domingo, 13 de septiembre de 2009

Epitafio de Septiembre

“Y la vida siguió como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido”
Joaquín Sabina


Hoy es diez de septiembre. Todavía no he abierto los ojos pero intuyo que todos duermen. Desde fuera me llega el suave sonido del agua batiendo contra el casco; ninguna voz ni susurro en el interior de los camarotes. Es temprano, lo sé porque siento el estómago revuelto y por la luz débil que se cuela por la claraboya cuadrada del techo de la cabina. Debe de ser la costumbre de madrugar la que me saca del sueño o tal vez los nervios. También escucho entre el silencio matutino el tintín de las jarcias que como dice Bolaño, nunca falta en un puerto mediterráneo. No importa que en apariencia no sople el viento, las jarcias siempre tintinean.
Me da pereza salir del saco. Prefiero alargar un poco este momento, un instante que todavía es mío antes de que se desate el día y todo suceda irremediablemente. Un final que ninguno de los que estamos aquí hubiera deseado. Recorro la cabina con la vista. Yo he dormido en el sillón de la banda derecha del Beneteau que alquilamos ayer en el puerto de Moraira. El más largo, detrás de la mesa central del salón. Sobre la mesa hay un sobre con fotos. También hay un sombrero con una cinta azul que dice Nein. Aunque no lo supiera ya, igual me parecería el nombre de un barco, me digo, mientras recuerdo el día que los compramos en una tienda de Sant Antoni: los chicos sombrero y las chicas un pañuelo de pirata. Anoche no tuve ganas de armar la cama y sólo estiré mi saco sobre los cojines. La última vez que navegamos con Gonzalo fue igual. A él también le daba pereza. Era tarde, como ayer. Ese día estuvimos jugando todos a los dados, tomando ron de una botella de Capitan Morgan que casi acabamos. Los chicos se fueron a dormir. Nosotros dos, despejados y sin pareja, nos quedamos hablando un rato en el comedor. Nunca pedíamos camarote. Cuando el sueño no nos dejaba hablar nos metíamos en el saco, cerrábamos los ojos y el silencio inundaba el barco.
—¿Montamos las camas?, le dije esa vez.
Él sonrió,”No, mejor nos jugamos el sofá largo a los dados”. Desde luego me ganó. Era muy listo con los dados; jugando al mentiroso. Pero me dejó dormir a mí.
En esta singladura lo único material de Gonzalo que llevamos son las fotos y el sombrero.
Poco a poco me espabilo. Ya me van entrando ganas de levantarme y hacer café. Que sea el olor del café el que le dé los buenos días a los demás. Hoy habrá pocas palabras. Nos hemos dicho poco los últimos cuatro días, lo suficiente para organizarnos cuando se me ocurrió la idea de venir después de que mi hermano me diera la noticia. Una llamada suya en mi móvil. No iba a cogerlo. Estaba a punto de comenzar una reunión importante en un hotel cerca del aeropuerto. Ya le llamaré más tarde, pensé. Pero lo cogí. Y sus palabras cayeron como piedras. Me ha llamado David para decirme que…, y aquí hizo una pausa larga. Que Gonzalo ha fallecido. Fallecido. Sonaba como si no diciendo “muerto” quisiera quitarle gravedad. Al principio pensé que se refería a otra persona; a alguien que yo no conocía. A alguien más viejo, a un familiar lejano que son los que se suelen morir y no el amigo de uno con treinta años. Gonzalo era cómo esas aves migratorias: desaparecía durante meses, y cuando menos te lo esperabas, sonaba el móvil. Aparecía en la pantalla: “G”, y te sorprendía al otro lado con su alegría. Siempre lista para compartir. Como un conjuro, probé a preguntarle a mi hermano que qué Gonzalo. No recuerdo qué me contestó.
Parece que el barco se mueve. Tal vez algún vecino del velero al que nos hemos abarloado haya salido a la cubierta y sus pisadas se sienten en el nuestro. Anoche llegamos tarde después de navegar costeando desde Altea y no había puntos de amarre libres. Fuimos a cenar y de ahí directos a dormir. No quisimos pasear por el pueblo antes de volver como hubiéramos hecho siempre. Cómo aquella última vez que de algún modo queríamos rememorar, cuando nos quedamos en La Cucaracha tomando tequilas. Gonzalo había llegado el último desde Madrid, nosotros ya estábamos pensando en ir a descansar, pero no hubo forma. Siempre nos convencía.
Corro la cremallera del saco y salgo. Ni siquiera he estibado mis cosas. De todos modos no voy a estorbar a nadie, porque los otros se han acomodado ya en sus camarotes y afuera estoy sola. En total hemos venido siete. Me pongo los pantalones y sin lavarme los ojos, quito la puerta del tambucho y salgo a la bañera. Afuera el cielo está despejado y brillante; el sol me calienta la cara, los brazos. Alrededor los barcos duermen todavía. Pero las jarcias no, las jarcias entonan su canción, la de siempre. Es posible que la luz que se cuela en la cabina a sus anchas y el sonido de los palos ayude a que mis amigos despierten. De repente tengo ganas de que salgan, de tenerlos cerca, de hablar un poco. Tal vez ni siquiera estén durmiendo.
Pienso en el día después de la llamada. Alguien me mandó por email una reseña del Heraldo de Aragón, donde hablaba de la desaparición de Gonzalo. Aún no sé por qué la leí, y después entré en internet, y busqué más detalles. Más palabras que me ayudaran a reconstruir ese momento. Quería saber pero no me atrevía a preguntar a nuestros amigos comunes. Necesitaba una explicación fría sin mirar a nadie a los ojos, sin escuchar una voz conocida. Cómo si de esa forma pudiera acercarme a él en ese instante incomprensible. Como si así pudiera darle a Gonzalo un poco de abrigo, extender la mano y acariciarle la cara, en medio de esa soledad profunda que debe de ser enfrentarse a la muerte. Encontré lo que quería: “G.C.A. El joven montañero de 33 años resultó muerto...” Lo leí más de una vez. Quizás cuatro o cinco. Traté de imaginarlo en la cima del Pico Perdiguero. Acomodándose las gafas, con esa sonrisa dulcísima, casi de niño, el pecho agitado y las manos huesudas haciendo de visera para localizar el Monte Perdido y más allá el perfil solemne del Aneto. Me lo imaginé satisfecho y feliz. Y quise como quisiera ahora quedarme ahí. No avanzar, momento a momento, hasta tropezarme con la caída. Con el vacío, con la nada.

Unas horas después estamos navegando con las dos velas izadas. La mayor se afloja, y David me pregunta si desde ahí veo cómo están los catavientos.
—Los de la génova diez puntos—le digo con todo el cariño que se puede decir algo así.
Mi hermano, que está a la caña, abre un poco el rumbo, y deja caer el barco a babor. Ahora se inflan las dos. Los siete estamos repartidos por la cubierta. No hablamos. Los silencios son muy habituales cuando navegas. Es mejor escuchar. Ver. Creo que a ellos también les relaja lo único que podemos oír. El viento es flojo, pero llevamos una buena marcha. Las olas rompen contra las amuras de proa. Las gaviotas reidoras gritan a lo lejos y el palo mayor se queja cuando se tensa en cada cabeceo.
Los recuerdos llegan como una liturgia. Un día, costeando a pocas millas de donde estamos ahora, Gonzalo estaba recostado sobre un obenque del palo mayor. A su espalda se metía el sol cerca del Cabo San Antonio dejando esos arreboles que te hacen contener la respiración de lo hermosos. Hacía mala mar, el barco daba pantocazos y yo veía a Gonzalo haciendo equilibrios y llovíéndole rociones que le dejaban la cara empapada. Yo estaba apoyada en el palo y veía que teníamos que volver a la bañera porque la maniobra era inminente. Me hablaba del parecido entre el mar y la montaña. Hacía mucho que era montañero. Las gotas saladas le resbalaban por la nariz. Y quise imaginar que su piel cuando subía a los Pirineos se erizaría de la misma forma que aquel día. Me preocupé porque se estaba mojando, pero me dijo feliz, No, si me gusta, y allí seguimos un rato. Entonces alguien se despistó con el timón y el barco viró por barlovento de forma brusca. La trasluchada fue inevitable y yo me tuve que sujetar para que no me golpease la botavara. Cuando se completó la maniobra entre gritos y la Génova cambió totalmente de lado no vi a Gonzalo por ningún sitio. Se había caído al agua. Hicimos el rescate con mucha serenidad y el único que no se asustó ni un poquito fue él. Luego, mientras se secaba en la cabina y le reñíamos por no estar atento, me contó en voz baja que le gustaría viajar dentro de un tsunami. Que no le importaría irse al otro barrio en un viaje de esos. Yo le dije que estaba loco, pero lo quise mucho por contarme algo así. Gonzalo siempre buscaba su vis a vis particular con la naturaleza, aunque a veces fuera un poco temerario.

Hace dos días, en el tanatorio supimos que iban a incinerar su cuerpo, y que su familia arrojaría las cenizas mar adentro en una ceremonia privada. En este Mar Mediterráneo, hoy un poco gris. Si yo los viera, desde lejos, en un barco vecino, ni siquiera sabría a quién están despidiendo con ese gesto. No conozco a su familia. Apenas he podido darle el pésame a un par de amigos comunes.
Son las diez de la mañana. Nos han dicho en el muelle que el barco encargado del responso saldrá por la bocana hacia las once. No veo a David en la cubierta, así que bajo a la cabina a buscarle. A Gonzalo lo conocí por él. Me asomo y está sentado en la mesa de cartas. Tiene el sombrero en las manos, apoyadas encima de un mapa de derroteros. Con el dedo índice acaricia las letras cosidas como queriéndolas redibujar. Nein. Fue la primera travesía, todos juntos.
—David—parece que le saco de su ensimismamiento y le acaricio con suavidad en brazo.
Me siento enfrente, al otro lado de la mesa. Me mira, y casi no me atrevo a preguntar. Sé que sus ojos están perdidos en algún recuerdo de Gonzalo.
—¿Te contó alguien lo que pasó?
—Sí—Vacía los pulmones de golpe y guarda un largo silencio que no soy capaz de interrumpir. Después continúa—El chico que iba con él. Sólo subieron dos, pero estaba solo cuando se cayó. Habían hecho vivac la noche anterior y por la mañana se separaron. El otro dice que Gonzalo no quería bajar por el mismo sitio. Que quería probar otro camino. Después en el pueblo pasaron muchas horas, y bueno, Gonzalo no llegaba. Lo encontraron en una olla. Tardaron mucho en llegar hasta él porque había mucha altura desde donde cayó. Estaba deshecho.
David ha vuelto a poner los ojos en el sombrero.
—Quién sabe. Quizás le desequilibró la mochila. Ya sabes cómo era—añade con una sonrisa.
Nos llaman de arriba. La familia de Gonzalo ha aparecido por popa. Cuando salimos, los demás están agrupados en la bañera, al lado del timonel, que ahora es Carlos. Están serios. Parece que es la hora. Hace un día claro—casi caluroso— y el viento ha rolado poniéndose ahora de través, como queriéndonos invitar a cambiar el rumbo y seguir a la comitiva.
“¿Vamos con él?” dice Carlos pidiendo confirmación. Algunos asienten, otros susurran lo que debe de ser un “sí”. Y nos preparamos para la maniobra.

Pienso en lo otro, en la vida. En sus alumnos de la universidad, y su “vela ligera”—que compró a pachas con los amigos— acostado solitario a orillas del embalse de El Atazar; pienso en la licencia federativa que me pidió que le renovara hace menos de un mes; en una chica con la que dicen que salía, y que no ha aparecido por ningún sitio; pienso en la “G” de mi móvil, en los dados rodando por la mesa, en las risas, en el sofá pequeño y vacío, en la costa del Mediterráneo, en las Montañas que se levantan a lo largo de la Península Ibérica. Demasiada vida para un epitafio. Y me viene a la memoria un cuento de Maupassant, que hablaba de una mujer que sale de su tumba para corregir su epitafio. Y todos los demás muertos hacen lo mismo, porque no eran “tan” buenos como rezaban las lápidas. Y me alegra que Gonzalo no tenga epitafio, ni sitio donde llevarle flores. El mar está en todas partes.

Miro a lo lejos el otro barco que avanza a motor. Poco a poco lo alcanzamos por la banda derecha. El trasiego de gente vestida de negro. Se aproa, se frena voluntariamente, quedando a merced de las olas que le topan por el costado. Un hombre alto que se va a la banda de sotavento. Una mujer que sujeta un objeto entre las manos. Lo abre. El viento refresca, y silba, se enzarza con el mar, y de mi mano se lleva las fotos que he sacado del sobre. Flotan en el aire, vuelan hacia atrás, suben y se enredan con la estela que deja el barco, y se pierden por la popa en la superficie del agua.
Y en el horizonte más cercano veo a Gonzalo volar desde un barco sin velas. Hace piruetas en el aire como un acróbata, baila como las gaviotas cuando se dejan caer en picado. Y del mar, de pronto arranca una tremenda ola, encrespada, como salida del fondo de la misma vida. Como un tsumani. Y se lo traga.