viernes, 24 de octubre de 2008

La Ciudad Magnética

Relato publicado en "Lugares de Paso" (II libro de la Escuela de Escritores de Madrid. 2006)
Vivo en un pueblo a veinte kilómetros de Madrid. Cada tarde vuelvo a casa en mi coche. Soy como una pieza más en la procesión de la hora punta. Al llegar al desvío apenas alcanzo a ver el sol que se oculta detrás de la fábrica de cerveza. Cuando me doy cuenta de que atardece, ya es demasiado tarde para ver su movimiento. Yo sé que si no le quito ojo podría ver cómo se desliza detrás de la torre de ladrillo. Pero nunca llego a tiempo. Abajo, las luces se prenden interminables en los focos de los coches. En los farolillos de los mesones en hilera pegados a la carretera. Rutilantes, no me dejan ver las estrellas que pronto aparecerán.
“¡Sí!, Ahora veo algo luminoso que cruza el cielo sombrío”... Pero sólo es un avión que sale de Barajas con rumbo impredecible.
Me acabo el día tendida en la cama con un libro recién empezado, y me distrae una pregunta. Alguien—quizá en el trabajo— me lo volvió a decir.
—¿De dónde eres?
Esa pregunta que nunca soy capaz de contestar de una vez. Sin rodeos. Y se van emborronando las páginas del libro en mi retina que se va cerrando. Pero esas palabras ya han calado en mi memoria y se quedan reposando con la paz que trae el sueño.

Cuando sale el sol en la Ciudad Magnética los viajeros se sienten atraídos por una fuerza en apariencia física. La corriente marina empuja las naves. Los vientos favorables propician su rumbo. Los caminos de arena sortean las pifias alargadas hacia el sol como queriéndolo tocar. Y caen hacia la orilla del mar, que mece la ciudad. La gravedad tira de los hombres que los transitan. En lo alto el aire frío arrastra hacia abajo el vuelo de las Craspedophoras de pico puntiagudo, las liras y las Aves del Paraíso.
Es, ese lugar rodeado por las Islas de las Siete Ciudades, un sumidero. De Robinsones del pasado. De Drakes prófugos de alguna justicia. De Kon-Tikis abandonadas, que como una fantasmagoría, salen de entre la bruma del amanecer, y se acercan al puerto con los remos rendidos.
Los seres de paso tampoco podemos escapar a su influjo. Desde la popa de la barcaza veo despuntar el perfil de la costa. Aflojo la escota de la vela cangreja, que mansa, se infla y se acomoda cayendo a la banda de estribor. La madera cruje bajo mis pies. Y la brisa refresca y nos empuja de empopada.
No estoy sola. Donde se pierde el cielo me acompañan Apus y Crux. Las constelaciones australes que durante toda la noche me han guiado. Mi barco no tiene brújula ni sextante. No son necesarios. Sólo necesito dejarme llevar y las puertas de los puertos de la Ciudad Magnética estarán abiertas.
La quilla corta el mar de cristal y el rumor de una tonada me llena de sosiego. Me invento un amarre para soltar la escota y camino hasta la proa. En los pies desnudos siento la tibieza del sol que calienta el maderamen y acaricia mis hombros. Me asomo por la borda: los cetus y las sirenas bailan con la espuma de sal, que salpica el casco cuando avanza. Pienso en el Kraken. Dicen los muertos que se ha tragado barcos enteros. Que la sombra de sus tentáculos se extiende en el fondo como una gran mancha. Dicen que al despuntar el día se acerca a la ciudad desde el más allá.
Respiro hondo... y sigo con detalle el vuelo de una gaviota argéntea. Tras de sí queda el perfil de la costa, y me descubre la silueta blanca de las casas bajas salpicadas con puertas y ventanas añiles. La ciudad despierta y en alguna de esas casas alguien me estará esperando. Lo sé, con la certeza del que está inmerso en un sueño y sabe que, al menos durante un tiempo, no despertará.
La vela flamea y la falta de brisa me advierte la cercanía del puerto. Hay dos faros rayados que muestran la entrada. Uno es de jade y otro de nácar. Al cruzarlos todo es desorden: un gran fondeadero donde se mezclan los vivos y los muertos. Hay un galeón varado, acostado sobre las rocas. En lo alto veo a un marinero subido a la cofa del trinquete; los jirones de piel vieja que cuelgan de los huesos de su mano. Sostiene un catalejo dorado, acaso curioseando mi insignificancia viva.
Con las velas hinchadas se acerca un clíper, elegante. La cubierta está llena de sombras que se mueven con rapidez arriando la vela del palo mayor. Tiran del trapo con sus manos de hielo y tensan drizas. El capitán debió de ser una luz que ahora se apaga al salir el sol.
Avanzo hasta la orilla y mi barca choca con la arena. Enseguida estoy caminando por el puerto de dónde me llega el olor del pescado fresco. Veo las redes en el suelo moviéndose, llenas de mújoles y castañuelas negras. Un viejo del mar está sentado en una silla tomando mate, y observa a los muchachos vaciar una barca recién llegada. M A R I S M A. Los trazos rojos están pintados con desgana en el costado.
De pronto el puerto se convierte en una calle larga que discurre junto al mar con las casas blancas al otro lado. En el suelo hay baldosas que conforman el dibujo de una hydra; mis pies juegan con sus líneas pintadas en el suelo. Acelero el paso, mi casa está cerca. Lo intuyo. Levanto la cara y me dejo embriagar por los olores del verano. El pan recién hecho. Los melocotones reventones de los vendedores ambulantes. Olores salados de mar, de viento de levante que llega de lejos. El aroma que se escapa de los jazmines que tapizan las balaustradas de las casas de playa.
La calle no se acaba y me inquieta llegar al final. Allí debe de haber una casa más alta de ladrillo rojo, que es la mía. En la vereda una fila de adelfas con flores blancas y rojas. Las rodeo zigzagueando y a mi derecha se abre, de repente, un callejón entre casas que me conduce de nuevo al mar. Me ofrece su espacio de contraluz. Me invita a pasar. Lo cruzo tocando con las yemas de los dedos las paredes encaladas.
Al salir veo un quiosco de madera sobre la arena plateada. Está cerrado. A pocos metros hay un tocón de palmera con un pedazo que parece un respaldo. Las aves del paraíso sobrevuelan la playa desierta.
Está atardeciendo. Busco el sol. Veo cómo se arrastra detrás de una torre de ladrillo dejando su brillo ígneo tras de sí, como el rastro de un caracol. La única condición para no ser expulsado de la Ciudad Magnética es querer quedarse. El turista, el Kraken, los Corsarios, se alejarán cuando anochezca. Los arrastrará una fuerza, en apariencia física.
Yo sumerjo mis pies desnudos en la arena caliente y camino hasta el tocón.

—¿De dónde eres?—Reverbera en mi memoria.

Me siento. Prefiero quedarme.

2 comentarios:

tomitú dijo...

Te amo con locura infinita...

Anónimo dijo...

Permaneces. Sigues dando la espalda a lo que más quieres. Tomitú dijo: Te amo con locura infinita... Yo, respondo... ¿me buscas?