miércoles, 10 de noviembre de 2010

Es de mar

Marina recorre el trecho desde la puerta de la casa hasta la valla del jardín con pasos cortos y rápidos. Al momento siente tras de sí una presencia cálida y húmeda que roza sus tobillos desnudos. Vuelve la cabeza con sobresalto y el flequillo dorado le cubre por completo los ojos.
—¡Chssss! No puedes venir conmigo, Truco —el corazón se le ha acelerado de pronto y agita una mano de atrás hacia adelante, al tiempo que se aprieta el dedo índice contra los labios temblorosos.
El labrador de pelo amarillo inclina las orejas, obediente, se sienta sin apartar la vista de la niña, que aprovecha para salir disparada. El perro se acuesta y reposa la cabeza sobre sus patas delanteras emitiendo un gemido lacónico. La puerta metálica —con la pintura cobalto desvaída— se queda batiendo con la brisa que llega del mar.
Dentro de la casa sólo hay quietud. En la oscuridad interior se filtran los primeros rayos del día por las rendijas de las persianas como si fueran los agujeros de un colador.

Hacía dos años que habían comprado la casa. Entonces las paredes exteriores eran de un azul anodino y desgastado por el viento y la sal; todavía la encontraron con el cartel de se vende cuando llegaron. Lo primero que hicieron Fran y María el día que se fueron a vivir junto al faro fue pintar la casa de azul añil, como el cielo de los días claros de invierno; como el extenso mar que se perdía tras el acantilado, en cuyo filo descansaba la casa, expuesta a los fuertes vientos del sureste.
Al principio Marina tuvo miedo. No alcanzaba a entender por qué su padre había aceptado un trabajo tan extraño como cuidar de un faro, si él mismo le había explicado que aquella gigantesca linterna era controlada de forma mecánica, y la mano del hombre no era necesaria para asegurar su correcto funcionamiento. Por las noches el viento aullaba con un quejido siniestro y cuando la luna estaba llena, su claridad era lo único que parecía tranquilizar a la niña, que se quedaba dormida contemplando aquella redondez enmarcada en la ventana de su habitación. Desde su cama también podía divisar el faro: una torre alta de ladrillo coronada por la luz giratoria que nunca cesaba. Se imaginaba los barcos bogando en la noche hipnotizados por el haz de luz que crecía de repente. En una conversación había escuchado a sus padres hablar de un transatlántico que había zozobrado frente a aquellas costas hacía más de un siglo, donde casi todo el pasaje había perecido.
Un día no pudo más y se metió en la cama de su hermano.
—Martín, me da miedo el viento.
—El viento sólo es viento. Además, ya va siendo hora de que te hagas mayor.
A la mañana siguiente, mientras su madre conducía de camino a la ciudad descendiendo por el sendero abierto entre las chumberas y las siemprevivas, la cabeza de Marina volaba hacia otro lugar. Pensaba en la propuesta que le había hecho su hermano. Una especie de conjuro para ahuyentar el miedo y convertirse en parte de aquel lugar dominado por las olas y el viento.

Truco sigue tumbado frente a la puerta. No se moverá hasta que ella regrese. Desde hace semanas, casi cada domingo, mientras sus amos duermen, el perro ve salir a la niña ignorante de su paradero. Le tiemblan las patas y el pecho, nervioso, las ganas de seguirla contenidas, el sol obligándole a guiñar los ojos, los charranes gritando en la lejanía.
Marina corre hacia el camino que discurre a los pies del faro, ahora es fácil encontrar el lugar que le mostró su hermano. Sabe que tiene el tiempo justo, antes de que sus padres se despierten y la echen en falta. El cielo todavía está cubierto de brumas y el mar salpicado de veleros, que se pierden insignificantes en el horizonte. El faro se levanta como estampado en un lienzo de fondo azul. Se deja resbalar por un terraplén hasta llegar a la playa de piedras formada algún día de manera natural. Inspira con fuerza hasta llenarse el pecho de aire, cuenta hasta tres y echa a correr. Al final de la ensenada se alzan las rocas que dibujan el perfil del acantilado. En seguida llega a la base del promontorio; está muy agitada y casi no puede contener la risa. El miedo se ha esfumado, es valiente y eso le hace reír en voz alta. Su hermano le dijo que ella, como todos los suyos es de mar, y por eso no puede evitar repetirlo una y otra vez.
Coloca las manos en una piedra que sobresale y empieza a trepar. Estira los brazos y se ayuda de los pies. Poco a poco avanza entre las rocas filamentosas entibiadas por el sol. Al rato se detiene a tomar aliento y al levantar la cabeza para continuar sus ojos se tropiezan con unos ojos amarillos que le observan inquietos. Es una gaviota posada a la altura de su cara. A esa breve distancia se le antoja enorme. El pájaro se sacude la humedad gris de las plumas sin dejar de observar a Marina.
—Tranquila amiguita. Voy a saltar.
La gaviota se despelucha y sacude la cabeza al tiempo que lanza un graznido corto.
La niña se sienta para juntar valor y echa un vistazo a su casa: las ventanas del piso de arriba con las persianas bajadas. “Truco me estará esperando con las orejas tiesas. Seguro”. Busca al perro, pero desde allí no lo ve. Se imagina su regreso, empapada y con la cara salada. Se tirará al suelo sobre las baldosas calientes. Se dejará lamer por el animal para que borre el rastro del mar en su piel. Ahogará en un grito las cosquillas que le hará con su lengua áspera y blanda. El perro cerrará los ojos mientras lame el sabor dulce de su piel de niña.
Es el momento: se coloca sobre la piedra plana que hay frente a ella y se mira los pies: ya se han secado. “Lo más importante es tener los pies secos” se dice recordando las palabras de su hermano. Da un paso adelante, aprieta los brazos contra el cuerpo y levanta la mirada. Hay un grupo de islas pequeñas en el mar que parecen hormigas. En el centro destaca una con un pequeño torreón que parece ser la reina. Siente un escalofrío, el viento empieza a refrescar. Ese viejo enemigo que ya no es sino viento. Viento que silba, que canta, viento que habla… sólo ella puede escuchar sus propias palabras que se sorprende diciendo en voz alta.
Se levanta sobre las puntas de los pies, toma impulso y salta.

Relato modificado del original Es de mar, publicado en el IV Libro de la Escuela de Escritores de Madrid, Arena en los zapatos.