domingo, 15 de noviembre de 2009

Habitación 121

Tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan. Una mesita de luz con un cajón vacío. Hay un velador de pantalla coral con una quemadura redonda que se difumina del negro al castaño. Una pintura de margaritas apagadas en la pared, con un marco estrechísimo, casi imperceptible y una alfombra cremosa a los pies de la cama. Frente a ella una sola ventana es la puerta de un balcón de corte antiguo. Está vestido con cortinas finas y blancas que apenas disimulan el patio que se hunde doce pisos más abajo. La luz llega tenue a las estancias como un coladero del cielo lejano. Es imaginable que muchas otras habitaciones den a ese espacio ciego, entre cuatro paredes, adornado con cactus rechonchos cubiertos de pinchos amarillos. Sobreviven en el ambiente artificial de una urna de vidrio cuadrada. Podríamos suponer que si un huésped se asoma de martes a domingo no se sentirá tan solo al comprobar que hay seres vivos habitando el suelo del patio. Los lunes es difícil para mí imaginarme nada. Tenemos una habitación. De martes a domingo no es nuestra, pero nadie la ocupa gracias a la habilidad de él para convencer al encargado y que no se la alquile a otros. O tal vez sea gracias a su dinero. O quizás una mezcla de las dos cosas. Los lunes la habitación es nuestra. Tenemos una habitación que los lunes nos tiene a nosotros. Y cuando él y yo cruzamos el umbral de la puerta, cada uno por su lado, con nuestra ropa de trabajo y nos miramos y nos despojamos del reloj, de los pendientes, de los móviles, de los zapatos, la habitación se convierte en un barco. La proa apunta valiente hacia el balcón, que se abre por arte de sus manos y la brisa entra sin tapujos. Las cortinas son medusas que ondean como velas rebeldes. La luz se hace intensa y trae olores dulces del jazmín mediterráneo que se confunden con el almíbar guardado en algún lugar de nuestros cuerpos. Y ya desnudos puedo asegurar que volamos. Cortamos olas, amarramos pierna con pierna, lengua con lengua, largamos velas, nos atrevemos con cualquier viento. A veces, durante la noche, la lluvia nos despierta. Sentimos que cae sobre la tierra. Hemos llegado a un puerto. Nos levantamos con la piel tibia como la sangre y nos asomamos al balcón. De la mano vemos las gotas aplastarse sobre la arena caliente de una playa, las escuchamos salpicar las calles de un pequeño pueblo azulado que crece alrededor. Nos dejamos embriagar por el vapor cálido que asciende hasta la batayola del balcón de nuestra habitación.
Más tarde la noche culmina y deja de ser lunes. Tenemos una habitación que siempre abandono yo primero. Entro en el ascensor e intento no verme en el espejo que se empeña en devolverme una imagen demasiado parecida a la de la noche pasada. Justo a esa hora cambian el turno en la recepción. Es fácil. Sólo hay que ser puntual. Para ellos yo no he estado nunca. Sólo él y su capricho de conservar la 121. Cruzo el vestíbulo a paso rápido y salgo a la calle. Los pájaros empiezan a cantar, pero se confunden con el vuelo de los aviones que cruzan intermitentes el horizonte. La nacional dos va cargada de coches. Miro a los lados buscando el mío aparcado en la acera. Durante un instante observo los restaurantes de carretera, las parrillas, las marisquerías fuera de lugar, apagadas. Entro en el vehículo sin quitarme el abrigo. Hace frío. Me cuesta unos minutos arrancar, pero finalmente lo pongo en marcha y salgo a la nacional dos. En mi cabeza persiste la idea: tenemos una habitación. De martes a domingo nadie la habita. Tiene una cama amplia, con sábanas limpias que esperan.

1 comentario:

carmen jiménez dijo...

Y ojalá esperaran siempre. Ojalá el tiempo se detuviera en ese lunes que describes. Aunque tal vez, si así fuera, terminarían escuchando los aviones através de un balcón por donde además se cuelan otras voces, y verían la lluvia aplanstándose contra un patio de cemento.
Pero lo lunes, los lunes, amiga los has descrito maravillosamente. A una la entran ganas de saber de barcos para poder sentir su proa mirando hacia la ventana y dejarme embriagar por el vapor cálido que asciende hasta la batayola del balcón.
Un disfrute volverte a leer.
Besos mil