domingo, 8 de marzo de 2009

Sandalio, el baquiano.

No le cabía otro nombre en su cuerpo. Era ese y no podía ser otro: se llamaba Sandalio. Vivía en Samaria, un nombre que parecía coincidir con la tranquilidad engañosa del lugar. En los días fríos la cabecera del pueblo, arriba en la montaña, se cubría con un velo tenue de neblina. Todo parecía tranquilo, casi triste: las calles sin asfaltar se retorcían penetrando en la loma del cerro; la gallera para peleas sabatinas estaba vacía de público; la eterna plaza con paisanos que reposaban su vejez sentados frente a la estatua de algún héroe local. Reinaba un silencio de cementerio; irrumpido tal vez por el aleteo perezoso de un gallinazo que dibujaba su vuelo contra el cielo azul intenso, casi puro. La quietud sólo se rompía cuando de las escuelas del pueblo salían impelidos como ganado, los muchachos con camisa blanca y jeans y las muchachas con sus uniformes azules.
A Sandalio lo picó el tábano de la aventura y quería salir de Samaria en busca de un porvenir mejor. O —en caso de no lograrlo— regresar con un puñado de historias en los bolsillos para desatascar la imaginación de sus vecinos. Había llegado a la conclusión de que allí no hacía nada. Se podría decir también que se dejó contagiar por la fiebre de la emigración que estaban padeciendo los habitantes de Samaria, y más allá en todo el país. Muchos pensaban que todo lo mejor sucedía lejos del pueblo y que todo lo bueno estaba fuera de Samaria. Y que si alguien quería seguir viviendo en vida, había que dar el salto. Aunque la verdad, de Sandalio, precisamente de él, nunca nadie hubiera esperado esa sorprendente reacción.
Era un hombre alto, flaco hasta en la cara y con el pelo grueso y negro. Visto de perfil era casi aplastado. Usaba de forma perenne un sombrero vueltiao y una ruana gris de lana, fuera cual fuera el clima de la montaña. Era conocido por todos y todos lo querían; por aquel tiempo remoto en que demostró ser un hombre emprendedor, laborioso y servicial; aunque a veces el óxido del tiempo parecía hacer mella sobre la memoria colectiva y su propio cuerpo, cuando los Samarienses le castigaban con el olvido.
Sandalio vigilaba con atención el puesto de policía, que quedaba frente a la plaza. Preocupado tal vez —habían dicho en ocasiones algunos vecinos en tono de burla— de que estuviera en condiciones óptimas, para que la fuerza pública pudiese cumplir el papel que tenía asignado. Tendía sus manos de forma imperturbable al puesto de salud, del lado este de la plaza, aunque nadie o casi nadie lo utilizara. Pareciera que allí nadie se enfermara de cosas graves: las gripas las curaban con agua de panela caliente con limón; las grandes heridas las taponaban con café molido o con yerbas que mascaban antes de ponerlas como emplastos en la llagas; las heridas más leves, como rasguños, las bañaban con mertiolate que se conseguía en frascos de onzas en la farmacia de don Zacarías.
Sandalio, sin embargo siempre le dio la espalda a los partidos de fútbol que se celebraban a cualquier hora en la cancha. Estaba en un filo, al lado de la escuela, y los chicos se volvían locos para que no tuviera la malla desbaratada y se escapara el balón montaña abajo. Esa era una de las diversiones de los jóvenes de Samaria. La otra era tirarles piedra a los pájaros.
Se marchó sin despedirse de nadie. Convencido de que ninguno de los habitantes del pueblo entendería su ausencia repentina como una forma de recobrar la vida. Todos, los cercanos a él y los que apenas lo miraban hubieran pensado que permanecería en Samaria de por vida. Era lunes y amanecía. Se acomodó el sombrero. Se cubrió los hombros con los picos de la ruana para cobijarse de la brisa helada y escuchó gruñir las articulaciones de sus codos con un silbido metálico como el de un tren en plena arrancada. Él mismo quedó perplejo al ver que las piernas le respondían, las rodillas le crujieron cuando convencido, saltó de la peana sobre la que había sido estatua más de un lustro, y cayó como un yunque contra el piso.
Entonces comenzó su marcha, camino abajo. Empujado o tal vez arrastrado por un espíritu indolente, quizás nunca olvidado, del hombre inquieto que fue. Tenía todo el mundo por delante.
Desde ese día Samaria se quedó sin la estatua en la plaza dedicada a un hombre insigne como cualquier pueblo que se precie. Tras algunos atisbos de discusión después del fenómeno inexplicable, sus habitantes decidieron conservar —a pesar del absurdo— la placa que a los pies del monumento fantasma rezaba:

“A Sandalio Orozco del pueblo de Samaria. Por llevar el nombre de nuestro pueblo a los confines del mundo.”

1 comentario:

carmen jiménez dijo...

No olvidaré a Sandalio, el Baquiano. Ganas me han dado de ponerme en marcha cuando he leído éso de "tener el mundo por delante".
Es el mejor monumento que he podido contemplar con inscripción incluida.
Por cierto: Muy buena la ilustración también.
Seguiré sus andanzas.
Besos a los dos.