viernes, 1 de mayo de 2009

Un loco en el semáforo de Cuzco

Llego tarde. Como siempre. Yo no sé qué me hace falta para aprender que tengo que adelantar el despertador quince minutos. Si con un cuarto de hora basta. Pero no, cualquiera diría que me gusta llegar a Plaza de Castilla, y ver en el maldito reloj que son las ocho menos diez. Porque me pasa todos los días y todos digo que mañana cambio la alarma. Y claro, bajar la Castellana a la hora punta en diez minutos es de locos. De locos.
Me queda uno, un semáforo, el de Cuzco, y giro para meter el coche en el aparcamiento. De ahí son cinco minutos andando. No es que pase nada porque llegue tarde, pero después me tengo que quedar más, y hoy vuelve Fran de viaje y le quiero preparar algo especial para cenar. Y tengo que ir al super. Pero qué pasa ahí delante, ¿Por qué no se mueven? Ya estamos, con los que te limpian los cristales y los payasos malabaristas. Mira ese que viene con el monociclo. No. Es lo único que me falta. Si además no voy a tener monedas.

Y entre los coches de delante desaparece pedaleando. El semáforo sigue en rojo y ya son las ocho de la mañana. Casi a punto de subir la ventanilla y guardar las monedas en el bolso lo veo aparecer en el espejo retrovisor. Como si se hubiese desdoblado. Es flaco. Viene mirando al cielo, siguiendo las tres pelotitas rojas que bailan en el aire y luego regresan a sus manos, obedientes.
Se va acercando. De un primer vistazo, en el pequeño marco del espejo, me parece verlo vestido de rayas blancas y negras y unos tirantes rojos que sujetan sus pantalones anchos con un bolsillo exagerado a cada lado. Cuando llega a mi altura no subo la ventana y compruebo que es como lo he visto de lejos. Salvo las rayas. Tiene las rayas de la camisa pintadas en la piel y rematadas en el cuello y en la mitad de sus brazos con un borde negro que imita una camiseta.
Es una mezcla de mimo—la cara blanca, los ojos muy abiertos y las manos grandes, inquietas—con payaso—labios gruesos pintados de rojo semáforo y una pelotita encarnada en la nariz—. Un linyera. Y me viene a la memoria ese tango que hace siglos que no escucho. Desde que Fran desterró mis discos de Piazzola al estante más alto del salón.
El está suspendido en su monociclo media pedalada hacia delante media pedalada hacia detrás. Me mira. Sonríe con los ojos—frescos como el musgo— y con los labios. Las pelotitas bailan desde sus manos por última vez, vuelan y él hace que caigan en uno de sus bolsillos.
Yo miro el semáforo. Verde. Me vuelvo para decirle adiós sin tiempo de volver a sacar el dinero. Pero entonces siento su aliento en mi cara. Y un leve roce de su mano en mi pelo cuando saca algo de mi oreja. Sus dedos—son largos, me gustan—sostienen el tallo de un clavel rojo que ondea un poquito con el vaivén de su cuerpo haciendo equilibrios sobre los pedales. Le miro y me hace un gesto con la cabeza: “para ti, linda”, parece decir. Lo cojo y me lo acerco a los labios para olerlo. Pongo primera y arranco. En un último instante busco su imagen reflejada en el retrovisor y lo veo desaparecer entre la fila de coches.
Llego a la oficina media hora tarde. En mi sitio vuelco el vaso de los lápices y lo lleno con agua de mi botella. Meto el clavel. Enciendo el ordenador y me marcho a la cocina a buscar un café. Las chicas están animadas. Me miran y se ríen divertidas. Yo tengo esa imagen en la cabeza, y les pregunto:
—Oye, ¿Habéis visto alguna vez a esos mimos o… bueno, los chicos que están es los semáforos de la Castellana haciendo malabarismos?
María me cuenta algo. Que tienen permiso de la Comunidad de Madrid, y que pertenecen a una asociación para personas que trabajan en la calle. Pero a mi me interesa él.
—Y ¿Uno que tiene las rayas de la camisa pintadas en la piel? ¿A ese lo habéis visto? Es fantástico.
Mi compañera de departamento me mira sin ganas de entender:
—Nena, si fuera fantástico no estaría en un semáforo pidiendo. Pero no. Yo no lo he visto.
Después volvemos a nuestras mesas. Y siguen con las risas. María desde su cubículo de enfrente me señala la flor, y me doy cuenta de que sin querer la he puesto junto a la foto de Fran.
—Cómo se nota que hoy cumplís un año… ¿Qué? ¿Te la dio cuando te despertaste?
Sus palabras se me atragantan en el estómago. Me fastidia su escrupulosa memoria, cuando además yo ni me acordaba. Hago un repaso mental…veintitrés de noviembre. “Sí, claro” contesto para salir del paso.
Abro el correo y pincho en enviar y recibir. Ordeno por fecha. Ni en los de anoche, ni en los de hoy. No hay nada de Fran. Y casi como una esperanza se me enciende una luz verde. La diferencia horaria. Pero no. Esta vez ha viajado a Londres. No importa, es pronto. Durante unos segundos coloco la flechita del ratón en nuevo y lo pienso bien. No. Debe ser él quien lo haga. No puedo seguir siempre así. Una fecha como hoy. Me lo debe.
El día es de locos. El teléfono no deja de sonar. Y la organización del congreso nos tiene hasta arriba. De camino al baño me cruzo con una compañera del departamento médico que me para en el pasillo.
—Eh, me dijeron que hoy es tu aniversario. Enhorabuena. A ver si te dejas de ser tan rara y nos traes las fotos de la boda, que estamos todas locas por verlas—y con una risita nerviosa acaba la frase—Sobre todo a tu marido.
El día pasa. Salgo a comer a la una. En el turno anterior al de mis compañeras del departamento. Voy al restaurante de la esquina. En Castellana con General Yagüe. Me siento en la mesa del fondo. Y espero la comida mirando la gente que pasa por la acera y tarareo la música de aquél tango, “Balada para un loco”.
Almuerzo rápido y vuelvo a la oficina. Trascurre la tarde y no tengo noticias. De vez en cuando reviso el móvil, el correo, pero nada. Me quedo casi una hora más para rematar el congreso y al salir voy al supermercado. Antes de irme cojo la lata de los lápices con el clavel y en el coche lo coloco en el portavasos.
Empujando el carro por los pasillos intento no perder los nervios y pensar poco. No acordarme de algunas cosas que me amargan la boca. Me dirijo al pasillo de las pastas, pero no, me jode no ponerle cominos a la salsa boloñesa, sólo porque él dice que la salsa boloñesa no lleva cominos, así que prepararé otra cosa. Sin querer pienso en la tarjeta que le encontré a Fran en el bolsillo interior del traje hace unas semanas y se me viene a la cabeza mi madre. Ella y su escepticismo premonitorio. Mis amigos el día de mi boda. El gordo Pablo diciéndome que para qué si no había necesidad. No puedo creer que haya pasado un año. Voy echando cosas sin mucha fe y con poca concentración. Creo que la musaka estará bien y mejor me olvido de lo demás. Ya me dijo el psicólogo. Nada de repetir y destripar pensamientos. Sólo la musaka. Llego al portal de casa, y el conserje me saluda cariñoso como siempre. Me dice que me han subido algo al apartamento.
—Algo que trajo un mensajero para usted—dice con una sonrisa de curiosidad. Y después mira la lata con el clavel que tengo en una mano, y los dos brazos llenos de bolsas del supermercado.
—Deje que la ayude.
Me acompaña al ascensor, acomoda las bolsas en el interior y presiona el botón del quinto. Subo. Entro en casa y enciendo las luces. Pienso en la tarjeta y se me pasa por la cabeza llamar. Al pasar al comedor veo que en la mesa hay un ramo de rosas rojas inmenso. Las empiezo a contar y cuando llego a doce paro. Están en un jarrón con agua donde las debe de haber acomodado el portero. Son muchísimas. Demasiadas. Dejo las bolsas en la cocina y vuelvo al comedor. Coloco el clavel al lado de las rosas y se ve como un David frente a Goliat. Voy a mi cuarto y saco algo del cajón del velador en mi lado de la cama. Me acerco a la mesa donde están las flores, ruedo una silla y me siento. Entre las rosas y el clavel coloco la tarjeta. El nombre de un restaurante está escrito en el centro y debajo, a mano, un teléfono. Es evidente que la letra es de mujer. Junto al número una frase que casi parece tener voz: "No te olvides, llámame. Sonia".
Me paso un buen rato en la cocina colocando todo. Cojo una cerveza de la nevera y dejo fuera las berenjenas y las cebollas sin tocar. Tras un momento de duda termino por guardarlo todo y regreso al salón. Saco el clavel de la lata, y el tallo gotea en la mesa. Acaricio los pétalos. Están frescos todavía. Mis dedos bajan por el tallo y advierto algo nuevo. Es increíble que no lo haya visto antes: hay un papelito. Una tira blanca de papel enrollada como si fuera un mensaje en la pata frágil de una paloma. Tiro y sale sin dificultad. Me cuesta desenrollarlo. Está hecho a conciencia. Cosa de locos. La pongo en la mesa y estiro de cada lado con la punta de los dedos. Hay algo escrito muy pequeño y me tengo que esforzar para leerlo: “Cuando anochezca en tu porteña soledad, por la rivera de tus sábanas vendré, con un poema y un trombón, a desvelarte el corazón”
Me recuesto en la silla e inspiro despacio y con una extraña emoción. Como si hubiera llegado por fin la revelación exacta. Forma parte de la letra de ese tango. El que me lleva todo el día rondando la cabeza desde que vi al payaso. El linyera. Me acuerdo de Buenos Aires. A Fran no le gustó nada que fuéramos allí de luna de miel. Era cosa mía. Sólo mía. Decía.
Vuelvo a mirar la tarjeta. Me levanto a buscar el móvil con ella en la mano y pienso que si mañana vuelvo a ver al loco en el semáforo de Cuzco tendré las monedas preparadas. Las dejaré en la bandejita del salpicadero.
Me fijo en el número y marco. Después de muchos tonos, al otro lado, reconozco con una facilidad pasmosa la voz agitada de Fran:
— ¿Dígame?

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