miércoles, 27 de mayo de 2009

De otras plumas...

Hernando Jaramillo Álvarez
Sus primeros pasos en la poesía los da en el periódico "Iniciativa" del colegio Bernardo Arias Trujillo (La Virginia, Colombia). Algunos poemas fueron publicados en otros colegios y universidades de Pereira. Hernando trabajó en el Ingenio Azucarero Risaralda, y la labor que desempeñó influyó en su obra. El poema "Alce Mecánico" que trata sobre las labores en el campo obtuvo especial reconocimiento.
En el año 2003 incursiona en la narrativa. Ha escrito canciones y en la actualidad está en contacto con integrantes de grupos musicales.
Gracias Hernando por entregarnos esta lluvia de palabras.

¿QUIÉN TIENE LA CULPA?

Quién tiene la culpa
De enamorarse otra vez
Quién tiene la culpa
Si te encontré

Quienes tienen la culpa
De gustarse
Quién tiene la culpa
si te gusté

Quién tiene la culpa
Si con solo mirarse
La vida se entrega
Como te la entregué

Quién tiene la culpa
si no controlamos el destino
De que muchas veces
Cambie nuestro camino

Quién tiene la culpa
Que los sentimientos
Sean más fuertes
Que la razón

Quién tiene la culpa
Que tu inocencia
Acepte el alma
De un pecador

Quién tiene la culpa
Que tu inexperiencia
Me este enseñando
cosas del amor

Quién tiene la culpa
Que sea tu hombre
Y tú hayas nacido
Para ser mi mujer

Quién tiene la culpa
Que seas tan joven
Y yo estoy al encuentro
De mi vejez.

domingo, 24 de mayo de 2009

Vuelos de mariposa...

Mariposas amarillas

¿Es hoy? Sí. Es hoy. Hace siete meses llegamos a este lugar. No había nada, ni piedras, ni flores, ni mariposas. Quizás antes de Macondo existían más cosas, pero aquí había que empezar a poner todo, a plantar todo. Y con el primer retoño, llegó la primera mariposa amarilla. Sería fantástico poder conseguir en cualquier lugar semillitas para sembrar mariposas amarillas o de otros colores, pero sobre todo amarillas… O como las de mi infancia, con números en las alas y de variados colores…
Luego de la primera, llegó otra y así empezaron a poblar este rinconcito. Lo que sembramos se puso a florecer y vimos que este lugar estaba listo para invitar a nuestros amigos y para todo el que quisiera entrar y mirarlo y disfrutarlo.
Hoy hace siete meses que se le dio vida a este proyecto que con Conchi pusimos a rodar. Hoy hace siete meses y desde el primer día, las puertas siguen abiertas.
Por suerte encontramos la música hecha para este rincón.


Los cien años de Macondo sueñan,
sueñan en el aire
Y en los años de Gabriel trompetas,
trompetas lo anuncian

Encadenado a Macondo sueña Don José Arcadio
Y ante él la vida pasa haciendo
remolinos de recuerdos

Las tristezas de Aureliano (el cuatro)
La belleza de Remedios (violines)
Las pasiones de Amaranta (guitarras)
El embrujo de Melquíades (oboes)
Úrsula (cien años) Soledad (Macondo)
Úrsula (cien años) Soledad (Macondo)

Eres epopeya de un pueblo olvidado
Forjado en cien años de amores e historias
Eres epopeya de un pueblo olvidado
Forjado en cien años de amores e historias

Te imagino y vuelvo a vivir
En mi memoria quemada al sol

Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia
Mariposas amarillas que vuelan liberadas
Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia
Mariposas amarillas que vuelan liberadas.


lunes, 18 de mayo de 2009

Vuelos de mariposa...

Mario Benedetti
Hoy es un día triste. Desde que supe que ingresaban el mes pasado a Mario Benedetti en el hospital, mis ojos han estado puestos en esa orilla norte del Río de la Plata; allá en el sur del mundo, ese que por supuesto también existe. Me imaginaba los atardeceres ya fríos y húmedos de un otoño austral, agotando los días en el río, como una gran metáfora del final de una vida; y empezaba a sentir una congoja mal contenida.
Hoy es un día triste porque Mario se ha ido. Se ha marchado volando bajito, sin grandes ceremonias, víctima de una enfermedad crónica, como la propia vida, con la misma sencillez y discreción con la que se hizo grande.
Me imagino que el mundo literario amanecerá mañana haciéndose eco de la noticia y amontonando homenajes póstumos por toda la geografía de este y aquel lado del charco. Nacianceno y yo queremos darle nuestro propio adiós. Uno tal vez chiquitito, de esos que “hacen cola”, pero que quede suspendido en el vuelo eterno de una de nuestras mariposas a través de su propia voz.
Para mi Benedetti fue como uno de esos maestros clarividentes, capaces de entusiasmar a un aula magna con sólo mover los labios. Yo aprendí a leer poesía gracias a él. Me bastó empezar con los primeros versos para entrar en un mundo en el que sencillamente estaba contenido el mundo entero, y yo ni siquiera lo había visto. Gracias a aquellas lecturas alcancé a comprender mejor a otros poetas y a amar la poesía. Ahora me pasa que cuando tengo el corazón abrasando o hecho un flan o duro como piedra de puro miedo de amar y trato de expresarme, en vez de meras palabras me salen versos de Benedetti. Más tarde descubrí al gran relatador que fue y ya no pude dejar de leerle nunca. Así que simplemente me siento en deuda con él.
Dos veces lo vi en mi vida. Las dos en Madrid, donde últimamente residía huyendo de la humedad de Montevideo que tanto hacía que se resintieran sus huesos. Todavía me acuerdo de aquel día. Hacíamos cola en la puerta de la Casa de América. Le homenajeaban un conjunto selecto de artistas. Como para no haberlos visto juntos nunca. Yo estaba con gente de la calle. Amigos que había conocido casi vagando con mi bici por el Retiro y las calles vacías de domingos madrileños. Estaba el gordo Pablo. Aprendiz de poeta que admiraba a Benedetti como pocos. Un argentino guasón entrenado para reírse hasta de su sombra. Llevábamos horas esperando frente a las escaleritas de la entrada. No se podía creer la gente que había. Y la cosa es que no teníamos entrada. Era de esas de “entrada libre hasta completar aforo”. No sabíamos si alcanzaríamos o justo al llegar nos dirían: “lo siento chicos, no cabe nadie más”. Cuando de repente un hombre mayor pasó por nuestro lado, se adelantó cerquita de la fila y empezó a subir las escaleras derechito a la puerta. Caminaba despacio, poniéndole ese cuidado con que avanzan los cuerpos resentidos; con los brazos pegados al cuerpo y mostrando las palmas de las manos. La nuca canosa, saco oscuro. A Pablo le salió la vena india:
—Ché, mirá el viejo, se quiere colar el viejo choto…
“¡Epa!”—le grito—“¿Para dónde vas boludo? ¿No viste que hay que bancarse la fila…?—Yo me tuve que aguantar la respiración cuando el desconocido, como única respuesta a su impertinencia se dio la vuelta y todos reconocimos en esos ojos lánguidos al mismo Mario Benedetti. Todos menos Pablo.
La segunda fue en el Centro Cultural Conde Duque. En esa ocasión él participaba en una conferencia sobre la paz. Apenas terminó me acerqué a la mesa y le amontoné delante de su nariz los pocos libros que tenía entonces suyos para que me los firmase. Tenía esa misma mirada de hombre corriente. Una expresión a medio camino entre la paz interior y el cansancio. Como si él no fuera el responsable de tanto agasajo y le hubieran dejado allí sentado sólo para vigilar el puesto mientras volvía el auténtico protagonista.

Se va, claro. Pero lo que nos queda de él es lo que nos deja. Un legado incalculable de historias, de versos, y de verdades bien contadas.
Vaya por usted don Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno...
TOMITÚ C.M.
***
Hace mucho, cuando la sangre furiosa en las venas me llevaba a buscar palabras prestadas para llevárselas bien servidas a alguna chica que me gustara, me topé con una tarjeta sencilla, pero repleta de palabras, eran las que yo buscaba y que recuerdo aún de memoria: “Si alguna vez adviertes que te miro a los ojos y una veta de amor reconoces en los míos…” No sabía a quién pertenecían, pero cuando lo supe, me puse a buscar más de su poesía. Quería seguir prestando palabras y encontré muchos poemas que me gustaron y me siguen gustando…
Nos ha dejado un gran poeta, se ha ido, pero nos ha dejado sus palabras llenas de amor, de grandes verdades, de mucho compromiso. Pero no era sólo poeta, aunque él mismo lo dijera, que se sentía más poeta; nos dejó grandes páginas de prosa.
Gracias Benedetti por ese tesoro incalculable que nos ha dejado; ojalá, allá a donde vayas, te reconozcan como lo que fuiste entre nosotros: un gran poeta y escritor.
TOMITÚ N.L.


NO TE SALVES

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Vuelos de mariposa...

No te quiero sino porque te quiero

La voz melancólica de Antonio Vega nos llegó a través de Nacha Pop en aquellos años de la “movida madrileña”, los cuales están pegados a nuestros recuerdos con una cinta adhesiva milagrosa (en especial para los que como yo, vivíamos en el foro. La sala Jácara, donde el grupo se disolvió oficialmente, estaba a sólo tres calles de mi instituto). Gracias a la musicalización de aquel tiempo, cuando escuchamos arrancar los acordes intempestivos de “La chica de ayer” en la penumbra de algún bar, sentimos desde esta primera madurez, que la vida nos sigue caminando por las venas.
A veces pienso que para ellos (Los intérpretes de aquellas canciones gloriosas como Enrique Urquijo y Antonio Vega) fueron años de excesos, cuando pensaban que la muerte era la de los otros. “Andar sin avanzar, caminar, tropezar, beber otras diez…” decía Vega en “Grité una noche”. Ahora la vida parece cobrarle una factura tan injusta como anunciada. Y nosotros, meros espectadores, tenemos la sensación de que se nos muere un poco el pasado...
Decía Antonio Vega que sus temas eran “poemas adaptados a la música”, tal vez por eso compuso canciones de mucha calidad y pocas ventas. La poesía no es un buen producto de marketing para las masas. Y quizás por eso mismo se prestó a colaborar en un homenaje a Pablo Neruda poniéndole música y su sello inequívoco al Soneto LXVI, No te quiero sino porque te quiero.
Vuelen estas palabras sobre las alas de nuestras mariposas en memoria del aquél que ayudó a fabricar la banda sonora de nuestra vida.


No te quiero sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuando no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.

Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.

Tal vez consumirá la luz de enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.

En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.

Letra: Pablo Neruda (Soneto LXVI)
Música: Antonio Vega



miércoles, 6 de mayo de 2009

De otras plumas...

Marta María López
Con este minirelato Marta ganó el V Premio de Relato mínimo Diomedea. Esta es apenas una muestra de su poderosa escritura. Es una lectora voraz, no es sino echar un vistazo a su bitácora
El desván de los libros donde nos detalla con su palabra medida lo que va leyendo...


La Gotera
LA CASA TENÍA UNA GOTERA que caía ―plot, plot, plot― sobre el fregadero y sonaba metálicamente igual que el corazón de un hombre de hojalata. Pensaban que era el ruido el que no les dejaba dormir, ni leer, ni hacer el amor. Pusieron un vaso debajo de la gotera. Sonaba distinto ―plin, plin, plin―, casi desde lejos, como si estuviera cayendo al otro lado de las paredes de su casa. Era más llevadero.
Poco a poco el vaso se fue llenando. Mientras leían cuentos tristes se imaginaban cómo iba llenándose. Gota a gota. Al mismo tiempo que trataban de dormirse, sin conseguirlo, contaban las gotas como quien cuenta ovejitas durante el insomnio. Se besaban, hacían el amor mecánicamente y el ritmo de la gotera se transformaba en el diapasón de sus torpes movimientos. Pero un día la gotera dejó de sonar ―silencio― y volvieron a leer y a dormir. Y a escucharse el uno al otro.
Se les quitaron entonces ―definitivamente― las ganas de hacer el amor. A veces él susurraba al oído de ella: «plot». Otras veces era ella la que se acercaba a la oreja de él y murmuraba: «plin». Pero nada.

viernes, 1 de mayo de 2009

Un loco en el semáforo de Cuzco

Llego tarde. Como siempre. Yo no sé qué me hace falta para aprender que tengo que adelantar el despertador quince minutos. Si con un cuarto de hora basta. Pero no, cualquiera diría que me gusta llegar a Plaza de Castilla, y ver en el maldito reloj que son las ocho menos diez. Porque me pasa todos los días y todos digo que mañana cambio la alarma. Y claro, bajar la Castellana a la hora punta en diez minutos es de locos. De locos.
Me queda uno, un semáforo, el de Cuzco, y giro para meter el coche en el aparcamiento. De ahí son cinco minutos andando. No es que pase nada porque llegue tarde, pero después me tengo que quedar más, y hoy vuelve Fran de viaje y le quiero preparar algo especial para cenar. Y tengo que ir al super. Pero qué pasa ahí delante, ¿Por qué no se mueven? Ya estamos, con los que te limpian los cristales y los payasos malabaristas. Mira ese que viene con el monociclo. No. Es lo único que me falta. Si además no voy a tener monedas.

Y entre los coches de delante desaparece pedaleando. El semáforo sigue en rojo y ya son las ocho de la mañana. Casi a punto de subir la ventanilla y guardar las monedas en el bolso lo veo aparecer en el espejo retrovisor. Como si se hubiese desdoblado. Es flaco. Viene mirando al cielo, siguiendo las tres pelotitas rojas que bailan en el aire y luego regresan a sus manos, obedientes.
Se va acercando. De un primer vistazo, en el pequeño marco del espejo, me parece verlo vestido de rayas blancas y negras y unos tirantes rojos que sujetan sus pantalones anchos con un bolsillo exagerado a cada lado. Cuando llega a mi altura no subo la ventana y compruebo que es como lo he visto de lejos. Salvo las rayas. Tiene las rayas de la camisa pintadas en la piel y rematadas en el cuello y en la mitad de sus brazos con un borde negro que imita una camiseta.
Es una mezcla de mimo—la cara blanca, los ojos muy abiertos y las manos grandes, inquietas—con payaso—labios gruesos pintados de rojo semáforo y una pelotita encarnada en la nariz—. Un linyera. Y me viene a la memoria ese tango que hace siglos que no escucho. Desde que Fran desterró mis discos de Piazzola al estante más alto del salón.
El está suspendido en su monociclo media pedalada hacia delante media pedalada hacia detrás. Me mira. Sonríe con los ojos—frescos como el musgo— y con los labios. Las pelotitas bailan desde sus manos por última vez, vuelan y él hace que caigan en uno de sus bolsillos.
Yo miro el semáforo. Verde. Me vuelvo para decirle adiós sin tiempo de volver a sacar el dinero. Pero entonces siento su aliento en mi cara. Y un leve roce de su mano en mi pelo cuando saca algo de mi oreja. Sus dedos—son largos, me gustan—sostienen el tallo de un clavel rojo que ondea un poquito con el vaivén de su cuerpo haciendo equilibrios sobre los pedales. Le miro y me hace un gesto con la cabeza: “para ti, linda”, parece decir. Lo cojo y me lo acerco a los labios para olerlo. Pongo primera y arranco. En un último instante busco su imagen reflejada en el retrovisor y lo veo desaparecer entre la fila de coches.
Llego a la oficina media hora tarde. En mi sitio vuelco el vaso de los lápices y lo lleno con agua de mi botella. Meto el clavel. Enciendo el ordenador y me marcho a la cocina a buscar un café. Las chicas están animadas. Me miran y se ríen divertidas. Yo tengo esa imagen en la cabeza, y les pregunto:
—Oye, ¿Habéis visto alguna vez a esos mimos o… bueno, los chicos que están es los semáforos de la Castellana haciendo malabarismos?
María me cuenta algo. Que tienen permiso de la Comunidad de Madrid, y que pertenecen a una asociación para personas que trabajan en la calle. Pero a mi me interesa él.
—Y ¿Uno que tiene las rayas de la camisa pintadas en la piel? ¿A ese lo habéis visto? Es fantástico.
Mi compañera de departamento me mira sin ganas de entender:
—Nena, si fuera fantástico no estaría en un semáforo pidiendo. Pero no. Yo no lo he visto.
Después volvemos a nuestras mesas. Y siguen con las risas. María desde su cubículo de enfrente me señala la flor, y me doy cuenta de que sin querer la he puesto junto a la foto de Fran.
—Cómo se nota que hoy cumplís un año… ¿Qué? ¿Te la dio cuando te despertaste?
Sus palabras se me atragantan en el estómago. Me fastidia su escrupulosa memoria, cuando además yo ni me acordaba. Hago un repaso mental…veintitrés de noviembre. “Sí, claro” contesto para salir del paso.
Abro el correo y pincho en enviar y recibir. Ordeno por fecha. Ni en los de anoche, ni en los de hoy. No hay nada de Fran. Y casi como una esperanza se me enciende una luz verde. La diferencia horaria. Pero no. Esta vez ha viajado a Londres. No importa, es pronto. Durante unos segundos coloco la flechita del ratón en nuevo y lo pienso bien. No. Debe ser él quien lo haga. No puedo seguir siempre así. Una fecha como hoy. Me lo debe.
El día es de locos. El teléfono no deja de sonar. Y la organización del congreso nos tiene hasta arriba. De camino al baño me cruzo con una compañera del departamento médico que me para en el pasillo.
—Eh, me dijeron que hoy es tu aniversario. Enhorabuena. A ver si te dejas de ser tan rara y nos traes las fotos de la boda, que estamos todas locas por verlas—y con una risita nerviosa acaba la frase—Sobre todo a tu marido.
El día pasa. Salgo a comer a la una. En el turno anterior al de mis compañeras del departamento. Voy al restaurante de la esquina. En Castellana con General Yagüe. Me siento en la mesa del fondo. Y espero la comida mirando la gente que pasa por la acera y tarareo la música de aquél tango, “Balada para un loco”.
Almuerzo rápido y vuelvo a la oficina. Trascurre la tarde y no tengo noticias. De vez en cuando reviso el móvil, el correo, pero nada. Me quedo casi una hora más para rematar el congreso y al salir voy al supermercado. Antes de irme cojo la lata de los lápices con el clavel y en el coche lo coloco en el portavasos.
Empujando el carro por los pasillos intento no perder los nervios y pensar poco. No acordarme de algunas cosas que me amargan la boca. Me dirijo al pasillo de las pastas, pero no, me jode no ponerle cominos a la salsa boloñesa, sólo porque él dice que la salsa boloñesa no lleva cominos, así que prepararé otra cosa. Sin querer pienso en la tarjeta que le encontré a Fran en el bolsillo interior del traje hace unas semanas y se me viene a la cabeza mi madre. Ella y su escepticismo premonitorio. Mis amigos el día de mi boda. El gordo Pablo diciéndome que para qué si no había necesidad. No puedo creer que haya pasado un año. Voy echando cosas sin mucha fe y con poca concentración. Creo que la musaka estará bien y mejor me olvido de lo demás. Ya me dijo el psicólogo. Nada de repetir y destripar pensamientos. Sólo la musaka. Llego al portal de casa, y el conserje me saluda cariñoso como siempre. Me dice que me han subido algo al apartamento.
—Algo que trajo un mensajero para usted—dice con una sonrisa de curiosidad. Y después mira la lata con el clavel que tengo en una mano, y los dos brazos llenos de bolsas del supermercado.
—Deje que la ayude.
Me acompaña al ascensor, acomoda las bolsas en el interior y presiona el botón del quinto. Subo. Entro en casa y enciendo las luces. Pienso en la tarjeta y se me pasa por la cabeza llamar. Al pasar al comedor veo que en la mesa hay un ramo de rosas rojas inmenso. Las empiezo a contar y cuando llego a doce paro. Están en un jarrón con agua donde las debe de haber acomodado el portero. Son muchísimas. Demasiadas. Dejo las bolsas en la cocina y vuelvo al comedor. Coloco el clavel al lado de las rosas y se ve como un David frente a Goliat. Voy a mi cuarto y saco algo del cajón del velador en mi lado de la cama. Me acerco a la mesa donde están las flores, ruedo una silla y me siento. Entre las rosas y el clavel coloco la tarjeta. El nombre de un restaurante está escrito en el centro y debajo, a mano, un teléfono. Es evidente que la letra es de mujer. Junto al número una frase que casi parece tener voz: "No te olvides, llámame. Sonia".
Me paso un buen rato en la cocina colocando todo. Cojo una cerveza de la nevera y dejo fuera las berenjenas y las cebollas sin tocar. Tras un momento de duda termino por guardarlo todo y regreso al salón. Saco el clavel de la lata, y el tallo gotea en la mesa. Acaricio los pétalos. Están frescos todavía. Mis dedos bajan por el tallo y advierto algo nuevo. Es increíble que no lo haya visto antes: hay un papelito. Una tira blanca de papel enrollada como si fuera un mensaje en la pata frágil de una paloma. Tiro y sale sin dificultad. Me cuesta desenrollarlo. Está hecho a conciencia. Cosa de locos. La pongo en la mesa y estiro de cada lado con la punta de los dedos. Hay algo escrito muy pequeño y me tengo que esforzar para leerlo: “Cuando anochezca en tu porteña soledad, por la rivera de tus sábanas vendré, con un poema y un trombón, a desvelarte el corazón”
Me recuesto en la silla e inspiro despacio y con una extraña emoción. Como si hubiera llegado por fin la revelación exacta. Forma parte de la letra de ese tango. El que me lleva todo el día rondando la cabeza desde que vi al payaso. El linyera. Me acuerdo de Buenos Aires. A Fran no le gustó nada que fuéramos allí de luna de miel. Era cosa mía. Sólo mía. Decía.
Vuelvo a mirar la tarjeta. Me levanto a buscar el móvil con ella en la mano y pienso que si mañana vuelvo a ver al loco en el semáforo de Cuzco tendré las monedas preparadas. Las dejaré en la bandejita del salpicadero.
Me fijo en el número y marco. Después de muchos tonos, al otro lado, reconozco con una facilidad pasmosa la voz agitada de Fran:
— ¿Dígame?