domingo, 21 de febrero de 2010

Ausencias

A modo de conjuro:
Que el azar me lleve hasta tu orilla,
ola o viento, que tome tu rumbo,
que hasta ti llegue y te venza mi ternura.
Darío Jaramillo Agudelo

Tengo la casa llena de ausencias. Te fuiste un domingo y las dejaste todas esparcidas al salir por la puerta. Yo te seguí. Detrás de ti iba sumisa, despierta pero dormida, soñando que era un sueño, que no te ibas. Borracha de ti, de dos días de ti, siguiendo la estela de tus besos. Te hubiera seguido hasta el último confín del mundo. Lo sabías ¿verdad?
Pero nada se movió de su lugar, sólo tú y ese maldito avión sobrevolando el pueblo. Como los mirlos de las mañanas, que me acompañan cuando voy camino del trabajo y se posan ordenaditos en el cartel grande de la carretera. Y los miro todos iguales, negros como el oeste y me traen una certeza: la de mi vida. Mi vida sin ti. De lunes a domingo sin ti. Del uno al veintiocho sin ti.
Luego volví a casa y me las encontré a todas, a todas tus ausencias esperándome. Casi pidiéndome explicaciones. ¿Por qué no te las llevaste? Ahora no sé bien qué hacer con ellas. Se pelean para llamar mi atención. ¡Qué tontas! Como si no las viera una por una, desfilando ante mi nostalgia, asistiendo a mi tristeza. Lo que pasa es que no sé qué hacer con ellas. Y me vienen a la mente los versos del poeta: las podría ordenar por colores, por tamaños…No encuentro tus pies desnudos debajo de la mesa cuando me siento a comer. No estás en mi ir y venir del salón a la cocina. Mis caderas no se tropiezan con tus manos en el pasillo ni en las escaleras. No está tu sonrisa en el espejo cuando me ducho, detrás de las gotas de agua de la mampara. No me dejo amar con los ojos cerrados, para luego abrirlos y encontrarme con los tuyos, diciéndome que me amas hasta nuestro palo de mango. No te escucho abajo cuando estoy arriba. No está tu voz en las esquinas. El velador está vacío de libros, tuyos, o míos, o tuyos para mí, o míos para ti. En el suelo no hay más que suelo. Nada de ropa enredada, confundida, que no encuentro. Me falta tu olor en las sábanas, no está tu pecho en mi cara.
Tengo, amor, la casa llena de ausencias. Tal vez lo prefiera así. Sí, mejor que las dejases. Quizás las consiga ordenar, acostumbrarme a ellas. Tal vez acabe por necesitarlas. Me arrepiento de haberlas llamado tontas. Es posible que me hagan sentir menos sola, que me acompañen. Puedo cuidarlas con la devoción con que te cuidaría a ti.
Al fin y al cabo son tuyas, y es lo único tuyo que tengo.

viernes, 12 de febrero de 2010

De otras plumas...

El Negro Fontanarrosa
Aunque gran parte de la obra que dejó Roberto Fontanarrosa está plasmada en dibujos, yo siento que he encontrado entre sus cuentos claras pinceladas de un escritor de talento. Él decía que le importaba poco que se le reconociera más como un humorista gráfico que como un verdadero escritor. A mí me gusta imaginármelo en ese bar “El Cairo”, donde dicen que se sentaba a lo que él mismo titularía de forma literaria “la mesa de los galanes” a escribir y a conversar con los amigos: fuente de muchas historias. Me hace pensar en Cortázar acodado en la esquinita de un bistró de Paris mirando por la ventana y dejando fluir las palabras hasta su pluma prolífica. Y es que eso de sentarse a escribir en el rincón de un café con vidrieras que dan a calles por las que nunca dejan de pasar hombres y mujeres con semblantes y prisas y frío y maletines, siempre ha dado buen fruto. Habrá que dejarse llevar.

Ulpidio Vega
Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vegas, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico.
Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "sólo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!", se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.