domingo, 29 de noviembre de 2009

De otras plumas...

Ignacio Cisneros Aísa
Ya habíamos presentado a nuestro amigo Ignacio Cisneros en este espacio. Hoy traemos un relato de su reciente libro, El grito del gato y queremos anotar una vez más que a pesar de su modestia de sostener que no sabe escribir, nos sigue alegrando con sus anécdotas pícaras que son tan interesantes cuando las narra de viva voz como cuando las escribe. Su prosa está provista de un idioma sencillo y ahí está también su gran valor, porque escribir bien y sencillo, no es fácil.

Y DESPUÉS DE LA SAMBA
El vuelo de Varig de Madrid a Río de Janeiro estaba a punto de aterrizar. Había amanecido hacía muy poco tiempo y la voz de la azafata anunciando la llegada terminó con la última cabezada que pude dar durante las diez horas que duró el trayecto. Mi viaje estaba relacionado con los campeonatos mundiales de fútbol que se iban a celebrar en España al año siguiente —1982—. Consideré que podría ser una buena oportunidad para que la empresa incrementase la venta de nuestros automóviles con placa turística a los muchos “indianos”, sobre todo a los de procedencia asturiana, que residían en países de Sudamérica. Por ello, decidí desplazarme a Buenos Aires, Caracas, México DF y Santo Domingo, con objeto de visitar a varios de nuestros mejores clientes y conseguir su apoyo para encontrar colaboradores que, mediante el cobro de una comisión importante, nos ayudasen a realizar ventas a personas de origen español que tuviesen proyectado viajar a España durante el mencionado campeonato.
Cuando fui a la agencia de viajes de Oviedo para organizar y comprar el viaje completo, la señorita que me atendió me recomendó que antes de ir a Buenas Aires —la primera ciudad que yo tenía pensado visitar— hiciese una escala de dos días en Rio de Janeiro, donde se iban a celebrar los carnavales durante las fechas en las que yo tenía proyectado viajar. Según ella, valía la pena. La verdad es que me convenció enseguida. Soy así de facilón.
Descendí del avión, todavía vestido con ropa de invierno —en el mes de febrero en Madrid hace frío—. Cogí un taxi que me llevó al hotel Otton Palace, situado en la playa de Copacabana. Subí a mi habitación, me metí en la cama y me dormí enseguida. Desperté a mitad de mañana, me vestí con ropa de verano —pantalón blanco y camiseta azul marino, zapatos blancos sin calcetines y, por supuesto, con gafas oscuras para protegerme del sol intenso del verano brasileño— y salí a la calle. Hacía calor. El termómetro marcaba 36º. El sol era radiante y la playa estaba llena de bañistas. Después de dar un paseo me senté en un velador de una terraza próxima a la playa. Pedí una cerveza bien fría y cuando me la estaba tomando me fijé en los ocupantes de otra mesa no muy lejana de la mía. Eran tres. Como es lógico, no conocía a los dos a los que podía verles la cara. Sin embargo, el que estaba totalmente de espaldas a mí tenía un cogote que inmediatamente me recordó al de Juan Juncosa, mi colega de Barcelona. El mismo pelo gris rizado, peinado de manera muy hábil hacia delante, supongo que para tapar alguna zona de su cabeza más despoblada de cabello. En cualquier caso, aquello me pareció una casualidad, sin más. Pero cuando se levantaron para irse, pude comprobar que el hombre que tenía el cogote igual que el de Juan era Juan Juncosa. No había ninguna duda. Le llamé y cuando me vio se quedó muy sorprendido. Nos dimos un abrazo fuerte. Le expliqué la razón por la que me encontraba en Río y se alegró mucho de la coincidencia. Después me presentó a sus dos amigos: uno era de Andorra, hijo de un hermano de Paco Martínez Soria, y el otro era un asturiano que se apellidaba Pillo, vivía en Brasil hacía ya bastantes años, y tenía una agencia de viajes. Según me contó Juan, trabajaba mucho para portugueses emigrantes que residían en Brasil. También organizaba espectáculos de conjuntos brasileiros de folklore típico que enviaba a realizar giras por el mundo, sobre todo a Europa. Precisamente, durante los carnavales tenía montada en planta doce del mismo hotel en el que estaba yo alojado una sala-oficina VIP para atender a clientes y amigos. Según me contó Juan, me convenía darme una vuelta por allí porque siempre había mucha animación y me gustaría tomarme una caipiriña mientras contemplaba a las mulatas más guapas de Río que formaban parte del grupo que Pillo tenía contratado y que, por su espectacular belleza, eran las que abrirían el desfile de las escuelas de danza en el Sambódromo la última noche de carnaval. Ellos se despidieron y Juan me invitó a comer.
Nos desplazamos hasta el hotel Río Palace para recoger a Elga, la mujer de Juan —una berlinesa muy guapa—, que se quedó muy sorprendida cuando me vio por aquellas tierras. Comimos en la terraza del hotel, muy cerca de la piscina. Era una delicia contemplar a las camareras, casi todas mulatas, muy ligeras de ropa, que se desplazaban al ritmo de la samba que, una tras otra, sonaba por la megafonía.
Juan me comentó que había quedado con Elmar Weber para ir al día siguiente a dar un paseo por la bahía en un yate de Mercedes-Benz. Weber había sido el consejero comercial de la marca en España. Hacía poco tiempo que había sido nombrado para ocupar el mismo cargo en Brasil, en donde Mercedes tenía una fábrica de camiones. Después de permanecer un par de horas de sobremesa, me despedí del matrimonio hasta el día siguiente por la noche.
Sin embargo, cuando fui a mi hotel a dormir, tenía un mensaje de Weber. Se había enterado por Juan de mi presencia en Río y me invitaba a la excursión en barco. Me recogería un coche de la empresa a las diez de la de mañana del día siguiente. Efectivamente, a la hora indicada, un Mercedes 500SE de color negro me esperaba delante de la puerta del hotel. Un chofer de cierta edad, uniformado, me sonrío cuando me dirigí al vehículo; me abrió la puerta trasera del mismo y nos dirigimos al Río Palace, también situado en Copacabana. Recogimos al matrimonio Juncosa y nos desplazamos hasta el puerto deportivo. Aunque el tráfico por las calles de la ciudad era muy intenso, nuestro conductor conocía bien todas las triquiñuelas —entre las que destacaba un respeto dudoso a los colores de las luces de los semáforos—, y llegamos enseguida al muelle en el que estaba atracado uno de los dos yates que la multinacional tenía en la ciudad. La fábrica de camiones estaba en Sao Paulo y la empresa disponía de dos jets, no muy grandes, que los directivos utilizaban también para desplazarse a Río los fines de semana. Nos apeamos del coche y nos acercamos a la escalerilla del yate. No era muy grande, pero sí muy bonito.
Antes de subir a bordo, nos saludó Karlsten Weingarten, director general de la fábrica de Sao Paulo y antiguo director de las de Vitoria y Barcelona. Me dio la bienvenida con una sonrisa amplia y un abrazo efusivo. Nos conocíamos bien desde su estancia en España y nuestras relaciones habían sido siempre muy cordiales. Iba vestido todo de blanco y sobre su cabeza lucía una gorra de capitán de barco.
—¡Cuánto me alegra volver a verte! —me dijo.
—Yo también, amigo Karlsten. Estoy muy contento por este reencuentro inesperado.
Después de un rato de conversación, nos deseó buen día y se subió a un velero muy moderno que estaba amarrado cerca de allí. Siempre había sido aficionado a la vela, y cuando vivía en Vitoria navegaba por el pantano que hay cerca de la ciudad.
Nosotros subimos al yate en el que nos esperaba Weber y Claudine, su mujer. Tan pronto como estuvimos a bordo, el barco se puso en marcha. El paseo por la bahía de Río fue precioso. Valió la pena. Al principio, fuimos bordeando la costa y disfrutando de las inigualables vistas de la ciudad más bonita del mundo: El Pan de Azúcar, El Corcovado con su Cristo Redentor, las playas de Ipanema, Copacabana… Después nos dirigimos mar adentro y, cuando llevábamos un buen rato navegando y ya no había nadie alrededor, se paró la embarcación para que nos pudiéramos bañar. Descendimos por la escalerilla y nos metimos al agua. La temperatura de la misma era ideal, y como el mar estaba muy tranquilo, aprovechamos para nadar durante bastante tiempo. Disfrutamos mucho. Llegó un momento en el que consideramos que era prudente regresar y así lo hicimos. Cuando llegamos al barco y subimos a cubierta, dos marineros nos esperaban con toallas para que nos secásemos. Nos pusimos ropa seca y nos reunimos en la borda en la que teníamos preparado un aperitivo. Se nos pasó el tiempo muy deprisa, hasta que un camarero vino a comunicarnos que podíamos pasar a comer. Nos fuimos todos al comedor y nos sentamos a la mesa.
La comida fue estupenda: grandes fuentes de camarones, varios pescados, roastbeef, frutas tropicales y dulces. Bebimos vino blanco bien frío, vino tinto francés y champagne. Con el café tomamos algún licor. La alegría que suele producir el alcohol se notó pronto, y la conversación se hizo cada vez más ruidosa y animada.
Sobre las cinco de la tarde, regresamos a tierra. Descendimos del barco y el mismo coche que nos había traído nos llevó a nuestros hoteles. Nos despedimos hasta las nueve de la noche. Juan había conseguido a través de su amigo Pillo reservar una mesa para cenar, ver el espectáculo y bailar en un club privado muy importante. Lo íbamos a pasar muy bien, porque además allí iban a actuar alguna de aquellas mulatas tan guapas que formaban el grupo que administraba Pillo.
A las nueve menos diez, arreglado con mis mejores ropas, esperaba en el bar del hotel a que pasasen a recogerme, mientras me tomaba una caipiriña. Apareció Juan, me levanté y salí en su compañía hasta el taxi en el que nos esperaba Helga. Arrancamos y nos dirigimos hacia el restaurante elegido. Las calles de la ciudad a aquellas horas de la noche estaban llenas de gente alegre que, vestida con las fantasías típicas de los carnavales, no dejaban de cantar y bailar sambas y más sambas. Aquello era una locura colectiva que impresionaba a cualquier persona que como yo contemplara aquel espectáculo por primera vez. Juan, que llevaba ya veinte años acudiendo a los carnavales de Río, me iba explicando cómo funcionaban las escolas de samba, y cuánto trabajaban sus miembros durante todo el año para ensayar, hacer vestidos, componer canciones nuevas y realizar otros muchos preparativos.
Llegamos a nuestro destino y descendimos del taxi delante de una puerta de buen tamaño, hecha de madera sólida, que estaba cerrada a cal y canto. Juan llamó con el aldabón y se abrió un ventano pequeño que había en el centro del portón por el que asomó la cabeza un hombre de raza negra. Al vernos, abrió la puerta y, después de que entrásemos en el local, nos acompañó a una mesa en la que ya estaban sentados el matrimonio Pillo. Cenamos muy bien y bebimos mejor. El ambiente que reinaba en aquel local era magnífico. Yo no conocía a nadie, pero supuse que los asistentes a aquella cena eran gente importante. La verdad es que sí conocí a una persona y fue después, en el baile, cuando Sara —una de las bailarinas— estaba intentando enseñarme a bailar una samba. Vi a una pareja que bailaba al lado nuestro y conocí al caballero: se trataba de Pelé. Después me lo presentaron y me preguntó que si yo era del Real Madrid.
A pesar del interés que mostró Sara y otras compañeras suyas para que yo aprendiera a bailar la samba con ese ritmo tan especial que le dan los brasileros, no conseguí más que una imitación patosa de la danza, pero lo intenté con interés y me divertí mucho. Estuvimos bailando y bebiendo champán francés hasta que se hizo de día. Regresamos a los hoteles, entré en mi habitación y como proyectaba dormir varias horas, pensé que antes debía comer algo. Llamé al servicio de habitaciones y pedí que me trajeran un vaso de leche fría y una tostada con mantequilla y mermelada. Mientras traían el desayuno, encendí la televisión. La primera imagen que contemplé fue la de un guardia civil que lucía un hermoso bigote negro; llevaba el tricornio puesto y esgrimía una pistola en su mano derecha. Con cara de pocos amigos y en un castellano perfecto gritó: «Quieto todo el mundo ». Enseguida, aparecieron varios guardias más que cubrían sus cabezas con gorras y que llevaban metralletas. De repente sonaron disparos y pensé: «Película española». Sin embargo, después de esta escena, una presentadora apareció en la pantalla y , aunque hablaba en portugués, pude en tender que en Madrid, algunos militares habían dado un golpe de estado y que la Guardia Civil había tomado el Congreso de lo Diputados.
Cogí el teléfono y llamé a mi mujer. Me contó lo que había pasado, pero cuando le dije que suspendía mi viaje de trabajo y que volvía a casa, ella me contestó:
—No, ya está todo tranquilo y no pasa nada. Ayer, sí me asusté mucho cuando me llamó tu hermano desde Valencia y me dijo que no saliésemos de casa porque allí estaban los tanques por las calles. Pero parece que la situación está controlada, así es que no te preocupes por nosotros y continúa con tu viaje de trabajo.
Aquello me tranquilizó, pero cuando colgué el teléfono pensé que aquel 23 de febrero no había sido igual para todos.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Habitación 121

Tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan. Una mesita de luz con un cajón vacío. Hay un velador de pantalla coral con una quemadura redonda que se difumina del negro al castaño. Una pintura de margaritas apagadas en la pared, con un marco estrechísimo, casi imperceptible y una alfombra cremosa a los pies de la cama. Frente a ella una sola ventana es la puerta de un balcón de corte antiguo. Está vestido con cortinas finas y blancas que apenas disimulan el patio que se hunde doce pisos más abajo. La luz llega tenue a las estancias como un coladero del cielo lejano. Es imaginable que muchas otras habitaciones den a ese espacio ciego, entre cuatro paredes, adornado con cactus rechonchos cubiertos de pinchos amarillos. Sobreviven en el ambiente artificial de una urna de vidrio cuadrada. Podríamos suponer que si un huésped se asoma de martes a domingo no se sentirá tan solo al comprobar que hay seres vivos habitando el suelo del patio. Los lunes es difícil para mí imaginarme nada. Tenemos una habitación. De martes a domingo no es nuestra, pero nadie la ocupa gracias a la habilidad de él para convencer al encargado y que no se la alquile a otros. O tal vez sea gracias a su dinero. O quizás una mezcla de las dos cosas. Los lunes la habitación es nuestra. Tenemos una habitación que los lunes nos tiene a nosotros. Y cuando él y yo cruzamos el umbral de la puerta, cada uno por su lado, con nuestra ropa de trabajo y nos miramos y nos despojamos del reloj, de los pendientes, de los móviles, de los zapatos, la habitación se convierte en un barco. La proa apunta valiente hacia el balcón, que se abre por arte de sus manos y la brisa entra sin tapujos. Las cortinas son medusas que ondean como velas rebeldes. La luz se hace intensa y trae olores dulces del jazmín mediterráneo que se confunden con el almíbar guardado en algún lugar de nuestros cuerpos. Y ya desnudos puedo asegurar que volamos. Cortamos olas, amarramos pierna con pierna, lengua con lengua, largamos velas, nos atrevemos con cualquier viento. A veces, durante la noche, la lluvia nos despierta. Sentimos que cae sobre la tierra. Hemos llegado a un puerto. Nos levantamos con la piel tibia como la sangre y nos asomamos al balcón. De la mano vemos las gotas aplastarse sobre la arena caliente de una playa, las escuchamos salpicar las calles de un pequeño pueblo azulado que crece alrededor. Nos dejamos embriagar por el vapor cálido que asciende hasta la batayola del balcón de nuestra habitación.
Más tarde la noche culmina y deja de ser lunes. Tenemos una habitación que siempre abandono yo primero. Entro en el ascensor e intento no verme en el espejo que se empeña en devolverme una imagen demasiado parecida a la de la noche pasada. Justo a esa hora cambian el turno en la recepción. Es fácil. Sólo hay que ser puntual. Para ellos yo no he estado nunca. Sólo él y su capricho de conservar la 121. Cruzo el vestíbulo a paso rápido y salgo a la calle. Los pájaros empiezan a cantar, pero se confunden con el vuelo de los aviones que cruzan intermitentes el horizonte. La nacional dos va cargada de coches. Miro a los lados buscando el mío aparcado en la acera. Durante un instante observo los restaurantes de carretera, las parrillas, las marisquerías fuera de lugar, apagadas. Entro en el vehículo sin quitarme el abrigo. Hace frío. Me cuesta unos minutos arrancar, pero finalmente lo pongo en marcha y salgo a la nacional dos. En mi cabeza persiste la idea: tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan.