sábado, 18 de diciembre de 2010

Vuelos de mariposa...

Vamos a ver

Música Iberoamericana del Mundo. Así rezan las siglas de un sello que corona el último disco de Osvaldo Ciccioli. Mi amigo. Compañero tal vez de otros tiempos: tiempos de guitarra al hombro, de puestito en el Retiro, tiempo de perder trenes, de leer a Inodoro Pereyra y cebar mates con los dedos helados frente a un estanque yerto…Las canciones de Voy y vuelvo —será esa la letanía eterna de los que se van lejos de su tierra— tienen “aires” folclóricos, que hacen de su música de autor una mezcla valiosa, que creo yo, habría que defender a toda costa. Al fin y al cabo en la mezcla (así se llamó su primer disco “Mezcla, en Libertad”, haciendo referencia al conocido café madrileño) está la riqueza. Por supuesto esos aires llegan del norte argentino: chacareras, huaynos, zambas… porque Osvaldo nació a los pies de la cordillera andina. Pero tal vez podría (junto con otros muchos músicos) estar abriendo una nueva grieta en la música de autor, una suerte de corriente musical que albergase otras mezclas, otros ritmos provenientes de cualquier país de habla hispana para compartirlos con el mundo. ¿Sería posible una ambición más hermosa, o una hermosura más ambiciosa? Vendría a ser una especie de revolución bolivariana o sanmartiniana musical. Como dice Osvaldo en una de sus canciones: Vamos a ver…
Chicho presenta su disco "Voy y vuelvo" en la sala Galileo Galilei el martes 21 de diciembre de 2010 (www.salagalileo.es/programa/programa.php?p=1&s=1).

Letra y música: Osvaldo Ciccioli; voces: Osvaldo Ciccioli y León Gieco


lunes, 6 de diciembre de 2010

De otras plumas...

Juan Manuel Ramos
La otra orilla

A Carmen, Conchi, Ignacio, Nacianceno

A la otra orilla del mar,
Más allá de la bruma de los barcos,
Pasean mis amigos por plazas azules,
Calles amarillas y callejones secretos
Color carmín.

Tierra poblada de torres y almenas
Donde se asoma el pasado,
Sombra suplicante,
Anhelo de reconquista,
De un mítico reino
Cubierto de diáfano velo.

Línea difusa del tiempo
Por la que se vislumbran,
Desdibujados,
Molinos de viento y nubes.
Guerreros vigilantes
De nuestro blanco camino
Poblado de signos verdes.

Campo de flores naranjas y amarillas,
Donde las horas se detienen
A contemplar su danza.
Sonata del sol y el aire.

Rojo intenso que transfigura
La nieve perpetua de la historia,
En verdor liberado de las sombras,
Recintos de erotismo y misticismo,
Poesía geométrica que invita al silencio.

A la otra orilla del mar,
Bajo la sombra de las violetas,
Como suave brisa, pasean mis amigos,
Por arcos de luz, caminos, enredaderas,
Eterno retorno a la fuente cristalina,
Prodigioso encuentro con el otro.

Savia por la que fluye la intensidad,
Esa que impulsa al niño
A jugar con las palomas en la tarde.
Aves que al volar,
Iluminan el cielo de azul, rosa y blanco.
Aleteo del que surgen signos, trazos y sueños.


El viento, con suave soplo,
Las convierte en palabras encantadas,
Para luego dejarlas caer,
Como fina lluvia,
Transformadas en trigo, flores y vino.

A la otra orilla del mar,
Más allá de la bruma de los barcos,
Pasean mis amigos por
Atardeceres de sonrisas encendidas,
Mesas cubiertas de flores
Amarillas, rojas y blancas,
Plazas llenas de bullicio,
Aroma de café, botellas jubilosas,
Melodía de cristal.

Allí,
Caminé una tarde,
Solitario,
Bajo un cielo luminoso,
Azul y rosado.
La primavera
No tenía prisa en irse.

Instante de luz,
Portal del tiempo,
Por el que surgieron
Mis amigos,
Con ojos bañados de quietud,
Para cobijarme
Con su cálida compañía.

Al caer la noche,
Rodeado de libros y
Palabras extraviadas,
Me llegan destellos,
Susurros,
De aquella tierra
Pintada de colores.

Me dirás que desde esta orilla,
Solo se alcanza a mirar
La inmensidad del cielo
Tatuado de estrellas.
Pero la otra orilla,
Donde viven mis amigos,
La llevo escondida, como piedra preciosa,
En la palma de mi mano.

Es un placer para nosotros invitar a pasar a Juan Manuel Ramos a este espacio, donde siempre será bien recibido. Él vino de México, compartimos calles, literatura, risas. Y luego nos regaló unos versos que hablan de la amistad, de la distancia que con palabras mágicas como estas se puede hacer desaparecer... y como de todos es sabido que uno debe dar lo que espera, para que el círculo se cierre, ahí los queremos compartir, con nuestros lectores, conocidos y anónimos.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Es de mar

Marina recorre el trecho desde la puerta de la casa hasta la valla del jardín con pasos cortos y rápidos. Al momento siente tras de sí una presencia cálida y húmeda que roza sus tobillos desnudos. Vuelve la cabeza con sobresalto y el flequillo dorado le cubre por completo los ojos.
—¡Chssss! No puedes venir conmigo, Truco —el corazón se le ha acelerado de pronto y agita una mano de atrás hacia adelante, al tiempo que se aprieta el dedo índice contra los labios temblorosos.
El labrador de pelo amarillo inclina las orejas, obediente, se sienta sin apartar la vista de la niña, que aprovecha para salir disparada. El perro se acuesta y reposa la cabeza sobre sus patas delanteras emitiendo un gemido lacónico. La puerta metálica —con la pintura cobalto desvaída— se queda batiendo con la brisa que llega del mar.
Dentro de la casa sólo hay quietud. En la oscuridad interior se filtran los primeros rayos del día por las rendijas de las persianas como si fueran los agujeros de un colador.

Hacía dos años que habían comprado la casa. Entonces las paredes exteriores eran de un azul anodino y desgastado por el viento y la sal; todavía la encontraron con el cartel de se vende cuando llegaron. Lo primero que hicieron Fran y María el día que se fueron a vivir junto al faro fue pintar la casa de azul añil, como el cielo de los días claros de invierno; como el extenso mar que se perdía tras el acantilado, en cuyo filo descansaba la casa, expuesta a los fuertes vientos del sureste.
Al principio Marina tuvo miedo. No alcanzaba a entender por qué su padre había aceptado un trabajo tan extraño como cuidar de un faro, si él mismo le había explicado que aquella gigantesca linterna era controlada de forma mecánica, y la mano del hombre no era necesaria para asegurar su correcto funcionamiento. Por las noches el viento aullaba con un quejido siniestro y cuando la luna estaba llena, su claridad era lo único que parecía tranquilizar a la niña, que se quedaba dormida contemplando aquella redondez enmarcada en la ventana de su habitación. Desde su cama también podía divisar el faro: una torre alta de ladrillo coronada por la luz giratoria que nunca cesaba. Se imaginaba los barcos bogando en la noche hipnotizados por el haz de luz que crecía de repente. En una conversación había escuchado a sus padres hablar de un transatlántico que había zozobrado frente a aquellas costas hacía más de un siglo, donde casi todo el pasaje había perecido.
Un día no pudo más y se metió en la cama de su hermano.
—Martín, me da miedo el viento.
—El viento sólo es viento. Además, ya va siendo hora de que te hagas mayor.
A la mañana siguiente, mientras su madre conducía de camino a la ciudad descendiendo por el sendero abierto entre las chumberas y las siemprevivas, la cabeza de Marina volaba hacia otro lugar. Pensaba en la propuesta que le había hecho su hermano. Una especie de conjuro para ahuyentar el miedo y convertirse en parte de aquel lugar dominado por las olas y el viento.

Truco sigue tumbado frente a la puerta. No se moverá hasta que ella regrese. Desde hace semanas, casi cada domingo, mientras sus amos duermen, el perro ve salir a la niña ignorante de su paradero. Le tiemblan las patas y el pecho, nervioso, las ganas de seguirla contenidas, el sol obligándole a guiñar los ojos, los charranes gritando en la lejanía.
Marina corre hacia el camino que discurre a los pies del faro, ahora es fácil encontrar el lugar que le mostró su hermano. Sabe que tiene el tiempo justo, antes de que sus padres se despierten y la echen en falta. El cielo todavía está cubierto de brumas y el mar salpicado de veleros, que se pierden insignificantes en el horizonte. El faro se levanta como estampado en un lienzo de fondo azul. Se deja resbalar por un terraplén hasta llegar a la playa de piedras formada algún día de manera natural. Inspira con fuerza hasta llenarse el pecho de aire, cuenta hasta tres y echa a correr. Al final de la ensenada se alzan las rocas que dibujan el perfil del acantilado. En seguida llega a la base del promontorio; está muy agitada y casi no puede contener la risa. El miedo se ha esfumado, es valiente y eso le hace reír en voz alta. Su hermano le dijo que ella, como todos los suyos es de mar, y por eso no puede evitar repetirlo una y otra vez.
Coloca las manos en una piedra que sobresale y empieza a trepar. Estira los brazos y se ayuda de los pies. Poco a poco avanza entre las rocas filamentosas entibiadas por el sol. Al rato se detiene a tomar aliento y al levantar la cabeza para continuar sus ojos se tropiezan con unos ojos amarillos que le observan inquietos. Es una gaviota posada a la altura de su cara. A esa breve distancia se le antoja enorme. El pájaro se sacude la humedad gris de las plumas sin dejar de observar a Marina.
—Tranquila amiguita. Voy a saltar.
La gaviota se despelucha y sacude la cabeza al tiempo que lanza un graznido corto.
La niña se sienta para juntar valor y echa un vistazo a su casa: las ventanas del piso de arriba con las persianas bajadas. “Truco me estará esperando con las orejas tiesas. Seguro”. Busca al perro, pero desde allí no lo ve. Se imagina su regreso, empapada y con la cara salada. Se tirará al suelo sobre las baldosas calientes. Se dejará lamer por el animal para que borre el rastro del mar en su piel. Ahogará en un grito las cosquillas que le hará con su lengua áspera y blanda. El perro cerrará los ojos mientras lame el sabor dulce de su piel de niña.
Es el momento: se coloca sobre la piedra plana que hay frente a ella y se mira los pies: ya se han secado. “Lo más importante es tener los pies secos” se dice recordando las palabras de su hermano. Da un paso adelante, aprieta los brazos contra el cuerpo y levanta la mirada. Hay un grupo de islas pequeñas en el mar que parecen hormigas. En el centro destaca una con un pequeño torreón que parece ser la reina. Siente un escalofrío, el viento empieza a refrescar. Ese viejo enemigo que ya no es sino viento. Viento que silba, que canta, viento que habla… sólo ella puede escuchar sus propias palabras que se sorprende diciendo en voz alta.
Se levanta sobre las puntas de los pies, toma impulso y salta.

Relato modificado del original Es de mar, publicado en el IV Libro de la Escuela de Escritores de Madrid, Arena en los zapatos.

lunes, 7 de junio de 2010

Vuelos de mariposa...

Las ausencias son a veces terribles. Y el abandonado, como dice González, puede convertirse en un ciego que estira los brazos contra el viento, o en un mero cuerpo: oscuro, torpe, malo. Pero también eso, como la poesía, es parte de la vida, o más allá, la vida misma…

Muerte en el olvido

Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.

Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita...



Me he quedado sin pulso

Me he quedado sin pulso y sin aliento
separado de ti. Cuando respiro,
el aire se me vuelve en un suspiro
y en polvo el corazón de desaliento.

No es que sienta tu ausencia el sentimiento.
Es que la siente el cuerpo. No te miro.
No te puedo tocar por más que estiro
los brazos como un ciego contra el viento.

Todo estaba detrás de tu figura.
Ausente tú, detrás todo de nada,
borroso yermo en el que desespero.

Ya no tiene paisaje mi amargura.
Prendida de tu ausencia mi mirada,
contra todo me doy, ciego me hiero.


Poemas de Ángel González
Música de Pedro Guerra

lunes, 17 de mayo de 2010

Zárate

Relato modificado del original "Zárate", publicado en el II Libro de la Escuela de Escritores de Madrid, "Tusitala".

El día que a Mauricio se le ocurrió viajar a Zárate amaneció lleno de nubes. Cuando me desperté supuse que la madrugada había llegado con una tregua frente al calor sofocante de los últimos días, ya que durante la noche alguien había cerrado la ventana del dormitorio, y las nubes negras que asomaban tras el cristal, cargadas de lluvia, no eran habituales en el verano porteño. La casa estaba en silencio, tan sólo percibí la respiración profunda de un bebé que me llenó de calma. A mi lado las sábanas arrugadas delataban la ausencia de mi compañero. Me asomé a los pies de la cama donde habíamos colocado la cuna de Mateo y lo vi durmiendo boca arriba con los brazos y las piernas trazando la silueta de un espadachín diminuto y tierno. Sonreí y pensé que las cosas, después de todo, no andaban tan mal. Me levanté y arrastré los pies hasta el humilde cuarto de aseo.
—Nos vamos a ver a mi padre.
Encontré a Mauricio con la cara llena de entusiasmo y de espuma de afeitar en el espejo. Me restregué los ojos y le empujé suavemente con la cadera haciéndome un sitio delante del lavabo, a la vez que giraba el grifo del agua fría para aumentar el caudal de la canilla. Él comenzó un gesto de protesta alzando las cejas, pero acabó siendo una sonrisa llena de malicia. Sentí su vientre que se apretaba contra mí.
—¿EL enano duerme?—me dijo a modo de propuesta.
Imaginé que habría tomado la decisión la noche antes, cuando se quedó hasta tarde conversando con su madre y Ana Julia después de la cena, pero no le pregunté nada. Yo había optado por retirarme a contarles un cuento a los niños y respetar esa intimidad que parece ligada a la sangre.
Hacía más de diez años que Mauricio había emigrado a Madrid-entre nosotros llamábamos a las cosas por su nombre- y cinco que vivíamos juntos. En ese tiempo yo apenas le había escuchado hablar dos o tres veces con su padre por teléfono, una de ellas cuando le habían operado de una hernia que lo había tenido en cama durante meses. Nunca se habían vuelto a ver.
Como en nuestras anteriores visitas a Buenos Aires, los días transcurrían en un clima perfecto. El hijo pródigo volvía, dejando claro que las oportunidades las brindaba Europa, las cosas nos iban muy bien y ni hablar de volver a la Argentina. Por el lado de ellas todo eran cariños, y orgullo por el hombre de la casa, conversaciones almibaradas sobre las virtudes de un hombre que se había educado en el liceo militar, en ausencia absoluta del padre, sólo ensombrecidas de vez en cuando por alguna puteada contra el gobierno, la inflación, y las dificultades para vivir dignamente en un país por momentos anacrónico. Yo, por lo general me autoexcluía de esas charlas, demasiado adulteradas por la irrealidad y el consenso familiar. La llegada de Pablo, el marido de Ana Julia, y los sobrinos de Mauricio suponía un soplo de aire nuevo en esas reuniones de sobremesa. Con el nacimiento de Mateo, las vacaciones transcurrían entorno a los chicos. Nos metíamos los ocho en la camioneta de Pablo, con carritos incluidos, quebrantando todas las leyes de tráfico y del sentido común —como sólo podían concebirse las cosas allá— y viajábamos hasta Pilar, donde alquilaban por temporadas un country, y disfrutábamos de un asado preparado con el cuidado y la calma de los ascetas.
El triángulo Mauricio-mamá-Ana Julia jamás se rompía. Los demás girábamos alrededor como electrones desordenados, necesarios pero intercambiables, como si nunca hubiera existido un cuarto vértice, ahora imposible, que hiciese la figura inicialmente otra; una más cabal, menos perfecta pero más humana: Rubén. Mauricio hablaba poco de él, pero su mamá había ido filtrando la historia a lo largo de los años. Era un cuento conocido. Un padre arrastrado por la desocupación, por la falta de esperanza en el medio rural de un país ambiguo, que se había desentendido de sus hijos, tal vez traídos al mundo siendo demasiado jóvenes los dos. Alguien inconstante en el trabajo, siempre tentado por el dinero fácil. Y luego todo se había ido pudriendo, como una raíz húmeda, hasta la separación. Después la mamá de Mauricio había regresado a Buenos Aires con los chicos, alejándose por fin de un sur que jamás pudo comprender. Yo nunca había acertado a adivinar dónde escondía cada uno de los tres su dolor, aparentemente invisible, porque parecía que después de todo y en la actualidad la relación con Rubén era, aunque escasa, cordial.
Mauricio hacía rato que había terminado de afeitarse, pero seguíamos frente al espejo, entonces escuchamos lloriquear a Mateo y yo me apresuré a colocarme el pijama que con tanto placer me había dejado quitar. Lo saqué de la cuna y me dirigí a la cocina. Para mi sorpresa ya todos estaban despiertos. Ana Julia, junto al fogón, calentaba agua para el mate. Recostada sobre la encimera, inspiraba con deleite el humo de su cigarro, echando bocanadas en dirección a una ventana amplia que se abría sobre la repisa de mármol veteado, como queriendo mantener el aire de la sala sin contaminar. Era una mujer bella. No se parecía físicamente a su hermano ni a su madre (ambos con unas facciones muy italianas), parecía de otra rama genética, más aindiada, una que yo desconocía. Su madre estaba sentada en la mesa larga de la cocina. Me saludó cariñosamente y me ofreció medias lunas de grasa de una bandeja enorme que reinaba sobre un mantel de colores andinos. Me contó que Pablo había salido con los chicos a comprar el diario.
—Sentáte querida.
Por fin pude comprender mejor la decisión inesperada de Mauricio. Era el cumpleaños de Rubén y quería presentarse en su casa de Zárate sin avisar. Caerle de sorpresa con el nieto en brazos; su tercer nieto. Él era de esas cosas: ilusionarse con facilidad, rumiar la escena con su corazón de niño, pensar y sentir sólo lo bueno que podía suceder. Luego no había forma de convencerle de lo contrario. Veía con demasiada facilidad el éxito, aunque la idea fuera descabellada. Su madre respetaba la decisión, con aparente prudencia, por miedo a contrariar a Ana Julia, cuyo carácter era capaz de arruinar cualquier ilusión de Mauricio, pero sin esfuerzo dejaba escapar ese gesto tan suyo de satisfacción, imaginándose también el reencuentro. Ana Julia permanecía en silencio, pensativa, tal vez molesta. De pronto, apagó el cigarro en el lavadero y se puso a hablar sobre los planes que habían hecho para ese día, y qué absurdamente los iban a romper por hacer algo que a todas luces iba a terminar en desastre. Hasta que su madre, al sentir los pasos de Mauricio, acercándose por el pasillo, golpeó la mesa para hacerla callar.
Decidimos dejar a Mateo en Buenos Aires. Pablo nos prestó el coche y salimos de la ciudad. Enfilamos la nueve de julio y observé que las nubes seguían amontonándose en el techo del cielo, y aunque seguía siendo temprano, el bochorno ya se sentía en el interior del vehículo, Mi opinión respecto a aquél viaje era inválida. Había aprendido a capear las ocurrencias sin fundamento de Mauricio, como un defecto tolerable, incluso cuando las consecuencias nos traían serios problemas. Si trataba de convencerle de lo contrario, argumentando ejemplos en los que el resultado había sido estrepitoso, me acariciaba la cara con las dos manos y me pedía que lo ayudase, que no lo dejase sólo, como si fuera un niño pequeño a la puerta de la escuela. Sin embargo, en esa ocasión, celebré en silencio que hubiera decidido visitar a su padre. Al fin y al cabo era su padre. A medida que íbamos dejando atrás las altas torres afiladas, el emblemático obelisco, el silencio se hizo fuerte entre nosotros. Lo último que me dijo Mauricio antes de llegar a Zárate me recordó que lo amaba con una locura incondicional.
-¿Terminamos luego lo de antes?
-Pero…
En ese momento, algo confundida por la pregunta, entendí que íbamos a un lugar sin un plan establecido. ¿Nos quedaríamos a dormir? ¿Estaría él en su casa? ¿Qué pasaría cuando su otra familia nos viese llegar?
Llegamos a la ruta 9 que se abría hacia el noroeste del país, y se perdía en Rosario. Mauricio conducía pensativo, y yo también trataba de imaginarme el encuentro. Llegaríamos a la hora de la cena, tal vez estuvieran festejando con los amigos, con la abuela, con el hermano, con los hermanastros de Mauricio y Ana Julia y la segunda esposa de Rubén. Cuando la carretera comenzaba a discurrir paralela al río Paraná apareció sobre nuestras cabezas un cartel verde con letras blancas que indicaban la salida de Zárate. Durante varios minutos, quizá media hora, estuvimos deambulando por lo que supuse era un barrio o las afueras de la ciudad. Calles desordenadas sin asfaltar, salpicadas con charcos de agua sucia, merodeados por nubes de mosquitos. Las casas bajas se sucedían con ese corte tan colonial, que en los barrios clásicos de Buenos Aires rozaba la coquetería, pero que aquí evidenciaba más bien un cierto abandono. Algunos niños jugaban en la calle con los pies descalzos. Me alegré de no haber traído a Mateo. Sentí que hubiera sido un compromiso demasiado grande para Rubén, recibir a su hijo y a su nieto al mismo tiempo. El influjo del río se hacía presente por la humedad pegajosa que comenzaba a hacernos transpirar.
Justo cuando empezaba a pensar que estábamos perdidos, Mauricio rompió el silencio para explicarme que sabía el camino de memoria. Que había vivido allí hasta los ocho años, y que no recodaba haber llegado a aquella casa de otro modo distinto que caminando. Pero que igualmente no tenía ninguna duda de cómo llegar. Me hubiera gustado que me contase más de aquella casa que fue de su abuela (ahora ella vivía unas calles más allá, me aclaró también), Hubiera querido fijarme en los números y compartir eso con él, pero su forma de hablar se imponía como un monólogo o un pensamiento en voz alta. Un día —me dijo acariciándome la pierna— tras dos días sin aparecer por la casa, su viejo se había presentado con la idea de llevarlos a vivir al sur, en la provincia de Santa Cruz, donde le habían prometido buen trabajo en la Swift.
Sentí que Mauricio aminoraba la marcha al tiempo que agachaba la cabeza tratando de localizar los números de las puertas, o tal vez estimaba el tiempo que faltaría para que se largase a llover. De pronto frenó en seco. Se había detenido frente a una casa de un sólo piso similar a todas las de esa calle. Tenía una puerta alta y acristalada con ventanas pequeñas a los lados, que permanecían con la persiana baja. Así pues, desde el coche no se percibía movimiento alguno en el interior de la vivienda. Alrededor había un pequeño patio cercado por un enrejado negro, donde crecían a su libre albedrío plantas rastreras que pujaban por tapar las baldosas desgastadas que hacían las veces de un camino. A la derecha el jardín se hacía más ancho para dar cabida a un duraznero oloroso de cuya rama principal colgaba algo parecido a un columpio. La puerta del enrejado también estaba cerrada. Me llamó la atención el hecho de que sobre el tirador de la cancela exterior había enroscado un pequeño ramo de rosas blancas. Mauricio apagó el motor y respiró hondo antes de abrir la puerta. Sin bajar del coche tocó la bocina de forma repetida. Luego se hizo el silencio. Por unos instantes pensé que quizás no era esa la casa, o que habían salido a comer fuera. Mauricio se bajó sin decirme nada y atravesó la primera puerta. Avanzó hacia la casa, y se detuvo unos instantes, como si hubiera olvidado algo. Entonces un trueno sacudió el cielo, y lo vi estremecerse. Luego siguió caminando hasta la puerta de la casa y se quedó esperando. No llamó al timbre ni golpeó. Sólo volvió la cabeza hacia mí, que ya estaba fuera del coche y le hacía señas para que llamase al timbre. Pero no lo hizo. Así estuvimos unos minutos. Callados. Sin hacer nada. Escuchando el barruntar de la lluvia. Por fin vi una sombra que se acercaba desde el fondo del pasillo al otro lado de los cristales. Abrió y se quedó mirando muy fijamente a Mauricio, como si le costase reconocerle. Era un hombre con el pelo blanco que sin distinguirlo con claridad me resultó familiar. Sin intercambiar palabra se abrazó a Mauricio y me pareció que sollozaba. Luego se volvió hacia el pasillo y comenzó a gritar.
—Rubén, boludo, es el chico, el pibe.
Mauricio me volvió a buscar con la mirada y me hizo un gesto para que fuese con él, pero no me moví. Lo vi asomarse por encima del hombre al que acababa de abrazar, ponerse de puntillas, volver a buscarme. Rompió a llover.
Al rato un hombre que arrastraba una marcada cojera apareció también por el pasillo, seguido de tres o cuatro bultos más que no distinguí desde la calle. Con un hilo de voz le escuché decir:
—Hola hijo.
En ese primer instante me pareció un ser débil, como una figurita de papel a punto de llevársela el viento. Tenía el semblante serio, casi cansado. No encontré en su expresión, ningún parecido con Mauricio, sin embargo reconocí en sus ojos afilados la mirada de Ana Julia. Mauricio sonreía. Se reía con esa risa suya generosa, desmedida por la alegría. Se decían cosas, monosílabos. Se miraban de arriba a abajo. Ahí me di cuenta de que la lluvia era torrencial porque tenía los zapatos llenos de agua. Corrí, atravesando el jardín hasta la puerta de la casa. En la fachada me pareció ver una cucaracha que trepaba asustada por el agua.
Entonces, al llegar al lado de Mauricio y tomarle la mano, al mirar a su padre a los ojos, comprendí que algo había sucedido. Un pequeño cambio, casi imperceptible para un observador externo pero que trasmutó a los dos protagonistas en otros, y que tal vez cambió el curso de los acontecimientos esa noche. Fue un instante en el que el silencio pudo con todo, incluso con la fuerza de la lluvia y el zumbido de los mosquitos. Incluso con el golpeteo del corazón de Mauricio que yo sentía en la palma de su mano. El hijo aflojó la sonrisa. Su papá le palmeó la espalda y comenzó a hablar con una fuerza nueva, como si hubiera rejuvenecido veinte años. Ahora el que se reía era él y pasó su brazo sobre los hombros de Mauricio.
—Qué lindo que vinieron justo el día de mi cumpleaños. ¿Te acordaste? Qué lindo. Están todos: la abuela, los chicos, mi mujer. Se van a alegrar. Justo estábamos…¿Y ella? Ah, tu mujer. ¿Te casaste? No me invitaste mirá. Un gusto linda. ¿Te acordaste de traerme las moneditas? ¿Qué son allá, pesetas?
Los vi adentrarse delante de mí en el contraluz del pasillo mientras el hombre que salió a abrir, sonriente, me sujetaba la puerta para que pasara. Tras nosotros las sombras del final del día comenzaron a extenderse por el barrio como los tentáculos de un pulpo.

jueves, 13 de mayo de 2010

Atlético de Madrid campeones de Europa


Atlético de Madrid
¡Campeones, campeones, campeones!

Qué manera de sufrir, qué manera de ganar...

Letra de Joaquín Sabina

domingo, 18 de abril de 2010

Vuelos de mariposa...


Annabel Lee

Dicen que Virginia Clemm —su prima de trece años con la que contrajo matrimonio y vivió enamorado hasta su muerte— era la única que mantenía a Poe conectado con el mundo real. De todos es sabido que “Annabel Lee” arrastra la sombra alargada de aquella niña que también a él lo hizo niño. Es curioso como la obra de Edgar Allan Poe ha influenciado en la música de muchos grupos de rock duro o heavy, de cuyos abundantes ejemplos no daremos hoy ninguna cuenta. Me quedo, nos quedamos, con el tema de Radio Futura, que lleva el mismo nombre que el poema, cuyo sentido siempre me ha conmovido. Mírenle bien a los ojos, no me digan que no son los de un niño…
(Por cierto, como un pequeño regalo a nuestro amigo Ignacio Cisneros, publicamos también el poema original en inglés).


Fue hace muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
donde vivía una doncella que tal vez conozcáis
por el nombre de Annabel Lee;
y esta doncella vivía sin otro pensamiento
que amarme y ser amada por mí.

Era una niña y yo era un niño,
en aquel el reino junto al mar,
pero amábamos con una amor,
que era más que amor,
yo y mi Annabel Lee;
con un amor que los alados serafines del cielo
nos envidiaban a ella y a mí.

Y esta fue la razón de que, hace tiempo,
en aquel reino junto al mar,
surgiese un viento de una nube, helando
a mi hermosa Annabel Lee;
así que acudieron sus parientes de alta cuna
y la alejaron de mí
para encerrarla en un sepulcro
en aquel reino junto al mar

Los ángeles, ni la mitad dichosos en el cielo,
nos envidiaban a ella y a mí;
¡Sí! Esa fue la razón (como todos saben,
en aquel reino junto al mar)
De que surgiese el viento de una nube, una noche,
helando y matando a mi Annabel Lee

Pero era nuestro amor mucho más fuerte que el amor
de los que eran mayores que nosotros,
de muchos más sabios que nosotros,
y ni los ángeles del cielo allá arriba
ni abajo los demonios, bajo el mar,
podrán jamás separa mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee

Pues la luna nunca luce sin traerme sueños
de la hermosa Annabel Lee;
y así, durante toda la noche yazgo tendido al lado
de mi amada, mi amada, mi vida y mi desposada,
en aquel sepulcro junto al mar,
en su tumba junto al sonoro mar.



It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of ANNABEL LEE;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

She was a child and I was a child,
In this kingdom by the sea;
But we loved with a love that was more than love-
I and my beautiful Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud by night,
Chilling my Annabel Lee;
So that her high-born kinsmen came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me-
Yes!- that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we-
Of many far wiser than we-
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee.

For the moon never beams without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise but I see the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling- my darling- my life and my bride,
In the sepulchre there by the sea,
In her tomb by the side of the sounding sea.


Tema de Radio Futura inspirado en el poema Annabel Lee de Edgar Allan Poe

viernes, 26 de marzo de 2010

Vuelos

De lunes a viernes las mañanas siempre saben a lo mismo. A paladar reseco por el madrugón. A pereza pegajosa. A vagas ganas de largarlo todo a la mierda. En cuanto suena el despertador subo las escaleras; no sé bien si para encender la cafetera o preparar mi maletín y la mochila de mi hijo que duermen cerca de la puerta de la calle y así no quedar olvidadas entre tanta carrera. Están en la misma esquina que hace tiempo ocupó un carrito de bebé y una carpeta de planos de arquitecto. Después bajo a mi habitación y luego vuelvo a subir. A veces lo hago para que no se me queme el pan en la plancha, o para remover el azúcar del café. Bajo para ducharme y subo para buscar los calcetines que me dejé cuando subí para sacar el pan. Y sigo con esa nausea en la garganta. Lo que no se me ocurre es levantar las persianas, o descorrer las cortinas como solía hacer en otra época o ahora los sábados. Para qué, si está oscuro todavía y no hay un rayo de luz que rescatar entre las sombras que deambulan afuera y adentro como gatos callejeros. Además apremian las prisas. Cada tanto miro el reloj tomándole el pulso a la hora límite. Sé que si me la salto el retraso se irá haciendo grande como los ovillos de lana que mi abuela construía pacientemente. Esos días en los que el llegar tarde se apodera de mí, podría salir a la calle con mi hijo de la mano, y encontrar en la puerta una manada de rinocerontes o al hombre más hermoso del planeta y no los vería nunca. Arrastraría al niño boquiabierto, abriéndome paso entre la belleza y la bestialidad hasta alcanzar mi coche. Porque esos días, lo único que sucede en mi vida es que no voy a llegar a tiempo.
Una vez se pasó toda la noche nevando. Cuando salimos del portal nos hundimos hasta los tobillos en la nieve, pero yo no lo noté hasta que las ruedas del carrito se negaron a caminar. Habían acumulado dos palmos de nieve, y mi hijo se reía como un niño. Pero yo sólo fui capaz de mirar el reloj.
Hoy no iba del todo mal con la horalímite. He terminado de preparar las cosas diez minutos antes, y nos disponíamos a salir camino del colegio. Todavía no sé cómo he ahorrado seiscientos preciados segundos en esta mañana fría y húmeda de lunes. Quizás por eso, porque todo iba viento en popa, no le he reñido al niño y me he mirado en el espejo de la entrada. Al salir, algo en la calle ha llamado mi atención. Los pájaros no cantaban, no se escuchaban a lo lejos el carraspeo de los coches ni el rumor de los aviones. Tal vez haya sido ese extraño silencio lo que me ha empujado a mirar al cielo. Estaba rojo. Por la lluvia, he supuesto, pero al advertir su movimiento, he entendido que algo vivo flotaba en el ambiente. Desde el fondo del horizonte los pájaros rosados se iban acercando; eran flamencos. Flamencos inflamando el cielo de un pueblo madrileño, acostumbrado a las golondrinas o alguna que otra pareja de cigüeñas. Al principio eran sólo una mancha, una ondulación roja del cielo. A medida que crecían en tamaño, en proximidad, la bandada definía su vuelo en un zigzag casi militar, entonces he presentido que me traían algo. Sus cuellos largos, sus patas finas acostadas sobre el viento, el perfil negro de los picos corvos, el rímel en el plumaje de sus alas inquietas: algo debían de traer. Esta mañana una bandada de flamencos rosados ha sobrevolado mi casa y me ha sobrevolado a mí, mientras yo dejaba pasar el tiempo, quieta, mirándolos. Con la cabeza alzada, incrédula. Queriendo creer, sí. Pero sin fuerzas, con desgano. Y no han dejado de pasar ni un sólo minuto, durante Dios sabe cuánto tiempo. Gritaban (entre su jolgorio, escuchaba a mi hijo protestar que llegaba tarde al colegio), felices llevaban un rumbo fijo y me lo querían demostrar. “Con el ritmo acordado de una orquesta” me susurra el poeta.
Y he sabido que ellos, firmes, seguros, embarcados hacia el oriente, lejos de traerme nada, se llevaban mis últimas esperanzas.

jueves, 11 de marzo de 2010

Vuelos de mariposa...

Oda a la guitarra

Dejemos que sea la guitarra quien hable por nosotros.

Delgada
---------línea pura
de corazón sonoro,
eres la claridad cortada al vuelo:
cantando sobrevives:
todo se irá menos tu forma.

No sé si el llanto ronco
que de ti se desploma,
tus toques de tambor, tu
----------------------------enjambre de alas,
será de ti lo mío,
o si eres
en silencio
más decididamente arrobadora,
sistema de paloma
o de cadera,
molde que de su espuma
resucita
y aparece, turgente, reclinada
y resurrecta rosa.

Debajo de una higuera,
cerca del ronco y raudo Bío Bío,
guitarra,
saliste de tu nido como un ave
y a unas manos
morenas
entregaste
las citas enterradas,
los sollozos oscuros,
la cadena sin fin de los adioses.
De ti salía el canto,
el matrimonio
que el hombre
consumó con su guitarra,
los olvidados besos,
la inolvidable ingrata,
y así se transformó
---------------------la noche entera
en estrellada caja
de guitarra,
temblando el firmamento
con su copa sonora
y el río
sus infinitas cuerdas
afinaba
arrastrando hacia el mar
una marea pura
de aromas y lamentos.

Oh soledad sabrosa
con noche venidera,
soledad como el pan terrestre,
soledad con un río de guitarras!
El mundo se recoge
en una sola gota
de miel, en una estrella,
todo es azul entre las hojas,
toda la altura temblorosa
----------------------------canta.

Y la mujer que toca
la tierra y la guitarra
lleva en su voz
el duelo
y la alegría
de la profunda hora.
El tiempo y la distancia
caen a la guitarra:
somos un sueño,
un canto
entrecortado:
el corazón campestre
se va por los caminos a caballo:
sueña y sueña la noche y su silencio,
canta y canta la tierra y su guitarra.

Poema de Pablo Neruda
Música: Vicente amigo. Voces: Montse Cortés y Vicente Amigo.

domingo, 21 de febrero de 2010

Ausencias

A modo de conjuro:
Que el azar me lleve hasta tu orilla,
ola o viento, que tome tu rumbo,
que hasta ti llegue y te venza mi ternura.
Darío Jaramillo Agudelo

Tengo la casa llena de ausencias. Te fuiste un domingo y las dejaste todas esparcidas al salir por la puerta. Yo te seguí. Detrás de ti iba sumisa, despierta pero dormida, soñando que era un sueño, que no te ibas. Borracha de ti, de dos días de ti, siguiendo la estela de tus besos. Te hubiera seguido hasta el último confín del mundo. Lo sabías ¿verdad?
Pero nada se movió de su lugar, sólo tú y ese maldito avión sobrevolando el pueblo. Como los mirlos de las mañanas, que me acompañan cuando voy camino del trabajo y se posan ordenaditos en el cartel grande de la carretera. Y los miro todos iguales, negros como el oeste y me traen una certeza: la de mi vida. Mi vida sin ti. De lunes a domingo sin ti. Del uno al veintiocho sin ti.
Luego volví a casa y me las encontré a todas, a todas tus ausencias esperándome. Casi pidiéndome explicaciones. ¿Por qué no te las llevaste? Ahora no sé bien qué hacer con ellas. Se pelean para llamar mi atención. ¡Qué tontas! Como si no las viera una por una, desfilando ante mi nostalgia, asistiendo a mi tristeza. Lo que pasa es que no sé qué hacer con ellas. Y me vienen a la mente los versos del poeta: las podría ordenar por colores, por tamaños…No encuentro tus pies desnudos debajo de la mesa cuando me siento a comer. No estás en mi ir y venir del salón a la cocina. Mis caderas no se tropiezan con tus manos en el pasillo ni en las escaleras. No está tu sonrisa en el espejo cuando me ducho, detrás de las gotas de agua de la mampara. No me dejo amar con los ojos cerrados, para luego abrirlos y encontrarme con los tuyos, diciéndome que me amas hasta nuestro palo de mango. No te escucho abajo cuando estoy arriba. No está tu voz en las esquinas. El velador está vacío de libros, tuyos, o míos, o tuyos para mí, o míos para ti. En el suelo no hay más que suelo. Nada de ropa enredada, confundida, que no encuentro. Me falta tu olor en las sábanas, no está tu pecho en mi cara.
Tengo, amor, la casa llena de ausencias. Tal vez lo prefiera así. Sí, mejor que las dejases. Quizás las consiga ordenar, acostumbrarme a ellas. Tal vez acabe por necesitarlas. Me arrepiento de haberlas llamado tontas. Es posible que me hagan sentir menos sola, que me acompañen. Puedo cuidarlas con la devoción con que te cuidaría a ti.
Al fin y al cabo son tuyas, y es lo único tuyo que tengo.

viernes, 12 de febrero de 2010

De otras plumas...

El Negro Fontanarrosa
Aunque gran parte de la obra que dejó Roberto Fontanarrosa está plasmada en dibujos, yo siento que he encontrado entre sus cuentos claras pinceladas de un escritor de talento. Él decía que le importaba poco que se le reconociera más como un humorista gráfico que como un verdadero escritor. A mí me gusta imaginármelo en ese bar “El Cairo”, donde dicen que se sentaba a lo que él mismo titularía de forma literaria “la mesa de los galanes” a escribir y a conversar con los amigos: fuente de muchas historias. Me hace pensar en Cortázar acodado en la esquinita de un bistró de Paris mirando por la ventana y dejando fluir las palabras hasta su pluma prolífica. Y es que eso de sentarse a escribir en el rincón de un café con vidrieras que dan a calles por las que nunca dejan de pasar hombres y mujeres con semblantes y prisas y frío y maletines, siempre ha dado buen fruto. Habrá que dejarse llevar.

Ulpidio Vega
Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vegas, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico.
Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "sólo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!", se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.

sábado, 16 de enero de 2010

Rituales

Lucas mira a través del cristal de la puerta de la calle y ve a su madre alejarse en la Transit blanca con la que su padre reparte pan de madrugada. No mueve un pelo. Tiene el abrigo puesto, la mochila en la espalda, la cabeza despeinada y los ojos pegados a los movimientos de ella. Le han dado carta blanca para quedarse ahí parado unos segundos todos los días. “Hasta que me pierda de vista por completo” le pidió su madre a la cuidadora de la guardería.
—Déjele, total es un minuto. Una manía. Me quiere ver hasta el último instante. Ya sabe, como un ritual.
Después le arriarán para dentro: que se quite el abrigo, que no moleste a los pequeños, que a desayunar y a lavarse las manos y a dejar la silla colocada…hasta que salga la ruta.
Son las siete de la mañana. Pura noche: el cielo está tapado de nubes y sopla un viento bajo y helado. En Madrid las clases empiezan a las nueve y media, pero en el cole de Wafaa hay servicio de desayuno. Ella sube la cuesta arrastrada por la mano de su madre. Se mira los pies y ríe sin hacer ruido porque le patinan hacia fuera con el hielo y sus rodillas chocan entre sí. Su progenitora, al sentir el juego, gruñe y le da un tirón del brazo. Pero el brillo hosco de sus ojos, arropados por la sombra del hijab, le transmite a la niña una seguridad que difícilmente podría explicar con su español parco. Al llegar a la esquina sabe que es el momento. Después, cuando la suelte del otro lado de la verja que rodea el colegio, no habrá besos ni abrazos. La mujer no volverá la cabeza—envuelta hoy en una tela gris que parece el reflejo del cielo— para decirle adiós. Wafaa le aprieta la mano tres veces con fuerza. Como si quisiera bombear agua o hacer morse. Son tres veces consecutivas, aún a riesgo de castigo. Tres veces separadas por tres segundos. A Wafaa le gusta el número tres y adora que en clase alguien le pregunte cuál es su número favorito, porque en general nadie le hace preguntas.
Parece que la noche toca a su fin en Lavapiés. El barrio se despereza como un gato y algunos coches desfilan con lentitud como luciérnagas con el papel aprendido. Una furgoneta sale de un garaje lejano y en la acera de la calle del Amparo, tose el motor de un R-5 trasnochado justo frente del portal número 7. En el segundo piso Orlando revisa su mochila. A esas horas mira sin ver, para que cuando su hermano mayor le pregunte en el quicio de la puerta—a punto de salir camino del colegio—, el niño pueda decir sin mentiras que sí, me fijé y llevo todo. Pero sólo le interesa mirar por la ventana, echar a un lado las cortinas y ver la luna encaramada en lo alto de los edificios que se amontonan alrededor de ese en el que ellos viven. De todos modos, piensa, es la misma luna en todas partes. La misma que mira Valery desde Chiclayo y la misma que busca su madre por las vidrieras de la fábrica. Primero le guiña un ojo—sin controlar del todo el otro que se le queda medio cerrado—, después le dice: “sí, seré juicioso mami”, y por último le lanza un beso que vuela por la rendija de la ventana abierta.
El viento que se ha levantado al compás del sol se lo lleva lejos, viaja alto, por encima de las antenas de las casas. Avanza saltándose los semáforos en rojo y despabilando a las farolas. Juega porque es un beso de niño: se deja caer en picado y hace un luping en el moño de una señora que acaba de salir de un portal. Remonta el vuelo y busca el rastro de su destino a lo largo de la M-30 que discurre hacia el sur todavía limpia de atascos. Orlando le imprime velocidad como en los vuelos de sus sueños hasta alcanzar la torre más alta de la fábrica de cerveza que se despliega, antigua, junto al río.
Más abajo, las alarmas de los relojes, móviles, radios y servicios de habitaciones se ponen de acuerdo para despertar a la ciudad.