viernes, 26 de marzo de 2010

Vuelos

De lunes a viernes las mañanas siempre saben a lo mismo. A paladar reseco por el madrugón. A pereza pegajosa. A vagas ganas de largarlo todo a la mierda. En cuanto suena el despertador subo las escaleras; no sé bien si para encender la cafetera o preparar mi maletín y la mochila de mi hijo que duermen cerca de la puerta de la calle y así no quedar olvidadas entre tanta carrera. Están en la misma esquina que hace tiempo ocupó un carrito de bebé y una carpeta de planos de arquitecto. Después bajo a mi habitación y luego vuelvo a subir. A veces lo hago para que no se me queme el pan en la plancha, o para remover el azúcar del café. Bajo para ducharme y subo para buscar los calcetines que me dejé cuando subí para sacar el pan. Y sigo con esa nausea en la garganta. Lo que no se me ocurre es levantar las persianas, o descorrer las cortinas como solía hacer en otra época o ahora los sábados. Para qué, si está oscuro todavía y no hay un rayo de luz que rescatar entre las sombras que deambulan afuera y adentro como gatos callejeros. Además apremian las prisas. Cada tanto miro el reloj tomándole el pulso a la hora límite. Sé que si me la salto el retraso se irá haciendo grande como los ovillos de lana que mi abuela construía pacientemente. Esos días en los que el llegar tarde se apodera de mí, podría salir a la calle con mi hijo de la mano, y encontrar en la puerta una manada de rinocerontes o al hombre más hermoso del planeta y no los vería nunca. Arrastraría al niño boquiabierto, abriéndome paso entre la belleza y la bestialidad hasta alcanzar mi coche. Porque esos días, lo único que sucede en mi vida es que no voy a llegar a tiempo.
Una vez se pasó toda la noche nevando. Cuando salimos del portal nos hundimos hasta los tobillos en la nieve, pero yo no lo noté hasta que las ruedas del carrito se negaron a caminar. Habían acumulado dos palmos de nieve, y mi hijo se reía como un niño. Pero yo sólo fui capaz de mirar el reloj.
Hoy no iba del todo mal con la horalímite. He terminado de preparar las cosas diez minutos antes, y nos disponíamos a salir camino del colegio. Todavía no sé cómo he ahorrado seiscientos preciados segundos en esta mañana fría y húmeda de lunes. Quizás por eso, porque todo iba viento en popa, no le he reñido al niño y me he mirado en el espejo de la entrada. Al salir, algo en la calle ha llamado mi atención. Los pájaros no cantaban, no se escuchaban a lo lejos el carraspeo de los coches ni el rumor de los aviones. Tal vez haya sido ese extraño silencio lo que me ha empujado a mirar al cielo. Estaba rojo. Por la lluvia, he supuesto, pero al advertir su movimiento, he entendido que algo vivo flotaba en el ambiente. Desde el fondo del horizonte los pájaros rosados se iban acercando; eran flamencos. Flamencos inflamando el cielo de un pueblo madrileño, acostumbrado a las golondrinas o alguna que otra pareja de cigüeñas. Al principio eran sólo una mancha, una ondulación roja del cielo. A medida que crecían en tamaño, en proximidad, la bandada definía su vuelo en un zigzag casi militar, entonces he presentido que me traían algo. Sus cuellos largos, sus patas finas acostadas sobre el viento, el perfil negro de los picos corvos, el rímel en el plumaje de sus alas inquietas: algo debían de traer. Esta mañana una bandada de flamencos rosados ha sobrevolado mi casa y me ha sobrevolado a mí, mientras yo dejaba pasar el tiempo, quieta, mirándolos. Con la cabeza alzada, incrédula. Queriendo creer, sí. Pero sin fuerzas, con desgano. Y no han dejado de pasar ni un sólo minuto, durante Dios sabe cuánto tiempo. Gritaban (entre su jolgorio, escuchaba a mi hijo protestar que llegaba tarde al colegio), felices llevaban un rumbo fijo y me lo querían demostrar. “Con el ritmo acordado de una orquesta” me susurra el poeta.
Y he sabido que ellos, firmes, seguros, embarcados hacia el oriente, lejos de traerme nada, se llevaban mis últimas esperanzas.

1 comentario:

carmen jiménez dijo...

He leído sin respirar todo este relato. Es sin duda un relato de diez. Hasta el final sería de diez, como las buenas películas que reflejan la vida misma. Sin filtros, poniéndose siempre en lo peor. Si no fuera porque al espectador le duele tanto. Y ni te digo, si conoces ese dolor de otras veces. Ni te digo...No te digo lo bien que describes las prisas de las mañanas. Esas mismas mañanas que no te permiten desayunar con tu hijo, y sonreírle mientras le untas la tostada sentaditos en la mesa. Todo correcto y perfecto. Todo posible en los libros de manuales. Y sin embargo, tú describes la realidad viva. Y luego, esos flamencos rosados que tiñen el cielo no se sabe si de esperanza. Pero desde luego, el impacto final vuelve el cielo negro de repente. Y todo vuelve a ser igual. La misma nieve pisada con prisa, el mismo cielo. Yo creo que me habría agarrado a la pata de uno de ellos para que me llevara a ese otro horizonte de oriente con mi hijo. Un horizonte diferente que me permitiera seguir soñando que todo es posible.
Un beso.
Con todo mi amor.