jueves, 5 de marzo de 2009

De otras plumas...

Ignacio Cisneros Aísa
“Juerguista, manirroto y arrojado…” Así describe Ignacio Cisneros a su bisabuelo, en la síntesis de su libro “Don Pedrito”. También asegura que uno de los principios básicos de su existencia fue “no desperdiciar un solo minuto de esta breve vida”. Pues bueno, será porque la sangre manda, pero creo que ambas cosas también definen de un plumazo a nuestro querido Ignacio. Gran narrador de cuentos taurinos, tiene una prosa fluida y nunca desprovista de ese toque de humor con el que aliña cada cosa que toca, hace, dice o describe. Como una vez le dije en un encuentro Moleskine que marcó el comienzo de una bella amistad, defiende la alegría “como una trinchera”. Después de tanto que ha contado, sigue sosteniendo que no sabe escribir. Aún modesto, deja huella con un libro publicado y otro en proyecto. Además de dos relatos en los libros editados por la Escuela de Escritores de Madrid (“El Panteón” en “El Sueño del Gato”, mayo 2008; “Sidney” en “Arena en los Zapatos”, mayo 2007).
Pasen y disfruten de él. Gracias por el regalito Ignacio.

La Cornada
Tengo miedo, mucho miedo. Estoy cagado de miedo. Este toro me quiere matar. Se lo noto en su mirada. Ahora mismo, mientras me observa con atención, está calculando en qué parte de mi cuerpo me va a clavar esos puñales que tiene por cuernos. Ya en el tercio de capa me he dado cuenta de que es una alimaña, a pesar de ser un ejemplar precioso, cárdeno, de cinco años y más de quinientos kilos; además de propinarme un revolcón tremendo que me ha dejado muy dolorido; atropelló todo lo que encontró a su paso. No entiendo por qué mi apoderado me ha obligado a brindarlo. Me dan ganas de salir huyendo y abandonar esta afición tan arriesgada, pero no puedo hacerlo, ¡yo quiero ser torero! Además, voy a tener un hijo. ¡Qué estúpido soy, padre a los veinte años! ¡Venga, no seas cobarde, vamos allá! Tengo que aprovechar esta oportunidad que me han dado. Que sea lo que Dios quiera, pienso mientras le adelanto la muleta con mi mano izquierda. ¡Je, je! Le grito y se me arranca con violencia, pero clavo los pies en el suelo y le aguanto la primera embestida, descompuesta; dos, tres, cuatro naturales y el de pecho. Se para y me mira sorprendido. Repito la serie otra vez, y una tercera más. Se vuelve a quedar parado y me mira todavía más sorprendido. Seguro que no se explica cómo es posible que yo siga de pie, con esta tranquilidad que aparento, a pesar de sus acometidas terribles. No, si yo tenía razón: soy un apoderado cojonudo. Manuel no quería brindar el toro al público cuando se lo ordené, porque, según él, era ilidiable. Menos mal que me obedeció aunque fuera de mala gana; enfadado, me miró con cara de rencor y me dijo: “Vale, este toro me va a matar, pero usted es un hijoputa”. Bobadas producidas por el miedo, claro que lo entiendo porque este bicho tiene mucho peligro; pero le ha aguantado —tal como le recomendé— las tarascadas que le ha tirado el cornúpeta en las primeras series, y ahora lo tiene completamente dominado. La verdad es que mi apoderado tenía razón; me la he jugado, pero ahora le voy a cortar las orejas. ¡Je, toro, je! Le adelanto la muleta hasta el morro, se me arranca, ya más suave, y tiro de él, lento, lento, muy lento, y le pego un natural muy largo; le doy tres más y luego el de pecho. Así, otras cuatro series, a cual mejor. Las astas del toro me rozan la seda de la taleguilla cada vez que su enorme cabeza pasa pegada a mis muslos. Mi traje de luces, blanco, está manchado de rojo intenso por la sangre que el animal deja sobre él al pasar su cuerpo rozando mi cuerpo. El público está enloquecido, casi sin creer lo que está viendo. Los olés se suceden sin parar. Yo ya no siento nada, ya no estoy en la realidad, estoy en un sueño, estoy en el cielo y las ovaciones del público, en pie, me suenan como un aleluya interpretado por un coro de ángeles. ¡Es la gloria! Bien, este chico puede ser un gran torero, tiene mucha clase y si se deja aconsejar por mí le voy a hacer famoso y millonario. Antes de un año se comprará su primer “Mercedes”. No sé muy bien por qué confié en él desde el principio; tal vez me impresionó su firmeza cuando me aseguraba que quería ser torero; tal vez porque es un muchacho que cae bien enseguida; en fin, qué más da, el caso es que parece que no me he equivocado. Pero, basta ya de dar pases, el toro está totalmente dominado y no tiene más faena. A matar, ahora a matar, le indico con un gesto de mi mano. Mi apoderado quiere que entre a matar; voy a cambiar el estoque simulado por la espada de verdad. Cuando llego al callejón, me dice: “Mira, Manuel, dale unos ayudados por bajo, lo cuadras y te vuelcas encima; tienes las orejas en la mano si aciertas a la primera”. Me voy andando, despacio, hasta el astado; le doy tres ayudados por bajo, lentos, muy lentos, arrastrando la muleta por la arena y se me cuadra. No lo dudo, saco la espada, le apunto al morrilo, le lanzo el pico de la muleta al hocico para provocarle la embestida, se me arranca con fuerza, doy un salto y caigo sobre su lomo y le hundo el estoque en las agujas hasta la empuñadura. Lo he matado, lo he conseguido, pero yo también he caído al suelo. Siento un dolor intenso. El toro me ha clavado el cuerno en el muslo y he notado cómo me rasgaba la carne y ascendía hasta penetrarme en el abdomen. La sangre me sale a borbotones; cada latido de mi corazón se convierte en un surtidor de sangre que brota de mi muslo a presión. La gente grita aterrorizada y mis compañeros vienen y me cogen para llevarme a la enfermería. Mi mozo de espadas ve que el toro me ha partido la femoral y con una cinta me hace un torniquete en el muslo y también mete en el agujero de la herida su puño con un pañuelo con el que presiona fuerte para contener la hemorragia. Llegamos a la enfermería. Ya me esperan los médicos alrededor de la camilla de operaciones. Me cortan la taleguilla con unas tijeras y queda la herida al descubierto. Viene mi peón de confianza y me trae las dos orejas que me ha concedido el presidente. Le sonrío. Me ponen una inyección y enseguida me invade un sopor y me duermo. ¡Vaya herida, puede ser mortal! Vamos a hacerle una transfusión, piensa el cirujano jefe, ha perdido mucha sangre. Mal aspecto tiene la cornada, pero le salvaremos. Vamos allá.
¡Qué mala suerte!, con lo bien que ha toreado y matado al toro Manuel, pero estas cosas ocurren en este oficio. El chico me ha obedecido y ha triunfado. Ahora veremos cómo reacciona cuando se cure. Los toreros no siempre superan síquicamente estas cornadas tan grandes. En fin, ya veremos. Si lo supera y no coge miedo, le haré un triunfador.
Despierto con la visión borrosa; me duele mucho la pierna y también el vientre. ¿Qué me ha pasado? ¡Ah, ya recuerdo! Me ha herido el toro. Pero estoy vivo, noto que alguien tiene mi mano agarrada: es María que está sentada al lado de mi cama. Gracias, Dios mío, ya despierta, por favor que se salve. Le quiero tanto, y además nuestro hijo necesitará a su padre aunque no sea rico ni famoso; es tan guapo y tan bueno…, le quiero tanto…Ya saldremos adelante. Claro que Manuel tenía tanta ilusión por ser figura del toreo…Yo no quería, pero él se empeñó; llevaba ya tres años entrenándose, acudiendo a capeas en las fiestas de los pueblos hasta que se vistió de luces por primera vez en una novillada sin picadores; quedó bien y le dieron más oportunidades. Un día su apoderado actual lo vio torear y decidió hacerse cargo de su carrera. Hoy ha tomado la alternativa y casi le mata el toro. El médico de la plaza me ha dicho que se ha salvado de milagro, que la operación ha sido muy complicada, que ha perdido mucha sangre, pero que cree que se repondrá sin problemas. Que se salve, y después Dios nos ayudará. Ella está aquí conmigo, y mi hijo dentro de su vientre. Cuando entré herido en la enfermería creí que iba a morir, que no los volvería a ver. La fama y el dinero son muy golosos, pero creo que será mejor que deje esto de los toros; prefiero ser un padre anónimo, pero vivo, que un padre famoso, pero muerto.

1 comentario:

carmen jiménez dijo...

Me estreno en medio de estas mariposas amarillas y este toro.
Felicidades Ignacio por esta cornada. Ya sabes que yo no soy muy taurina, pero he de reconocer que sentada en medio de la plaza y viéndote torear me daban ganas de gritar "¡OLÉ!". ¡Olé, Olé y Olé Ignacio! Éso sí prefiero al padre vivo que famoso. Un buen final para una buena cornada.
Un placer leerte aquí entre amigos.
Besos.