lunes, 17 de mayo de 2010

Zárate

Relato modificado del original "Zárate", publicado en el II Libro de la Escuela de Escritores de Madrid, "Tusitala".

El día que a Mauricio se le ocurrió viajar a Zárate amaneció lleno de nubes. Cuando me desperté supuse que la madrugada había llegado con una tregua frente al calor sofocante de los últimos días, ya que durante la noche alguien había cerrado la ventana del dormitorio, y las nubes negras que asomaban tras el cristal, cargadas de lluvia, no eran habituales en el verano porteño. La casa estaba en silencio, tan sólo percibí la respiración profunda de un bebé que me llenó de calma. A mi lado las sábanas arrugadas delataban la ausencia de mi compañero. Me asomé a los pies de la cama donde habíamos colocado la cuna de Mateo y lo vi durmiendo boca arriba con los brazos y las piernas trazando la silueta de un espadachín diminuto y tierno. Sonreí y pensé que las cosas, después de todo, no andaban tan mal. Me levanté y arrastré los pies hasta el humilde cuarto de aseo.
—Nos vamos a ver a mi padre.
Encontré a Mauricio con la cara llena de entusiasmo y de espuma de afeitar en el espejo. Me restregué los ojos y le empujé suavemente con la cadera haciéndome un sitio delante del lavabo, a la vez que giraba el grifo del agua fría para aumentar el caudal de la canilla. Él comenzó un gesto de protesta alzando las cejas, pero acabó siendo una sonrisa llena de malicia. Sentí su vientre que se apretaba contra mí.
—¿EL enano duerme?—me dijo a modo de propuesta.
Imaginé que habría tomado la decisión la noche antes, cuando se quedó hasta tarde conversando con su madre y Ana Julia después de la cena, pero no le pregunté nada. Yo había optado por retirarme a contarles un cuento a los niños y respetar esa intimidad que parece ligada a la sangre.
Hacía más de diez años que Mauricio había emigrado a Madrid-entre nosotros llamábamos a las cosas por su nombre- y cinco que vivíamos juntos. En ese tiempo yo apenas le había escuchado hablar dos o tres veces con su padre por teléfono, una de ellas cuando le habían operado de una hernia que lo había tenido en cama durante meses. Nunca se habían vuelto a ver.
Como en nuestras anteriores visitas a Buenos Aires, los días transcurrían en un clima perfecto. El hijo pródigo volvía, dejando claro que las oportunidades las brindaba Europa, las cosas nos iban muy bien y ni hablar de volver a la Argentina. Por el lado de ellas todo eran cariños, y orgullo por el hombre de la casa, conversaciones almibaradas sobre las virtudes de un hombre que se había educado en el liceo militar, en ausencia absoluta del padre, sólo ensombrecidas de vez en cuando por alguna puteada contra el gobierno, la inflación, y las dificultades para vivir dignamente en un país por momentos anacrónico. Yo, por lo general me autoexcluía de esas charlas, demasiado adulteradas por la irrealidad y el consenso familiar. La llegada de Pablo, el marido de Ana Julia, y los sobrinos de Mauricio suponía un soplo de aire nuevo en esas reuniones de sobremesa. Con el nacimiento de Mateo, las vacaciones transcurrían entorno a los chicos. Nos metíamos los ocho en la camioneta de Pablo, con carritos incluidos, quebrantando todas las leyes de tráfico y del sentido común —como sólo podían concebirse las cosas allá— y viajábamos hasta Pilar, donde alquilaban por temporadas un country, y disfrutábamos de un asado preparado con el cuidado y la calma de los ascetas.
El triángulo Mauricio-mamá-Ana Julia jamás se rompía. Los demás girábamos alrededor como electrones desordenados, necesarios pero intercambiables, como si nunca hubiera existido un cuarto vértice, ahora imposible, que hiciese la figura inicialmente otra; una más cabal, menos perfecta pero más humana: Rubén. Mauricio hablaba poco de él, pero su mamá había ido filtrando la historia a lo largo de los años. Era un cuento conocido. Un padre arrastrado por la desocupación, por la falta de esperanza en el medio rural de un país ambiguo, que se había desentendido de sus hijos, tal vez traídos al mundo siendo demasiado jóvenes los dos. Alguien inconstante en el trabajo, siempre tentado por el dinero fácil. Y luego todo se había ido pudriendo, como una raíz húmeda, hasta la separación. Después la mamá de Mauricio había regresado a Buenos Aires con los chicos, alejándose por fin de un sur que jamás pudo comprender. Yo nunca había acertado a adivinar dónde escondía cada uno de los tres su dolor, aparentemente invisible, porque parecía que después de todo y en la actualidad la relación con Rubén era, aunque escasa, cordial.
Mauricio hacía rato que había terminado de afeitarse, pero seguíamos frente al espejo, entonces escuchamos lloriquear a Mateo y yo me apresuré a colocarme el pijama que con tanto placer me había dejado quitar. Lo saqué de la cuna y me dirigí a la cocina. Para mi sorpresa ya todos estaban despiertos. Ana Julia, junto al fogón, calentaba agua para el mate. Recostada sobre la encimera, inspiraba con deleite el humo de su cigarro, echando bocanadas en dirección a una ventana amplia que se abría sobre la repisa de mármol veteado, como queriendo mantener el aire de la sala sin contaminar. Era una mujer bella. No se parecía físicamente a su hermano ni a su madre (ambos con unas facciones muy italianas), parecía de otra rama genética, más aindiada, una que yo desconocía. Su madre estaba sentada en la mesa larga de la cocina. Me saludó cariñosamente y me ofreció medias lunas de grasa de una bandeja enorme que reinaba sobre un mantel de colores andinos. Me contó que Pablo había salido con los chicos a comprar el diario.
—Sentáte querida.
Por fin pude comprender mejor la decisión inesperada de Mauricio. Era el cumpleaños de Rubén y quería presentarse en su casa de Zárate sin avisar. Caerle de sorpresa con el nieto en brazos; su tercer nieto. Él era de esas cosas: ilusionarse con facilidad, rumiar la escena con su corazón de niño, pensar y sentir sólo lo bueno que podía suceder. Luego no había forma de convencerle de lo contrario. Veía con demasiada facilidad el éxito, aunque la idea fuera descabellada. Su madre respetaba la decisión, con aparente prudencia, por miedo a contrariar a Ana Julia, cuyo carácter era capaz de arruinar cualquier ilusión de Mauricio, pero sin esfuerzo dejaba escapar ese gesto tan suyo de satisfacción, imaginándose también el reencuentro. Ana Julia permanecía en silencio, pensativa, tal vez molesta. De pronto, apagó el cigarro en el lavadero y se puso a hablar sobre los planes que habían hecho para ese día, y qué absurdamente los iban a romper por hacer algo que a todas luces iba a terminar en desastre. Hasta que su madre, al sentir los pasos de Mauricio, acercándose por el pasillo, golpeó la mesa para hacerla callar.
Decidimos dejar a Mateo en Buenos Aires. Pablo nos prestó el coche y salimos de la ciudad. Enfilamos la nueve de julio y observé que las nubes seguían amontonándose en el techo del cielo, y aunque seguía siendo temprano, el bochorno ya se sentía en el interior del vehículo, Mi opinión respecto a aquél viaje era inválida. Había aprendido a capear las ocurrencias sin fundamento de Mauricio, como un defecto tolerable, incluso cuando las consecuencias nos traían serios problemas. Si trataba de convencerle de lo contrario, argumentando ejemplos en los que el resultado había sido estrepitoso, me acariciaba la cara con las dos manos y me pedía que lo ayudase, que no lo dejase sólo, como si fuera un niño pequeño a la puerta de la escuela. Sin embargo, en esa ocasión, celebré en silencio que hubiera decidido visitar a su padre. Al fin y al cabo era su padre. A medida que íbamos dejando atrás las altas torres afiladas, el emblemático obelisco, el silencio se hizo fuerte entre nosotros. Lo último que me dijo Mauricio antes de llegar a Zárate me recordó que lo amaba con una locura incondicional.
-¿Terminamos luego lo de antes?
-Pero…
En ese momento, algo confundida por la pregunta, entendí que íbamos a un lugar sin un plan establecido. ¿Nos quedaríamos a dormir? ¿Estaría él en su casa? ¿Qué pasaría cuando su otra familia nos viese llegar?
Llegamos a la ruta 9 que se abría hacia el noroeste del país, y se perdía en Rosario. Mauricio conducía pensativo, y yo también trataba de imaginarme el encuentro. Llegaríamos a la hora de la cena, tal vez estuvieran festejando con los amigos, con la abuela, con el hermano, con los hermanastros de Mauricio y Ana Julia y la segunda esposa de Rubén. Cuando la carretera comenzaba a discurrir paralela al río Paraná apareció sobre nuestras cabezas un cartel verde con letras blancas que indicaban la salida de Zárate. Durante varios minutos, quizá media hora, estuvimos deambulando por lo que supuse era un barrio o las afueras de la ciudad. Calles desordenadas sin asfaltar, salpicadas con charcos de agua sucia, merodeados por nubes de mosquitos. Las casas bajas se sucedían con ese corte tan colonial, que en los barrios clásicos de Buenos Aires rozaba la coquetería, pero que aquí evidenciaba más bien un cierto abandono. Algunos niños jugaban en la calle con los pies descalzos. Me alegré de no haber traído a Mateo. Sentí que hubiera sido un compromiso demasiado grande para Rubén, recibir a su hijo y a su nieto al mismo tiempo. El influjo del río se hacía presente por la humedad pegajosa que comenzaba a hacernos transpirar.
Justo cuando empezaba a pensar que estábamos perdidos, Mauricio rompió el silencio para explicarme que sabía el camino de memoria. Que había vivido allí hasta los ocho años, y que no recodaba haber llegado a aquella casa de otro modo distinto que caminando. Pero que igualmente no tenía ninguna duda de cómo llegar. Me hubiera gustado que me contase más de aquella casa que fue de su abuela (ahora ella vivía unas calles más allá, me aclaró también), Hubiera querido fijarme en los números y compartir eso con él, pero su forma de hablar se imponía como un monólogo o un pensamiento en voz alta. Un día —me dijo acariciándome la pierna— tras dos días sin aparecer por la casa, su viejo se había presentado con la idea de llevarlos a vivir al sur, en la provincia de Santa Cruz, donde le habían prometido buen trabajo en la Swift.
Sentí que Mauricio aminoraba la marcha al tiempo que agachaba la cabeza tratando de localizar los números de las puertas, o tal vez estimaba el tiempo que faltaría para que se largase a llover. De pronto frenó en seco. Se había detenido frente a una casa de un sólo piso similar a todas las de esa calle. Tenía una puerta alta y acristalada con ventanas pequeñas a los lados, que permanecían con la persiana baja. Así pues, desde el coche no se percibía movimiento alguno en el interior de la vivienda. Alrededor había un pequeño patio cercado por un enrejado negro, donde crecían a su libre albedrío plantas rastreras que pujaban por tapar las baldosas desgastadas que hacían las veces de un camino. A la derecha el jardín se hacía más ancho para dar cabida a un duraznero oloroso de cuya rama principal colgaba algo parecido a un columpio. La puerta del enrejado también estaba cerrada. Me llamó la atención el hecho de que sobre el tirador de la cancela exterior había enroscado un pequeño ramo de rosas blancas. Mauricio apagó el motor y respiró hondo antes de abrir la puerta. Sin bajar del coche tocó la bocina de forma repetida. Luego se hizo el silencio. Por unos instantes pensé que quizás no era esa la casa, o que habían salido a comer fuera. Mauricio se bajó sin decirme nada y atravesó la primera puerta. Avanzó hacia la casa, y se detuvo unos instantes, como si hubiera olvidado algo. Entonces un trueno sacudió el cielo, y lo vi estremecerse. Luego siguió caminando hasta la puerta de la casa y se quedó esperando. No llamó al timbre ni golpeó. Sólo volvió la cabeza hacia mí, que ya estaba fuera del coche y le hacía señas para que llamase al timbre. Pero no lo hizo. Así estuvimos unos minutos. Callados. Sin hacer nada. Escuchando el barruntar de la lluvia. Por fin vi una sombra que se acercaba desde el fondo del pasillo al otro lado de los cristales. Abrió y se quedó mirando muy fijamente a Mauricio, como si le costase reconocerle. Era un hombre con el pelo blanco que sin distinguirlo con claridad me resultó familiar. Sin intercambiar palabra se abrazó a Mauricio y me pareció que sollozaba. Luego se volvió hacia el pasillo y comenzó a gritar.
—Rubén, boludo, es el chico, el pibe.
Mauricio me volvió a buscar con la mirada y me hizo un gesto para que fuese con él, pero no me moví. Lo vi asomarse por encima del hombre al que acababa de abrazar, ponerse de puntillas, volver a buscarme. Rompió a llover.
Al rato un hombre que arrastraba una marcada cojera apareció también por el pasillo, seguido de tres o cuatro bultos más que no distinguí desde la calle. Con un hilo de voz le escuché decir:
—Hola hijo.
En ese primer instante me pareció un ser débil, como una figurita de papel a punto de llevársela el viento. Tenía el semblante serio, casi cansado. No encontré en su expresión, ningún parecido con Mauricio, sin embargo reconocí en sus ojos afilados la mirada de Ana Julia. Mauricio sonreía. Se reía con esa risa suya generosa, desmedida por la alegría. Se decían cosas, monosílabos. Se miraban de arriba a abajo. Ahí me di cuenta de que la lluvia era torrencial porque tenía los zapatos llenos de agua. Corrí, atravesando el jardín hasta la puerta de la casa. En la fachada me pareció ver una cucaracha que trepaba asustada por el agua.
Entonces, al llegar al lado de Mauricio y tomarle la mano, al mirar a su padre a los ojos, comprendí que algo había sucedido. Un pequeño cambio, casi imperceptible para un observador externo pero que trasmutó a los dos protagonistas en otros, y que tal vez cambió el curso de los acontecimientos esa noche. Fue un instante en el que el silencio pudo con todo, incluso con la fuerza de la lluvia y el zumbido de los mosquitos. Incluso con el golpeteo del corazón de Mauricio que yo sentía en la palma de su mano. El hijo aflojó la sonrisa. Su papá le palmeó la espalda y comenzó a hablar con una fuerza nueva, como si hubiera rejuvenecido veinte años. Ahora el que se reía era él y pasó su brazo sobre los hombros de Mauricio.
—Qué lindo que vinieron justo el día de mi cumpleaños. ¿Te acordaste? Qué lindo. Están todos: la abuela, los chicos, mi mujer. Se van a alegrar. Justo estábamos…¿Y ella? Ah, tu mujer. ¿Te casaste? No me invitaste mirá. Un gusto linda. ¿Te acordaste de traerme las moneditas? ¿Qué son allá, pesetas?
Los vi adentrarse delante de mí en el contraluz del pasillo mientras el hombre que salió a abrir, sonriente, me sujetaba la puerta para que pasara. Tras nosotros las sombras del final del día comenzaron a extenderse por el barrio como los tentáculos de un pulpo.

jueves, 13 de mayo de 2010

Atlético de Madrid campeones de Europa


Atlético de Madrid
¡Campeones, campeones, campeones!

Qué manera de sufrir, qué manera de ganar...

Letra de Joaquín Sabina