jueves, 26 de febrero de 2009

El beso del kraken

Skuld, la mujer blanca, ha sido abandonada en una isla diminuta y abultada. A su alrededor el basto mar se agita embistiendo contra la superficie crustácea que tapiza el suelo. Las olas crecen y se estrellan contra la ínsula, pero luego siguen del otro lado; como si la atravesaran, como si más abajo no hubiera nada, sino agua. Como si realmente la fuerza del océano fuera capaz de moverla. Un viento callado hiela de pronto el corazón de la princesa. Ella lo sabe. Pero no los que vendrán. Los marinos, los piratas, los hombres de carne y hueso no lo sabrán. Y el pedazo de tierra ansiado tras meses de humedad constante, y su cuerpo joven y sus pies descalzos y tentadores y su cabello dorado como el sol que los guía, serán el reclamo. Llegarán con sus barcos de cascos anchos y planos con las proas enroscadas en los extremos como el cuerpo de un caracol. Con la única vela cuadra llena de viento y atravesada por anchos caminos del color de la sangre que derramaron en batallas pasadas. Y caerán. Se acercarán al archipiélago de islas rocosas mansamente y vislumbrarán aquella, la más grande, esa que ahora Skuld mira de cerca con el corazón agitado bajo sus pechos blancos. Siente que no está sola, que bajo el mar late otra vida, acompasada, cadenciosa, fría. Es el Kraken; y la isla donde ella mora apenas uno de sus tentáculos que flota en la superficie del agua, asomando un pedazo. Está dormido. Duerme y mientras duerma no existirá el caos. Y mientras los dioses le procuren alimento permanecerá en paz. Pero si Odin le declara la guerra a Loki se enzarzarán en la batalla del fin del mundo y mandarán despertar al Kraken, en su único despertar. Y con él todos los seres sin alma caerán al fondo del océano.
Pero la mujer blanca es joven y curiosa. Otros hombres le dijeron que el leviatán es macho y tiene sexo, como cualquier animal marino. Que lo alberga en el interior de su boca negra, localizada en el centro meridiano de su cabeza. Que tiene forma de lengua humana y es larga y fría como la piel de un muerto. Ella teme pero quiere intentarlo. Está aburrida del mandato de los dioses. Desea tocar ese apéndice viril por encima de todos sus otros caprichos. Se sabe hermosa y posee algo que todo hombre anhela y por eso Odin la dejó allí, descalza, para que los navegantes erráticos se sintieran atraídos por el olor de una hembra intacta. Jamás poseída.
Skuld los ha visto desembarcar, mientras sus ansias se avivaban, con la esperanza de que alguno lo lograse: llegar a sus pies y tenerla; deshacerse así del hechizo que la mantiene mitad hembra mitad diosa. Por fin ser enteramente de uno de los dos mundos. Venidos de cualquier lugar del mundo: mestizos, con el cabello rojo, blancos, con los labios y la piel bajo los ojos manchados de gris, el torso hirsuto o las piernas chuecas: siempre desembarcaban. Empujados tal vez por un viento favorable urdido por Thor—cómplice y dios del viento— Olfateando quizás, incluso a sotavento, el poderoso tesoro virgen albergado en esas islas imaginarias.
Sin embargo el sol empieza a caer. Hoy ya es tarde para la llegada de ningún barco. Skuld sabe que es su oportunidad. El calamar gigante va a desperezarse. Es el momento de buscar su punto débil: la boca. El centro de sus deseos. De pronto, la tierra bajo el mar parece temblar, y todas las islas, numerosas rodillas, se agitan sobre la espuma salina. Y de entre los abultados apéndices emerge la cabeza grotesca y viscosa del Kraken. Skuld camina sobre el agua, pisando y resbalándose con las babas del calamar. Ya cerca de la cabeza vislumbra el ojo como un bulto, vítreo, vivo. Se mantiene de pie con dificultad, se quita el vestido y lo lanza al mar. Siente la brisa helada en su vientre desnudo, en los muslos, en los cabellos que se agitan como las olas. El Kraken se inclina hacia atrás sumergiéndose y dejando a la vista la boca que se encuentra en el extremo posterior, de donde florecen todas las patas pobladas de ventosas, como una raíz profunda. Skuld puede ver el pico, el abismo negro, en cuyo interior cree distinguir otra forma homogénea, alargada, creada para mantenerse dentro del animal, y salir para buscar la cópula. Entonces ella está muy cerca, estira las manos hacia arriba en posición de espera, separa las piernas y deja caer el cuello hacia atrás, abandonándose. Cierra los ojos y escucha el silbido certero de esa lengua que se lanza hacia ella.
Entonces la mujer blanca oye la voz masculina a su espalda:
—Silvia, ¿vamos? Está oscureciendo.
Ella recupera la postura y abre los ojos. Tiene los dedos húmedos y abajo, al juntar las piernas, siente también la humedad conocida.
—Sí. —responde.
—¿Qué? ¿Está fría? Mira que el agua de este mar es otra cosa, no es como la del Mediterráneo.
La chica vuelve a asentir. Pero retira las manos antes de que él se las pueda tomar en un ademán de calentárselas. Le pasa el brazo por la cintura y se alejan caminando por la orilla de la playa.