domingo, 26 de abril de 2009

Vuelos de mariposa...

Hay amores

El aleteo de una mariposa nos trae un bolero, atemperado por la voz tierna de Shakira y los amores de más de medio siglo (cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches) entre Florentino Ariza y Fermina Daza. Será que lo inspiró porque su historia es como un bolero. Y como dijo el mismo Gabo al respecto de este género: "...es en apariencia de un desmesurado sentimentalismo; pero tiene también un guiño, una exageración asumida con humor, un "no lo tomes al pie de la letra" que sólo, al parecer, los latinoamericanos logramos captar (como los adjetivos de Borges)".
No se lo tomen al pie de la letra.


Ay mi piel, que no haría yo por ti
por tenerte un segundo, alejados del mundo
y cerquita de mí.

Ay mi piel, como el río Magdalena
que se funde en la arena del mar,
quiero fundirme yo en ti.

Hay amores que se vuelven resistentes a los daños,
como el vino que mejora con los años,
así crece lo que siento yo por ti.

Hay amores que se esperan al invierno y florecen
y en las noches del otoño reverdecen
tal como el amor que siento yo por ti.

Ay mi piel, no te olvides del mar
Que en las noches me ha visto llorar
tantos recuerdos de ti

Ay mi piel, no te olvides del día
que separó a tu vida,
de la pobre vida que me tocó vivir

Hay amores que se vuelven resistentes a los daños
como el vino que mejora con los años
así crece lo que siento yo por ti.

Hay amores que parece que se acaban y florecen
y en las noches del otoño reverdecen
tal como el amor que siento yo por ti.

Shakira


domingo, 19 de abril de 2009

Volver a casa

Se dirigió siempre a ella con una delicadeza y una caballerosidad incuestionables. Jamás dejó que se desnudara sola para aquellos amores improvisados y urgentes, ni que se vistiera después bajo la somnolencia con que los encontraba la luna llena detrás de los cristales empañados del coche. Era él y sólo él quien, con la torpeza de un principiante y sin dejar de besarla en las mejillas como queriendo expiar la culpa reciente, le colocaba cada una de las prendas exactamente en el mismo orden y lugar donde las traía puestas. Ella permanecía inmóvil por miedo a que un gesto suyo fuera interpretado por él como un reproche por su falta de tino. Nunca acabó de comprender cómo era capaz de encontrar en un tiempo record —muchas veces estuvieron apremiados por un toque de queda que su padre le había impuesto— las medias o el pañuelo, que horas antes en la sesión de tarde había adornado su cuello, en los huecos inútiles entre freno de mano, asiento y puerta. En el futuro ningún otro volvió a repetir aquel ritual exquisito que ella siempre entendió como una mezcla justa de ternura y pudor.
Perder la virginidad a los diecisiete años en el asiento de atrás de un Talbot Horizont no parecía a simple vista lo más deseable para una adolescente que interpretaba el sexo pleno como un salto a un vacío incierto, más fundamentado en decorados ilusorios de películas románticas de los sixie´s. Sin embargo, años más tarde, mientras tomaba un café en una esquina del madrileño barrio de Chamberí esperando al padre de sus hijos, tuvo la certeza de que aquella primera vez no la hubiera cambiado por ninguna otra. Ese día, casi sin querer había logrado con un esfuerzo dulce de la memoria reencarnarse en su propio cuerpo de los días posteriores a aquella noche. Un cuerpo que se trastabillaba con el aire que lo tocaba, tratando de encontrar su sitio entre la mujer biológica que había sido hasta ese hecho deslumbrante y la hembra en celo que caminó sonámbula desde entonces. El amor se le había metido hasta la cocina.
En las clases de la facultad era incapaz de tomar apuntes al derecho. Llenaba hojas de Dios sabe qué, mientras observaba a través de las enormes ventanas clausuradas el cabeceo dormido de los chopos desnudos. En el laboratorio de análisis químico, el que fue su compañero de prácticas desde primero le daba codazos en las costillas para sacarla del estado de sopor en el que decantaba mezclas sulfúricas que no eran las indicadas en los cuadernillos. No volvió a respirar con normalidad hasta que tras una hora frente al teléfono, logró juntar las palabras necesarias para decirle al causante de aquella revolución que se quería dedicar en cuerpo y alma el resto de su vida a repetir lo que habían hecho en el coche el sábado anterior.
Lo que empezó bien continuó mejor y llegó a la conclusión con la suficiente precocidad de que no había patria más sólida que las manos de un hombre entregado, así que aquel cuerpo de ingeniero industrial en ciernes se convirtió oficialmente en su casa.
Por otro lado nadie a su alrededor podía imaginar que ella —una chica callada y abandonada a su mundo interior— estuviera invirtiendo semejante cantidad de tiempo en rememorar las caricias bajo la ropa en las que se demoraban horas enteras y sofocadas en las esquinas de cualquier bar. Entraba y salía del apartamento de sus padres, comía, dormía, estudiaba, se tropezaba en el pasillo con sus hermanos, pero todos ignoraban que hacía días que ella se había mudado de casa. El Talbot fue providencial. Era el único lugar donde parecía transcurrir realmente la vida. Allí se desahogaban como si por el solo hecho de estar dentro abrazados, el coche se volviera invisible, y al bajarse, todo lo besado, lo humedecido, lo entregado, se borrase sin dejar huella más que en sus atribulados corazones. Sus amigas de la facultad hablaban del sexo como una etapa remota del futuro, allá donde una se plantearía la vida en serio con el novio de ahora tras una relación macerada por los años. Entendió entonces que si les hubiera explicado con la profusión de detalles que se le ocurría lo que se estaban perdiendo la hubieran crucificado de envidia. Así que decidió seguir con su silencio que amparaba la situación con una clandestinidad contra el sexto mandamiento que al principio los asustó a los dos, pero que finalmente acabó por excitarlos.
Los años de la universidad volaron y la vida pareció enredarse como un cabo sin adujar sobre la cubierta de un barco. Casi sin darse cuenta cada uno caminaba en una cinta diferente peleando su propio destino, construyéndose a sí mismo en el ecuador de la juventud. Y al mirar alrededor ella comprobó que se había quedado sola. No había rastro de sus amigos el la anacrónica biblioteca, ni de los viernes de fútbol femenino en el Paraninfo comiendo macarrones guisados en cuencos de aluminio. Ningún indicio de aquellos amores en el coche sofocados por las sombras de los plátanos en los vericuetos de los jardines de la Ciudad Universitaria.
La segunda primera vez se presentó tan definitiva como la primera primera vez. Ahora estaba la expectación: ¿Cómo sería para una desterrada llamar a la puerta de otra casa? ¿Sería un cuerpo acogedor o apenas una sala de estar fría donde esperan las visitas? Y lo otro era la seguridad. La probable certeza de saber dónde colocar exactamente las manos para obrar esa magia que para ella ya tenía un nombre propio. Lo que otros hubieran llamado la experiencia. Y luego las ganas avivadas por el período de abstinencia, las dudas otra vez, de nuevo la pionera entre sus amigas.
Nunca recordó el día, pero sí la cama. La cama era otra cosa. Más amplia, más cómoda que el habitáculo trasero de un coche. Con sábanas blancas para cobijarse después del amor e incluso abandonarse al sueño pausado que nunca antes le estuvo permitido. Había que estar a la altura sin embargo: organizarse con más madurez para que los pasos previos no parecieran una cascada de tropiezos urgentes hasta el momento de los cuerpos desnudos. Había que hacer toda aquella interpretación: encender las luces, no demasiadas…hablar un poco, te sirvo algo de beber, cogerse la mano, acariciarse la cara. Pero tampoco demorar el asunto demasiado, porque eso hubiera sido como un iceberg chocando de frente contra lo preparado, lo hablado o tal vez asumido sabiendo ya con la experiencia con la que los dos llegaban de otras casas.
No hubo dificultad para los besos al pie de la cama. El calor de los abrazos pidió dar el siguiente paso lógico, pero ella no supo cómo. Él le levantó la blusa por encima de los senos y caminó con los dedos por su espalda hasta el broche del sujetador. Ella pensó entonces que todo estaba resuelto: bastaba con quedarse quieta. Pero hubo un cambio de rumbo y él se apresuró a desvestirse. Mientras se quitaba los pantalones, a la pata coja y con el torso desnudo, la miró sonriendo. A un gesto suyo entendió. Ella debía hacer lo mismo. Pero ¿Y la ropa? Tirarla al suelo, colocarla en la silla acolchada que vio al lado de la cama, dejarla caer con algún cuidado. Después vino la exploración de los cuerpos. Todavía de pie, el cuello de él le quedaba a la altura de la nariz por lo que para buscarle la oreja con sus dientes tuvo que ponerse de puntillas. Y esa fue la primera sorpresa. Era una oreja prominente y alargada. No le cabía en la boca. Demasiado grande. O tal vez —meditó después— la otra era muy pequeña. El preludio de la oreja al que estaba acostumbrada se esfumó cuando suavemente él se retiró de sus mordiscos y contraatacó con besos mojados en su cuello y sus hombros. Ella sintió que eran animales guiados por las costumbres porque también él parecía besar de memoria, navegarla con las manos siguiendo la carta de otro cuerpo. Ella no dio con los antebrazos velludos que le hacían cosquillas en el vientre, ni pudo encontrar las nalgas que le llenaban de júbilo el cuenco de las manos. Le sorprendió el color rosado de un miembro demasiado espigado, que le procuró de todos modos nuevos sosiegos en el transcurso de la noche.
Algunos años más tarde se encontraba mirando el escaparate de una librería especializada en rutas de montaña de la calle Pradillo, cuando en el reflejo del cristal lo reconoció al instante. Era el ingeniero industrial que su padre acabó por decirle “el novio de mi hija” a pesar de las apuestas en contra que solían hacer sus hermanos. Sintió en el estómago los nervios repentinos. En ese momento cayó en la cuenta de que estaba en el barrio de la Prosperidad, donde él había vivido siempre con su familia, en un séptimo piso estrecho agobiado por las moquetas y el papel pintado. En el salón había un pequeño balcón que daba a la calle Marcenado, la cual gozaba de una tranquilidad pasmosa los domingos a la hora de la siesta. Cuando él adquirió el hábito de fumar acostumbraba a salir allí bajo indicación paterna porque su padre, de mente matemática, no soportaba que su hijo estuviera sucumbiendo a una costumbre tan poco racional. Ella lo solía acompañar como una excusa torpe para comerse a besos mientras sus padres veían la televisión en el sofá del salón.
Aquel encuentro puramente casual los arrastró a una espiral de recuerdos. Vagaron toda la tarde por el parque de Berlín hablando sin parar hasta la hora en que calcularon que estaría abierta La Ópera Flotante: un garito de barrio en el que él solía encontrarse con sus amigos de la escuela en aquél entonces. Tomaron cerveza e hicieron el intento de ponerse al día. El le dijo que ya no vivía en Madrid, pero que sus padres se habían quedado en el piso de siempre a unas calles de allí. Cuando la niebla de los cigarrillos hubo tapado lo suficiente el local, se dieron cuenta de que hacía rato que no prestaban atención a lo que se contaban. Le dijo que esa noche estaba solo en casa y no pasaron del salón. La desvistió con toda la ternura que recordaba y se amaron como si no hubiera pasado el tiempo. En el transcurso de las caricias ella comprobó que todo estaba en su lugar en aquella casa que había sido suya por primera vez. Las primeras luces que se colaron por el balcón le hicieron despertarse, pero él seguía dormido abrazado a ella entre sueños hablados. Estaban desnudos. La ropa esparcida por la alfombra en un reguero hacia el pasillo. Ella comprendió que si se despertaba trataría de cobijarla con sus manos, la vestiría, y tendrían el papelón de decirse un adiós con toda la pinta de definitivo.
Se deshizo como pudo del abrazo y recogió la ropa del suelo. Cuando se hubo vestido buscó en su bolso un pedazo de papel donde poder escribir. Sobre la mesa ratona del salón quedo la nota que él leería justo cuando ella se adentraba en la boca de metro frente al mercado de la Prospe. “Ha sido como volver a casa”.

martes, 14 de abril de 2009

Vuelos de mariposa...

Donde pongo la vida pongo el fuego

Volemos con Pedro Guerra, quien mantiene vivos con su voz los versos de un gran poeta: Ángel González. Y aunque él ya no está, su palabra —como ellos dijeron— queda en el aire.

Donde pongo la vida pongo el fuego
de mi pasión volcada y sin salida.
Donde tengo el amor, toco la herida.
Donde dejo la fe, me pongo en juego.

Pongo en juego mi vida, y pierdo, y luego
vuelvo a empezar, sin vida, otra partida.
Perdida la de ayer, la de hoy perdida,
no me doy por vencido, y sigo, y juego

lo que me queda: un resto de esperanza.
Al siempre va. Mantengo mi postura.
Si sale nunca, la esperanza es muerte.

Si sale amor, la primavera avanza.
Pero nunca o amor, mi fe segura:
jamás o llanto, pero mi fe fuerte.

Ángel González

jueves, 2 de abril de 2009

El juego

Le dicen avistaje de ballenas. Será porque uno llega desde el otro lado del mundo a visitarlas. Primero en avión, cruzando el océano, y más tarde en bus. O en un autito de alquiler con el que se ha de ingresar en esa península que es como una vesícula que se adentra en el Atlántico sur. Ya en los dominios patagónicos se transita por caminos de ripio polvorientos con aspecto de conducirte al fin del mundo. La luz se mezcla con la tierra —que es lo único que hay en el horizonte— convirtiéndola en una compañera cálida al despuntar el día y dulce de leche al caer la tarde. Pero yo creo que en realidad son ellas, las ballenas francas del sur, las que se acercan a verlo a uno. Curiosas, moles de piel fría y corazón caliente, desprovistas de la aleta dorsal que lucen sus primas del hemisferio norte, se deslizan como sirenas en el agua, y desaparecen bajo el casco de los catamaranes repletos de turistas que contienen la respiración hasta que las ven salir por la otra banda. A veces le hacen un guiño a la casualidad y sacan repentinamente sus colas con forma de corazón a unos metros escasos de la cubierta. Entonces arrancan un suspiro contenido del público, justo cuando desde sus vértices erguidos cae agua salada a la manera de una fuente. A veces la muchedumbre rompe en un aplauso. Para ellas tiene que ser como un juego. Lo pienso mientras miro de refilón a Edgardo moviendo los brazos a la italiana —un guía de ojos negros y apasionados que me pescó al vuelo para subirme en el barco— explicándoles a algunos ingleses que no, que no estaba preparado. En plena época de cría navegan en las aguas transparentes —cuando el día no se tuerce y se amontonan sin avisar nubarrones en el techo del cielo— con sus ballenatos sobre el dorso cerca del Golfo de San José. Se aproximan a los barcos de avistaje, e incluso a los pequeños gomones hasta dejarse acariciar por algún intrépido. Asoman la trompa, se balancean, muestran su ojo en la superficie como si fuera la mirada del mismísimo océano. Es fácil imaginarse lo que les dirán a sus pequeños: “miren, chicos, esa es la architemida especie terrestre: el hombre". Y entonces vuelvo a echar un vistazo al pelotón de visitantes embutidos en sus chalecos de color butano arremolinarse en la barra de la confitería para pedir café. Porque aunque es verano, es austral, y con el día ya avanzado se agradece algo caliente. Me aventuro a pensar que deben de verse divertidos desde allí abajo, como manchas anaranjadas de movimientos incomprensibles para ellas. Y me embauca otra vez el vuelo de las francas. Tras la popa se entusiasman con piruetas al ralentí. Se colocan cabeza abajo para volver a exhibir la cola, que ahora es una vela. Eficaz cazadora de viento.
Desde la segunda cubierta, apoyada en los guardamancebos, estiro la vista donde se pierde el mar. Y juego a lo de siempre: ¿Qué habrá más allá de lo azul; donde se diluye el horizonte?
—Derecho, sin perder el rumbo, llegaríamos a la Isla de Diego Álvares.
Edgardo me sorprende desvelando el misterio. Se queda un rato a mi lado. Parece que el grupo de ingleses le ha dado un respiro. Lo veo que me sonríe y desvío la mirada hacia las ballenas. Sus ojos me gustan.
—¿Y por qué francas? —Me intereso.
—Francas para avistar, francas para cazar…—deja de sonreír— las “right wales”. Son medio lentas las guachas. Parece que no tienen prisa. Prefieren jugar a hacer la vertical para mostrar su linda cola, que salir corriendo. Los balleneros lo saben muy bien.
Luego Edgardo se inclina un poco sobre el pasamanos y me dice al oído:
—¿Y vos? ¿No querés jugar conmigo?
Yo, sólo trato de buscar una palabra acorde con su diccionario.
—Dale.