jueves, 25 de junio de 2009

De otras plumas...

Juan Carlos Márquez
Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) es un escritor especializado en cuento.
Es profesor de escritura creativa y relato en la Escuela de Escritores de Madrid.
En 2008 ha publicado dos libros de relatos, Oficios y Norteamérica profunda. Ha obtenido una decena de galardones de relato breve, entre los que destacan: "Unión Latina" 2003 (Premio Juan Rulfo al escritor novel), Rafael González Castell y Tiflos de cuento. Ha publicado relatos en varias antologías, entre la que destaco Parábola de los talentos.
Blog personal Relataduras.
Gracias Juan Carlos por este microrelato...

LADRILLO
El niño de San Ildefonso cantó mi número. Y lo primero que hice fue llamar al concejal. Paco, le dije, ya tengo el dinero. Ahora solo hace falta que tiréis esa mierda de colegio de huérfanos y empecemos a construir.

sábado, 20 de junio de 2009

Tres mil pesos

Al primer gesto que hizo no me pareció que se estuviera dirigiendo a mi. Le calculé unos once años, aunque esos días atrás en La Virginia había aprendido que los niños de allí tenían más edad que la que delataban sus cuerpos. Estaba encaramado en la barandilla del puente, acuclillado junto a los otros chicos, con los pies descalzos posados en la barra herrumbrosa. Se sostenía con una sola mano de los cables metálicos que mantenían el puente colgando en el aire agitado por los vapores ardientes del río. Parecían una fila de pájaros a punto de echar a volar. Yo hacía rato que lo miraba, a medida que nos íbamos acercando a la otra orilla, pero así y todo no pensé que me fuera a decir nada. Tenía sus ojos puestos en mi como granos de café cuando le escuché lanzarme la invitación: “tres mil pesos” dijo, a la vez que extendía la palma de su mano abierta hacia mí. "Y hago un clavado", añadió entre risas.
Sobre la playa oriental del río las rudimentarias barcazas de madera se amontonaban cargadas de arena procedente del fondo del Cauca. Un grupo de hombres y niños metidos en el agua hasta las rodillas las esperaban con palas para vaciar los montones desproporcionados de tierra grisácea. Más allá seguían bajando otras, arrastradas por la corriente viva. Aparecían como motas lejanas dibujadas en el ancho canal abierto entre las ceibas y la caña de azúcar que tapizaba la vega del río. Yo observaba al chico con obstinación; algo incrédula quizás. Tenía el torso al descubierto, y andaba vestido con unos pantalones cortos oscuros que no destacaban sobre su piel trigueña. Sin duda, había encontrado en mi forma abierta de mirarle una oportunidad. A pesar de lo insólito de la estampa, nadie en el trasiego de gente constante de un lado al otro del río parecía prestarles la más mínima atención. Se sucedían las bicicletas de tres pasajeros y los ciclomotores quejumbrosos cargados de bananos; las niñas negras de uniforme y los carritos tirados por mulas viejas; los perros mestizos y las mujeres apretadas en sus jeans bajo un sol que no daba tregua. A ambos lados del puente, de una cruceta oxidada, colgaban dos carteles mellizos que advertían: “Prohibido circular con vehículos de motor. Bajo multa de cien mil pesos”. Los bocinazos se mezclaban con el sordo rumor del río, que arrastraba unas aguas marrones y revueltas. No era difícil imaginar los desastres que podía causar una crecida, tal y como me habían contado que sucedía en los marzos lluviosos, a juzgar por el caudal esplendoroso que traía el río en pleno verano. Los habitantes del pueblo transitaban el puente sin ningún orden, de manera que uno no sabía quién iba y quién volvía. Yo sentía bajo mis pies el crujir metálico de todo aquel peso en movimiento, asaltada a veces por la duda de si tendría la estabilidad necesaria para soportarnos a todos. No era habitual encontrar turistas en aquel lado marginal del pueblo, conocido como el barrio de Caimalito, donde se desarrollaba la vida más desfavorecida y caótica de La Virginia. Cada quien levantaba su rancho con lo que le alcanzaba. Placas de aluminio, paredes torpes de ladrillos sin revocar, pero sobre todo construcciones a base de guadua. Una especie de bambú americano que servía para casi todo en un lugar donde el concepto de urbanismo estaba librado al azar. Después bastaba con una cortina improvisada a modo de puerta para que las familias se procurasen una mínima intimidad.

Nacho ni siquiera hizo un breve comentario sobre los chicos, que seguían haciendo equilibrios en la baranda del puente entre risas a doce metros de altura. Desde que habíamos llegado solía hacerme aclaraciones cuando intuía que algo me podía resultar extraño en una tierra que al fin y al cabo era la suya. Él había nacido en aquel pueblo pegado a una de las dos Cordilleras que atravesaban Colombia como venas pronunciadas sobre la piel del trópico. Por un instante lo imaginé a él mismo de niño como un pájaro de aquellos en el puente, a un minuto de la gloria o del infierno y le apreté la mano atrayéndolo hacia mí. Él me correspondió con una sonrisa y yo volví a buscar los ojos del niño de los tres mil pesos. Pero él ya estaba tratando de encontrar entre la muchedumbre a otro cliente.

Aquella mañana había comenzado con ese ritmo pausado, pero madrugador del trópico. En la habitación donde dormíamos con la ventana abierta, a pesar de los zancudos, se colaban desde las cinco las primeras luces del día mezcladas con los compases alegres de los vallenatos que agitaban la casa vecina de sol a sol. A veces era un grito de Elizabeth —la dueña de la casa y hermana de Nacho— la que me sacaba del profundo sueño en el que me hundía cada noche después de un amor dulce como los mangos. Ella solía lavar la ropa a primera hora de la mañana en el tanque de agua helada que acostumbraban a tener las casas en los patios. Entonces su voz de canto risaraldense ascendía hasta el balcón interior de nuestra ventana junto con el olor del jabón en pastilla y el café cocinado en la olla. Otras veces lo que me despertaba era la retahíla musical de alguno de los vendedores ambulantes que recorrían el barrio de Luis Carlos Galán. Allí viví durante veinte días tratando de atrapar todos los estímulos que flotaban en el aire como si fueran mariposas de colores, queriendo hacerlos míos de alguna forma. Al grito de “huevoshuevos” o “mangopapayamamoncillos” pasaban los ambulantes pedaleando en triciclos con la cesta trasera merodeada por una nube de mosquitos. Iban amaneciendo las casas una por una, sacando a las mujeres en bata a preguntar por los precios.
Mientras desayunábamos arepas, pandebonos y café recién hecho mezclado con cacao, Nacho me dijo que quería mostrarme el otro lado del pueblo. Aquel que discurría más allá del puente sobre el río Cauca. Uno de los más caudalosos y extensos del país. Me gustó la idea, porque siempre me ha embaucado recorrer con los dedos los grandes ríos en el globo, hasta hacerlos desembocar en los Océanos. Como si fueran las arterias del planeta, y aquellos la propia vida.
—Y es mejor conocerlos en toda su realidad —le dije cuando salimos a pleno sol del día con la idea de llegar caminando. En el cielo desplegaban su vuelo torpe los gallinazos de costumbre a los que —tras la primera impresión— ya empezaba a tomarles cariño.
Además de una población creciente, el barrio de Caimalito albergaba la que fue la antigua estación de tren del pueblo. Entre las adormideras se levantaba un edificio rectangular con una torre coronada por un reloj con las agujas oxidadas. La construcción era de color vainilla, ribeteado de un verde que hacía juego con los frondosos mangos que la rodeaban; se mantenía bien conservada. Mientras Nacho y yo caminábamos por sus alrededores me fijé en una mulata adolescente que estaba sentada a la puerta de su casa bajo un árbol de plátano. Tenía puesto un uniforme de camisa blanca y falda azul caribe. Reposaba la cabeza sobre sus manos, descansando los codos en las rodillas un poco separadas con la mirada perdida en los cerros lejanos. De entre los mangos surgió una nube de mariposas amarillas que volaban atendiendo a una fuerza invisible, todas al tiempo. Fue imposible no dejarme invadir de forma repentina por el recuerdo vívido del coronel Aureliano Buendía.

Me resultó fácil traducir los tres mil pesos al único euro que representaban y le dije a Nacho que nos detuviéramos un momento. Él pareció adivinar lo que yo me estaba preguntando y se adelantó. “Juegan” me dijo encogiendo los hombros.
—No creo —repliqué. Y volví a cruzar la mirada con la del chico de once.
Quería saber qué me ofrecía, y me acerqué. Noté una ligera resistencia desde la mano de Nacho, pero finalmente cedió. El niño señaló el río turbio y me volvió a pedir los tres mil pesos.
—Y me tiro.
No era fácil de creer porque la altura y la corriente espantaban, y Nacho me dijo que era un embuste con tal de conseguir la plata. Además ni a la ida ni a la venida habíamos visto a nadie saltar.
Sin embargo calculé que un euro no era nada para mí, y se lo podía dar como otras veces lo había hecho en los semáforos de Madrid con gente adulta. Me acerqué y le puse las monedas en la mano. Entonces, cuando lo vi pararse sobre la barra, me di cuenta de mi error. Lo vi lanzarse al vacío con el pequeño cuerpo contraído hasta caer como una piedra en el agua. No pude recuperar el aliento hasta que al rato lo vi asomar la cabeza y nadar hasta la orilla entre los aplausos de los canoeros y de sus amigos colgados como pájaros en el puente.

sábado, 13 de junio de 2009

Vuelos de mariposa...

Farewell

De poeta a poeta, baten las alas de nuestras mariposas a la par. Música que huele a puerto, versos del rey Midas de los versos, urden juntos una honda despedida. Y es que sólo en el universo de la poesía se puede entender el amor, y hasta asistir a su belleza, con una reflexión tan honesta y generosa. “Juntos hicimos un recodo en la ruta donde el amor pasó…”
Disfruten del aleteo.

Música y voz: “Amo el amor de los marineros” por Joaquín Sabina.
Letra: versos del poema “Farewell” de Pablo Neruda.

1
Desde el fondo de ti, y arrodillado,
un niño triste, como yo, nos mira.

Por esa vida que arderá en sus venas
tendrían que amarrarse nuestras vidas.

Por esas manos, hijas de tus manos,
tendrían que matar las manos mías.

Por sus ojos abiertos en la tierra
veré en los tuyos lágrimas un día.

2
Yo no lo quiero, Amada.

Para que nada nos amarre
que no nos una nada.

Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.

Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana.

3
(Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca más.

En cada puerto una mujer espera:
los marineros besan y se van.

Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar.)

4
Amo el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.

Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.

Amor que quiere libertarse
para volver a amar.

Amor divinizado que se acerca
Amor divinizado que se va.

5
Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,
ya no se endulzará junto a ti mi dolor.

Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada
y hacia donde camines llevarás mi dolor.

Fui tuyo, fuiste mía. Qué más? Juntos hicimos
un recodo en la ruta donde el amor pasó.

Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame,
del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.

Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.

...Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.

sábado, 6 de junio de 2009

Wallasea

A mi querido amigo y capitán Carlos SantaOlalla, que me regaló una información imprescindible para escribir este relato.

Aquella tarde en el bar del barrio donde nos solíamos reunir, los chicos se empeñaron en que les contase hasta el último detalle de lo sucedido una de las noches más extrañas de mi vida. Había sido tras varios días de desafíos en el mar durante el invierno austral del año anterior. Nos juntábamos de tanto en tanto, en el bullicio de los viernes a última hora de la tarde. Había una mesa de madera al fondo, tatuada con ordinarieces y corazones atravesados por una flecha a punta de cuchillo, que el Chino —el dueño del local— nos reservaba siempre. Y si cuando llegábamos había otros clientes sentados, los levantaba sin contemplaciones para dejarnos el sitio. Luego empezaban a rodar dobles de cerveza y nos dejábamos llevar por nuestros planes para la siguiente navegada. No había orden ni destino. Bastaba que uno prendiera la mecha con una propuesta —por más absurda que pareciese, como cuando yo había dejado caer lo de Cabo de Hornos unos meses antes— para que todos comenzásemos a pensar y hacer como si ya todo fuese una realidad. Parecía que tuviéramos la sal del mar mezclada con la sangre. Como si una fuerza similar a las corrientes marinas nos empujara a buscar el océano a lomos de un velero; de forma intermitente pero irrenunciable. Aquella vez sin embargo la cosa se había torcido. A Pablo le había dado por sacar a relucir una vieja rencilla conmigo, y le metió el miedo en el cuerpo a los demás dinamitando mi idea con el mensaje catastrofista pero certero de que navegar el Atlántico sur en invierno era lo más parecido a un suicidio. Pero la idea ya se había encendido en mi y finalmente decidí llevarla a cabo solo.
Yo les advertí que no era de hablar de cosas en las que no creía, por más que mis ojos se obstinasen en llevarme la contraria.
—Está bien —acepté, ayudándome con un trago de cerveza—. Pero os juro que ni siquiera hoy estoy seguro de que aquella noche yo estuviese allí.
De alguna manera que sólo puede ocurrir por una sucesión de fantásticas coincidencias, me había dejado “engañar” para embarcarme en una travesía que comenzaba y terminada a bordo de un velero de treinta y cinco pies. Esos eran todos los datos con los que contaba. Y el objetivo temerario de doblar el Cabo de Hornos en pleno mes de agosto. Después supe que era un Endurance botado hacía más de veinte años en algún lugar de las costas de Francia, donde —con toda seguridad— los vientos no eran, ni de lejos, tan perversos como en aquél extremo último del Atlántico Sur.
La mañana que vi el Unicornio amarrado al pantalán del brumoso Canal de Beagle, me pareció tan poca cosa con su solo palo mayor cabeceando hacia el cielo sombrío, que estuve tentado de abandonar antes siquiera de haber pisado su bañera.
El puerto se abría a una bahía de aguas negras, arropada por un circo de montañas y de pálidos glaciares. Allí donde los Andes acababan por hundirse en el mar. Aquella era la ciudad más meridional del planeta. Y poseía los suficientes signos —un penal en desuso con almas de condenados al mismo final del mundo, incontables restos de naves hundidas, vientos aullantes que no te dejaban caminar— como para que pasear por sus calles de hielo, le estremeciera a uno hasta el último rincón del corazón.

Cinco días habíamos necesitado desde la mañana en que partimos de la Bahía de Ushuaia para salir del Canal de Beagle por Puerto Williams. Atravesar la tan inquietante Bahía Nassau —donde hasta el día de hoy seguían pereciendo barcos de toda clase— y doblar la Isla de Hornos para regresar al punto de partida con un intermedio en Puerto Toro.
Hasta esta última escala, donde ya nos considerábamos fuera de peligro, las cosas no habían sido fáciles. Esa mañana sobre el sol de medio día, el cielo se había velado repentinamente y tras un momento de calma —las olas y el viento estaban detenidas como barruntando algo fatal— se había roto de pronto en una tormenta épica. Nos pilló tan de sorpresa que llevábamos todo el trapo desplegado, y tratar de tomarle rizos a la mayor o tan siquiera bajarla de una vez, era mera utopía. Así que no tuvimos más remedio que ajustar las escotas y tensar al máximo las dos velas para que entre ellas quedaran desventadas. Poner la proa hacia el temporal y capear. Así como lo hubiera ordenado cualquier capitán iracundo del siglo dieciocho.

Durante el tiempo que duró aquel misterioso eclipse, el mar crecía sobre la proa del barco inventándose olas formidables. Su tamaño era tal que el horizonte se había convertido en una masa gris de agua rizada. Y ya no sabíamos a ciencia cierta si estábamos en el valle o en la cima de las olas.
Por otro lado yo resulté ser un marinero inútil. Totalmente descompuesto, no me quedó más remedio que anclar mi arnés a la línea de vida para no salir despedido por la borda, acuclillarme en un rincón de la cubierta y no estorbar. Mientras, la tripulación peleaba para no exponer los costados del barco a la furia del mar, porque un zarpazo por la banda hubiera sido irreversible.
Fue en uno de esos momentos, tratando de mirar hacia un punto lejano con una presión indómita en la garganta, cuando creí ver algo fuera de lugar y de tiempo. Al principio pensé que era un claro entre la oscuridad del cielo y el mar. Pero al remontar la cresta de la ola sucesiva vi con claridad sus velas cuadras alineadas en cada uno de los palos. La poca atención que tenía me bastó para distinguir el casco imponente de un viejo galeón que parecía salido del fondo abisal. Navegaba con la popa a muchas millas de nosotros y con todas las velas izadas como si realmente quisiera burlarse de la tormenta. Tras él quedaba una estela hirviente.
Al cabo de algunas horas el furioso viento se marchó como llegó: sin avisar y dejando tras de sí un mar liso como un plato y el sol recién lavado en la esquina del cielo.

Pasamos esa noche en Puerto Toro. Nos abarloamos a un pesquero que andaba faenando la costa este de la Isla Grande en busca de centollas. El día amaneció perezoso y cubierto de nubes. Yo aproveché las primeras horas del día para salir a caminar entre las pocas casas amontonadas alrededor de una ermita, que le daban al pueblo un aspecto de isla abandonada. Eran construcciones típicas de la Tierra del Fuego, barracones de Uralita con techos ondulados de colores imposibles. El suelo donde se abría el camino de arena estaba cubierto de turba húmeda que se extendía hasta casi mezclarse con las piedras de la playa más allá de los pantalanes.
Me volví hacia ellos y me quedé mirando la soledad del Unicornio. Parecía imposible que hubiera resistido el día antes. El pesquero había abandonado el atraque horas atrás bajo la lóbrega luz del alba.
Subí por el camino que ascendía recortando una pequeña loma entre el puñado de viviendas. Sentí que las piernas me flojeaban aunque no pude contener una sonrisa de satisfacción ya que oficialmente habíamos conseguido doblegar nuestro reto. Seguí caminando un rato y de pronto observé que al final de la loma había un hombre parado —el primero que veía en tierra desde hacía cuatro días—. Estaba vestido con pantalones de chándal azules y un jersey de lana desgastado con parches en los hombros. Cuando estuve más cerca amagué un saludo, pero enseguida advertí que no me había visto a pesar de lo cerca que me encontraba. Era un tipo joven, con rasgos aindiados y miraba al horizonte liso con las manos en los bolsillos. Me sorprendió que anduviera descalzo.
Al llegar a su altura me acerqué y le di los buenos días, pero no se movió. Me quedé unos minutos a su lado, tomando resuello, tratando de buscar en el cielo o en la lejanía del mar lo que a él lo tenía tan pendiente. Al rato me aburrí y me di media vuelta, pero entonces le vi sacar la mano derecha del bolsillo y señalar hacia el Unicornio:
—Allá —su voz sonaba en un chileno ronco— ¿Lo ve?
Lo cierto es que no había nada que ver, pero él insistió.
—Hay un albatros volando alrededor de su barco.
—Ah, hola, sí. Hay muchos albatros por aquí —le dije fijándome en sus pantalones raídos.
El hombre bajó la mano y siguió mirando en la misma dirección.
—Sí. Hay muchos. Y pocos hombres; la mayoría están bajo el agua —agregó con una sonrisa que dejó al aire una muela de oro—. Pero sus almas están allí. ¿Las ve? —el tipo volvió a levantar la mano.
—No. No veo.
—En sus alas. El albatros.
Observé el vuelo elegante del ave que aprovechaba una corriente de aire para elevarse. Me seguía pareciendo un pájaro imponente y misterioso, y creí entender a lo que se refería.
Luego traté de pedirle su opinión sobre las previsiones del clima para los próximos días, pero volvió a quedarse en silencio. Finalmente le dije adiós y antes de comenzar la bajada me fijé que tenía cosida en el pecho una insignia de la armada chilena.

Después de almorzar navegamos con un viento ligero que favorecía nuestro rumbo hacia el noroeste. No parecía quedar ningún rastro de la tormenta del día anterior. Sin embargo yo seguía mareado. Además tenía el frío metido en los huesos y los pies acalambrados como si hubiera llegado a caerme al agua en alguna de las sacudidas del Unicornio. El sol se estaba poniendo y la temperatura comenzaba a bajar. En el salón interior el patrón repartía los turnos de las guardias. Éramos un grupo desmadejado de hombres unidos por el mismo deseo de colgarnos un pendiente en la oreja, al estilo de los piratas antiguos que doblaban el Cabo, pero con pocas cosas más en común. Junto con el Capitán, dos de ellos formaban parte de la tripulación del barco. Yo era el único español. El resto: tres ingleses afincados en la Patagonia Chilena, dos argentinos emigrados que trataron de animarme a base de mates bien cebados y un uruguayo que hacía las labores de práctico. Ellos no consideraban mis síntomas como una señal de alarma. Esa misma noche, uno de los ingleses me comentó que también sentía los calambres en las piernas.

La singladura fue tranquila y alrededor de la media noche las primeras luces de la bahía de Ushuaia aparecieron en la lejanía bajo el cielo cubierto de estrellas. Nos pareció extraño que ya en el puerto no salieran los marineros a ayudarnos con el atraque. Aunque era tarde suponíamos que habrían estado pendientes de la suerte de los barcos que estaban fuera. Los partes les habrían tenido al tanto de los arrebatos de la mar en los últimos días.
Yo me sentía peor, pero traté de animar a la tripulación para que caminásemos hasta “Los dientes de Navarino” después de la cena. Era un bar que abría perenne y ofrecía cualquier tipo de consuelo que los marineros de paso pudieran necesitar. Por el momento yo me conformaba con ahogar el mal de tierra en un ron tras otro. Sin embargo ninguno quiso abandonar el barco y se quedaron a descansar o a jugar a las cartas.
Sólo al bajar al embarcadero por la pasarela me di cuenta de la niebla gruesa que cubría el puerto y toda la ciudad. Desde la montaña bajaba una brisa helada dejando caer su humedad en forma de una fina espuma blanca. Seguía sin haber nadie y me pareció que nuestro barco era el único en los alrededores.
Me dirigí por el pantalán de madera que crujía bajo mis pasos, pero pronto entendí que ni el ritmo ni la profundidad de aquel sonido se correspondían con mi pisada. Era algo más grande, algo que se ocultaba dentro de la niebla y del lado del mar. Apuré el paso con el cuello encogido —como si en cualquier momento me fuera a caer algo en la cabeza— y mirando en la dirección del ruido, que ahora era un chirrido ahogado en vaivén, provocado sin duda por el movimiento de las aguas.
De entre la bruma vi como iba surgiendo a medida que me acercaba, un palo de bauprés. Se alzaba al menos quince metros sobre la línea del mar, por lo que sólo podía pertenecer a un barco de gran tamaño. Me parecía imposible que no lo hubiéramos visto al entrar por la bocana, por muy espesa que fuera la niebla. La curiosidad me llevó hasta la popa para comprobar que realmente era una embarcación antigua, con el casco de madera y remates de hierro. Bajo la bandeja desmigajada, imposible de descifrar observé una por una las letras de un nombre que me resultaba conocido. W A L L A S E A.

Abandoné el puerto con una sensación de frío profundo, más allá de los huesos y llegué al bar. Entré y en la barra había un marinero pelirrojo bebiendo cerveza. Le di las buenas noches, pedí un ron sin hielo, y me senté en un taburete junto a él. En el espejo de dentro, por encima de las botellas había un azulejo con unos versos que me entretuve leyendo: “yo soy el albatros que te espera en el final del mundo. Soy el alma olvidada de los marinos muertos que cruzaron el Cabo de Hornos...”. Cuando iba por el segundo ron, el pelirrojo dijo algo como hablándose a sí mismo —porque el camarero estaba limpiando las mesas— en un idioma que me pareció cercano al inglés, y entre el alboroto de palabras me pareció escuchar “Wallasea”. En realidad no me había podido sacar de la cabeza la aparición nocturna de ese gigante desde que lo había visto y todavía me parecía imposible. Además seguía dándole vueltas al nombre, y a la posibilidad de que hubiera llegado antes que nosotros escapando de la misma tormenta.

Entre esos pensamientos sentí que el tipo se levantaba y salía a la calle con un caminar errático. Toda la ropa que llevaba era de lana gruesa lo que me resultó extraño para ser un marinero de nuestros días. De pronto me di cuenta de que con él se me escapaba la explicación de algo que podría ser sólo un hecho curioso, además de insólito.
Fui tras él y lo vi unos metros más adelante por la acera de la calle San Martín que se empezaba a cubrir de nieve. Corrí sin disimulo hasta alcanzarlo. Quise darle un toque en el hombro para llamar su atención pero al estirar el brazo sólo encontré la niebla. Me detuve y luego avancé un poco más, busqué alrededor, pero por muy estúpido que me pareciese, él había desaparecido.

De esa misma manera, cuando regresé al Unicornio, ya con el cielo clareando, no encontré ni rastro del “Wallasea”. Un barco Irlandés que —por fin había conseguido recordar— se había perdido en las proximidades de la Isla Livingston, al sur del Cabo de Hornos, doscientos años atrás. Todos sus tripulantes habían perecido.

miércoles, 3 de junio de 2009

De otras plumas...

Rafael Amor
Si alguna vez se encuentran en un cartel pegado a una farola o en el suplemento cultural de algún diario de poca tirada, el aviso de que Rafael Amor ha llegado a su ciudad, no duden en ir a verlo. Amor es uno de esos cantautores que hicieron canción protesta cuando en Latinoamérica se pasaban las dictaduras de mano en mano. En España se encontró con un público sabroso y aburrido del franquismo trasnochado, que pronto le abrió los brazos en los locales a donde llevaba su voz. Lo mejor es que después supo seguir creciendo. Tal vez porque su música y sus letras —siempre cercanas a la poesía— nacen de lo más profundo de su conciencia y de su corazón, más allá de cualquier oportunismo histórico y político; y gracias a eso yo lo conocí en un reducto de folclore incrustado frente al Viaducto de Segovia: Tolderías. Desde entonces siempre lo he seguido, y cada vez que hablo con él me parece más grande.
Hay temas —como “No me llames extranjero” o “Corazón libre”— que lo han consagrado por encima de su propia humildad. Hay mucha música en su guitarra, mucha poesía floreciente entre sus dedos (tiene un libro publicado: “Sueños e Insomnios”); y un vozarrón que quita el hipo.
Hace poco descubrí este poema suyo y me encantó. Por la forma lúcida para describir en versos una imagen, y por el significado mismo de la imagen, quizás sólo soñada por los que tienen la música en las venas.
Ya les digo, nunca encontrarán sus discos en Fnac, pero él sigue viajando, saltando de un lado a otro del Océano, para llevar su música en la mano. Estén atentos.

“La Guitarra en la mesa”

En la mesa que orilló la farra,
El “giravinos”, la comunión fraterna,
Amanecida, se tiende una guitarra
Entre besados vasos, con la boca abierta,
Un rayo de sol —polizón oblicuo—
Por la ventana de párpados caídos,
Furtivamente llega hasta una jarra
A traspasar de tibia luz el vino.
Un aleteo y otro en el vano se amontonan
Subyugados por el migajerío,
Que sobre el mantel se desparrama
Igual que un corazón recién partido.
Vencen el temor esos corsarios
Y se dan al festín sin prevenciones.
“Picosaltan, “vuelipican” y el sudario
De la mesa trasnochada queda limpio.
En un gorjeo regresó la fiesta
Y en la garganta de la luz,
El amanecer enloquecido de trinos.
Sobre la mesa, queda la guitarra,
La boca abierta y su irrenunciable vocación de nido.
(www.rafaelamor.com)