martes, 6 de diciembre de 2011

Septiembre también existe

La carretera es una autovía que sale de la capital como otra cualquiera. Dos carriles a cada lado que serpentean entre polígonos industriales y centros de ocio; altos edificios acristalados de oficinas, aviones que ensombrecen el cielo cuando se cruzan con el sol. Al cabo de un rato, después de que Luis y yo especulemos sobre las alternativas para llegar, bajo el mismo puente que recordaba a la altura de Alcolea del Pinar, aparece la indicación: Teruel. Las letras como si las acabaran de añadir, como puestas con prisa por alguien que las hubiera olvidado en el último momento. Desde ahí el paisaje cambia. Se vuelve uno solo: campo de trigo que amarillea con la luz intensa de la mañana. La ruta es una recta que no parece llevar a ningún lado. No hay horizonte; sólo la vena azulada por la que transita el coche y que corta la paz del llano. Incomprensiblemente guardamos silencio. Luis y yo no hemos parado de hablar desde que le recogí en la estación, sobre los amigos que volveremos a encontrar en la reunión de antiguos alumnos del colegio. Hace veinte años que no nos vemos. A mi lado, mi compañero escucha. Sonríe y no habla. Tal vez imagina otros chicos ahora agostados, esos con los que de niño jugaría junto a un guadual, y le arrebatarían mangos a un árbol bajo la mirada atenta del sol del trópico. Martín, mi hijo, no para de preguntar. Quiere saber por qué nos juntamos, para qué sirve verse después de tanto tiempo. Quiere acordarse de cuando estuvo en Teruel por última vez, pero le cuesta. Han pasado cuatro años de los ocho que tiene. Tras el desvío todos callamos. El motor del coche es un somnífero agradable que nos permite seguir imaginando todo.
Pasado un tiempo que no puedo determinar Martín me llama en un grito: ¡mira mamá, en el cielo! Una sombra alargada avanza sobre nosotros. Me agacho tratando de no perder la atención en la carretera y las veo: un gran número de cigüeñas vuelan en bandada con idéntico rumbo que nosotros. Agitan sus alas a cámara lenta y son tan numerosas que es difícil de creer. Todos las miramos pero ninguno se atreve a nombrarlas. Sus largas patas acostadas en el viento, los cuellos estirados como queriendo mostrar algo: hablan por sí solas. Martín se queda esperando una explicación. Yo le hubiera dicho que esos pájaros, volando así, inesperadamente juntos, acompañándonos en nuestro silencio, deben de traer algo. Pero no sé cómo empezar a hablar. Sobre todo cuando un recuerdo me ha llegado de pronto y siento esa congoja. Casi no lo recordaba, pero es Teruel a dónde vamos, el Teruel de hace veinte años, el Teruel del colegio, de cuando niños. Y quiero nombrarlo, a Cantín, pero casi no lo recuerdo, necesito ensayarlo en voz alta. Entre Luis y yo hemos hecho un recorrido por todos los nombres que hemos sido capaces de recordar: Maripi, Gema, Dani, Patricia, Bernardo, Leo, Gonzalo, Maite, Toya…hemos especulado sobre quién nos encontraremos en las escaleras de atrás del colegio, donde nos hemos citado para hacernos una foto. La misma que año tras año nos hacían al acabar el curso. Luis López, Sergio Monforte, Valenciano…Pero yo no encuentro la forma de nombrarle a él. Que ya no está, como no está Cerdá y Luis sí ha sido capaz de dedicarle unos minutos de su memoria.
Después, como una letanía, van llegando esos pueblos: Maranchón, el de las calles heladas; Molina de Aragón con la muralla que atraviesa el monte desde la lejanía, Monreal del campo: con mis padres solíamos parar a cenar cuando volvíamos los domingos de Madrid en El Botero. En el sótano había una discoteca a la que acudían los jóvenes de los alrededores, incluidos los de Teruel, y sobre los que mi padre solía decir que venían a emborracharse y buscar chicas que luego se llevaban a las habitaciones del Hostal que se erigía sobre el salón comedor donde cenábamos, y los hombres solos en las mesas miraban concentrados la televisión, el resumen de Estudio Estadio. Yo, hasta donde me alcanzaba mi necesidad de niña, me imaginaba el amor como algo mucho más dulce y sosegado que las discotecas y hombres descendidos de camiones.
Ese último tramo hasta Teruel en aquel entonces era muy tedioso. Con mucha circulación y adelantamientos eternos. Ahora la nacional que llegaba desde Zaragoza ha sido transformada en una autovía como otra cualquiera que ha entrado en la provincia de Teruel para traer la civilización y la igualdad con el resto de España.
¿Cuánto falta? Poco, le digo a mi hijo. Y otra vez estamos hablando.
Ahora que vuelvo, después de algún tiempo, siento que la nostalgia va más allá de los meros recuerdos. Es como enfrentar a la niña que fui con la mujer que soy. Las responsabilidades de ahora con las limpias ilusiones de entonces. Las prisas, los atascos, la vida bulliciosa de la ciudad en la que vivo, con las noches vacías de domingo del Teruel aquél, envejeciendo en la fuente Torán y en la Glorieta habitada apenas por las palomas.
Luis habla como si no hubiera pasado el tiempo. Le brillan los ojos cada vez que se acuerda de algo nuevo. El hermano Gregorio. Las convivencias de Segorbe. Una mesa larga simulando la última cena. No somos ni de lejos los mismos. El es funcionario de prisiones en Lanzarote y yo farmacéutica en Madrid. Pero en esas convivencias estábamos todos. Y ¿cuántos años teníamos? ¿Trece? A Cantín ya le había pasado aquella fatalidad, y yo vagamente recuerdo haber intentado escribir sobre aquello. Lo que pasa es que uno nunca sabe bien si ese pantano de los recuerdos que es la niñez abraza también lo nunca sucedido, lo sólo imaginado y tal vez deseado. Lo que pasó y lo que no, parece sólo niebla, como la niebla de Unamuno. Pero prefiero no tratar de aclarar nada. Espero por si Luis se acuerda de él.
En la carretera es la recta final. Llegan más pueblos, muy cerca ya de Teruel: Villarquemado, Cella…y le pregunto a Luis si él estuvo en excursiones como la del Monasterio de Piedra, o la de Ojos Negros esperando una explosión que nunca llegaba en una mina que ya no existe. O la del matadero. Yo me acuerdo de los trenes le digo, de los trenes llenos de carbón y nunca de pasajeros, cuando iba a la Moratilla. De coger moras con Maripi y Gema y Patricia junto al río, que siempre llevaba aguas marrones. Del olor de los plataneros con las ramas muy juntas que daban fresquito en verano. Del sabor de la Mirinda y las bolsas de papas, porque eran papas y no patatas como en Madrid, como las pipas eran La Cumbre y nunca más las volví a ver en la capital. Eso era cuando todavía mis veranos no eran de mar, sólo eran de Teruel.
Ya enfilamos la recta con los cruces del polígono industrial que está a las afueras de la ciudad. El restaurante El Milagro donde se celebraban las comuniones. ¿Y la confirmación? En la confirmación también estábamos todos. La hicimos en San José, en la iglesia nueva. Con Don Pío. Don Pío que venía a cenar un par de veces al año a mi casa y después se quedaba jugando a las cartas con mis padres y llenaba la casa con sus risotadas. Y ahora, que me quedan tan a desmano las iglesias, ahora que mi hijo ni siquiera va a hacer la comunión, hasta eso lo recuerdo con cariño. Después de la confirmación a algunos nos quedaba poco para marcharnos. Para separarnos. Como a Luis, como a Guillermo Larraz, como a Mayka, la sevillana, como a mí. Como a nosotros que nuestros padres no eran de Teruel, pero la casualidad nos había llevado a aquel mismo rincón frío y cálido a la vez.
Mi hijo, mi amor, Luis y yo, todos atentos porque en el horizonte ya se ven algunas torres más altas que anuncian que hemos llegado. En seguida tratamos de explicar Luis y yo las torres mudéjares: su número, su nombre, su historia. Pero no nos podemos de acuerdo. También se ve el seminario, algo de la catedral. Nos desviamos por la primera entrada y dejamos el parador a la izquierda. Martín me pregunta ¿y qué vamos a hacer nosotros mientras vosotros vais a comer mamá? Qué aburrimiento. Pero yo confío en la curiosidad de mi querido amor, que quiere ver ese torico del que yo le he hablado, y que sin saberlo los turolenses, trasciende fronteras; los amantes que yo le he recitado “por vos viví, por vos muero”. Y no paramos en ningún sitio porque vamos con la hora justa. Directos al colegio. Y aunque queremos hablar, Luis y yo otra vez callamos. Subimos por la Cuesta de San Francisco y aparece un Óvalo muy cambiado. Para mí no tanto porque hasta hace pocos años he seguido viniendo, pero Luis no entiende nada. Para poder llegar al viaducto nuevo (que Luis tampoco conoce), tenemos que subir obligatoriamente por la calle Joaquín Arnau, girar bajo la escalinata y llegar al colegio de médicos, donde está la entrada del parking de la Plaza de San Juan. Un parking dice Luis. No sabía. Sí que ha crecido Teruel. Pero no ha crecido. Hemos crecido nosotros, y aún así queremos volver a vernos. Cruzamos el viaducto nuevo y Luis le cuenta a Martín la vieja leyenda de la mujer que se tiró del puente antiguo y la diferencia que hay entre un viaducto y un acueducto. Y la visión de La Salle se hace fuerte desde allí arriba y aminoro el paso y nos volvemos a callar. Las mismas montañas arcillosas rodeando el colegio. Salimos a la avenida de Sagunto y yo me acuerdo de donde vivía Bernardo y se lo digo a Luis, y él me recuerda dónde vivía él, un poco más arriba de la tienda donde comprábamos chuches y flases en verano antes de entrar a clase por la tarde. Casi, casi, frente a la entrada del colegio y yo le digo si no sería vecino él de Maria José Colmenero. La hija del dueño del taller de al lado. Cerca del edificio donde vivían Mayte y Elena. Y al nombrarla me sorprendo yo misma de acordarme de su nombre, como me sorprendo al recordar cualquier otra cosa desde que salí de Madrid. Como si todas y cada una de las cosas que nombro en mi relato hubieran estado dormidas más de 20 años.
Por fin encaramos la cuesta que sube a La Salle. Entonces detengo el coche. Martín protesta. Quiero mirar bien esa cuesta. Esas escaleras. Y sucede. Sucede que todo me parece muy pequeño. Muy cortita la cuesta. Demasiado cortita para lo larga que se le hacía a mi madre cuando la tenía que subir en primera tirando del aire para que no se le calara el Ford fiesta en el que nos llevaba las mañanas heladas de invierno. Me parecen cortitas las escaleras que se me hacían eternas de subir y gloriosas de bajar cuando iba y venía caminando al colegio. Y me da brinquitos el corazón, como cuando uno sabe que algo bueno va a suceder inevitablemente, como esperar un beso con trece años en la umbría de un portal. Subimos. ¡Subamos, subamos! me dicen, me exigen. Sí, va, ya subimos. Y al ir llegando e ir viendo poco a poco aparecer las escaleras, el lugar del encuentro, los vemos a ellos, desordenados, saludándose, riéndose, sorprendidos, confundidos, desconocidos: nuestros amigos. Los niños que fuimos todos nosotros.
Luis y yo nos bajamos corriendo del coche, buscamos en cada cara un nombre, un abrazo, un recuerdo. Mi amor nos observa, cómplice de mi alegría. Martín es el único que se ha quedado en el coche. Con la frente apoyada en el cristal es el único que embobado se queda mirando las cigüeñas que han llegado con nosotros sin saberlo. Vuelan, y con su vuelo dibujan una flecha en el cielo. Ordenaditas, castellanas, aragonesas, quieren decirnos algo, quieren traernos algo.Tal vez un septiembre distinto, que como Teruel, también existe.

jueves, 13 de enero de 2011

Vuelos de mariposa...

Como la cigarra

Ayer murió Maria Elena Walsh. La conocí porque alguien me acercó su música cuando de bebé mi hijo me reclamaba canciones para dormir. Me conmovía a mí misma susurrándole cuentos tiernos, como El adivinador y La vaca estudiosa a ritmo de carnavalito o de vidala. Después, de pura curiosidad, descubrí que era una suerte de poetisa- juglar. Y que además de escribir poesía y componer canciones infantiles, publicó un buen número de novelas. Al otro lado del mundo, hoy la colman de homenajes. Aquí tal vez la demos a conocer tímidamente a través de una hermosa canción cantada por muchos. Todavía hoy, cuando muy de vez en cuando, mi hijo de nueve años me pide que le cante algo para dormir, me sorprendo habiendo olvidado todo lo de mi infancia. Y él ya no espera La tarara, sino el Jacarandá.


Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí
resucitando.
Gracias doy a la desgracia
y a la mano con puñal
porque me mató tan mal,
y seguí cantando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra,
igual que sobreviviente
que vuelve de la guerra.

Tantas veces me borraron,
tantas desaparecí,
a mi propio entierro fui
sola y llorando.
Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la única vez,
y volví cantando.

Tantas veces te mataron,
tantas resucitarás,
tantas noches pasarás
desesperando.
A la hora del naufragio
y la de la oscuridad
alguien te rescatará
para ir cantando.

Como la cigarra, 1972

Letra María Elena Walsh, cantan Renato Teixeira y León Gieco