios mío, ya despierta, por favor que se salve. Le quiero tanto, y además nuestro hijo necesitará a su padre aunque no sea rico ni famoso; es tan guapo y tan bueno…, le quiero tanto…Ya saldremos adelante. Claro que Manuel tenía tanta ilusión por ser figura del toreo…Yo no quería, pero él se empeñó; llevaba ya tres años entrenándose, acudiendo a capeas en las fiestas de los pueblos hasta que se vistió de luces por primera vez en una novillada sin picadores; quedó bien y le dieron más oportunidades. Un día su apoderado actual lo vio torear y decidió hacerse cargo de su carrera. Hoy ha tomado la alternativa y casi le mata el toro. El médico de la plaza me ha dicho que se ha salvado de milagro, que la operación ha sido muy complicada, que ha perdido mucha sangre, pero que cree que se repondrá sin problemas. Que se salve, y después Dios nos ayudará. Ella está aquí conmigo, y mi hijo dentro de su vientre. Cuando entré herido en la enfermería creí que iba a morir, que no los volvería a ver. La fama y el dinero son muy golosos, pero creo que será mejor que deje esto de los toros; prefiero ser un padre anónimo, pero vivo, que un padre famoso, pero muerto.