domingo, 26 de octubre de 2008

Aplastamiento

El día antes de cumplir los cuarenta y seis años, en una mañana opaca de noviembre, Rosa de Lima amaneció muerta de tristeza. La que la mató no fue una tristeza corriente; era de tal magnitud, con un volumen tan desproporcionado y una densidad tan aparente, que la encontraron aplastada contra el cabecero de su cama, bajo una marina del Mediterráneo que Gastón—su esposo—le había regalado el día en que llegó para quedarse, con la firme promesa de amarla para siempre.
Días atrás él le había reprochado:
— ¿Se puede saber qué te pasa?
Parecía exasperarle el hecho de que ella, nada más despertarse, corriese a abrir todas las ventanas y puertas de la casa. Entornaba la del jardín, abría las cancelas que dividían los largos pasillos y los armarios quedaban con las portezuelas batiendo, mostrando sus interioridades, como si les hubiese sorprendido una mudanza a destiempo. Vivían en una casa grande. Demasiado quizás para el matrimonio y las dos chicas del servicio. Había por tanto un sin fin de puertas. Puertas simples para entrar y salir de las habitaciones. Puertas de roperos y guardarropas. Mamparas de ducha. Portalones que daban a la bodega. Cierres de baúles y arcones. Compuertas en el garaje y en la verja de la entrada. Trampillas que conducían a la bohardilla. Correderas de vidrio en el salón y en las salas. Rosa emprendía la religiosa tarea de abrir cada una de ellas todos los días desde hacía semanas, antes de desayunar, por lo que el aspecto de la casa con la luz del día, era lo más parecido al interior de un inmenso barco escorado, incapaz de mantener la verticalidad.
Las empleadas invertían más de una hora diaria en la tarea de dejar cerrados todos y cada uno de los espacios que habían resultado aireados, y en recomponer las cosas desbaratadas.
Cuando Gastón iba a la cocina se encontraba los altillos abiertos de par en par, y a menudo los paquetes de arroz o de café volcados en la encimera. Le molestaba especialmente que a su paso por una de las escaleras que conducían al sótano, la puerta estuviera entreabierta. La oscuridad que se adivinaba por el hueco negro le traía recuerdos turbios de la infancia y en esos momentos le costaba mantener la calma e incluso controlar su agresividad hacia ella. La situación tocaba fondo los sábados por la mañana, cuando su esposa modificaba un poco su pauta compulsiva. Después de abrir todo, regresaba a la cama, y se acostaba a su lado con cuidado de no rozarle. Por los ventanales del salón—orientados al norte— se colaba el viento helado como un cuchillo fino que llegaba hasta los pies de la cama. Pero hacía mucho que entre sus formas de calentarse, Rosa de Lima no estaba en sus planes.
Se había casado con Gastón de segundas nupcias, después de más de una década sola, tras un primer matrimonio fracasado, convenido entre familias y siendo ella apenas una mujer. Durante esos años de clausura, el único contacto con el sexo masculino que había tenido eran las visitas de los albañiles rumanos y los operarios que habían trasegado su nueva casa hasta quedar totalmente terminada. El nuevo amor se había cocinado a fuego lento. Contra todo pronóstico, había alcanzado un punto de inflexión bastante parecido a la felicidad, donde ella había comprendido lo que significaba amarse en todo el sentido amplio de la palabra. Gastón había ido desenredando, con paciencia de relojero, cada uno de sus miedos, empezando por la noche en que, al deslizarle por primera vez la mano entre los muslos, se había tropezado con uno de ellos en forma de temblores fríos.
El día de la víspera del cumpleaños de Rosa de Lima, cuando regresaba él de su trabajo, se había encontrado la puerta automática de la parcela abierta. En la entrada de la casa se amontonaban los coches de la empresa de seguridad con las sirenas revoleando luces naranjas en el cielo. Sin duda, nadie se había acordado de desconectar la alarma antes de abrir la puerta.
Aquello le pareció suficiente excusa como para retomar una cita que—por algún motivo que ni él mismo entendía—había suspendido para quedarse esa noche en casa.
Su mujer había tratado de explicarle—una vez tras otra—por qué no podía dejar de hacer aquello.
—Tengo que darle espacio a mi tristeza.
Decía tener una pena que le oprimía el pecho más allá de los síntomas normales de este mundo. Una pena que venía creciendo a un ritmo vivo, acelerado. Una amargura densa y viscosa que se arrastraba por la casa con tal volumen, que cuando ella la encontraba en el pasillo, tenía que hacerse a un lado entrando en un cuarto para dejarla pasar.
Pensaba, y así se lo había explicado a Gastón, que abriendo todo, la gordura de su desdicha se desparramaría por los huecos practicados, y quedaría más aire para respirar. De este modo, sostenía la esperanza de aliviar su ahogo. Tenía además la certeza de que en algún momento el estado pacífico de esa masa se alteraría, y arremetería contra ella, acabando con su vida.
—Y si es un problema de espacio ¿por qué no te largas?—le había preguntado él una madrugada al llegar a casa.
Ella, incapaz de contestar, sabía muy bien que no tenía ningún otro lugar a donde ir.
Aquella noche, Rosa lo vio salir de la ducha. Desnudo, se paró delante del espejo con forma de pez en el que se reflejaban los borreguitos de la marina colgada sobre la cama. Las gotas de agua brillantes dibujaban caminitos sobre la piel aceituna de su espalda.
Gastón, secándose el pelo negro y áspero le había dirigido a Rosa una mirada rápida por encima del hombro. Ella estaba sentada tímidamente sobre una esquina de la cama con los ojos perdidos en el dibujo de la colcha. Y entonces, por un ridículo instante, Gastón se había acordado de los días en que esas alarmas súbitas de melancolía—urdidas, pensaba él, para llamar su atención—le habían espoleado como a un potro en celo, logrando espantarlas, desintegrarlas a golpe de amor.
Rosa de Lima, en silencio, paseando la palma de la mano por encima del dibujo calado de la colcha, parecía haber advertido los pensamientos del que todavía era su hombre. Porque recordó las ocasiones pasadas en las que habían aparecido tristezas de menor tamaño en su vida. En cómo él había sabido reconocerlas. En el cajón de los calcetines donde ya no guardaban los preservativos, o en el vaso de los cepillos de dientes del cuarto de baño. Rosa sintió que se le abría una leve sonrisa al pensar en cómo sofocaron juntos esta última, aplastándola con los mangos de los cepillos contra el fondo del vaso y riéndose como dos niños.
Al levantar la vista se dio cuenta de que él se estaba ajustando el nudo de la corbata italiana y comprendió. Le dieron ganas de preguntarle, de saber si se acordaba de aquello. Se vio tentada incluso de averiguar por qué ahora no era capaz de ver algo tan inmenso. Sin embargo, con voz premeditadamente dulce, apenas alcanzó a decir:
—No sabía que salieras hoy…
—No salgo. Trato de mantener vivo un cliente. Aquí todo está muerto.
Lo vio marcharse con un halo de un perfume que no le conocía, sin atreverse a pedirle nada que no pareciese ya una súplica.
Gastón, antes de salir, pasó por el cuarto de servicio y ordenó a una de sus empleadas que le diera a su esposa el doble de la dosis habitual de bromazepam. Para que durmiese hasta tarde, argumentó. La mujer amagó una protesta recordándole que el doctor había dicho que fueran rigurosos con la medicación. Pero un “haga lo que le digo” del señor de la casa fue suficiente para atajar la conversación.

Para el forense del equipo de atestados que asistió al extraño levantamiento del cadáver de Rosa de Lima—incrustada literalmente contra el cuadro—, no fue difícil aventurar el motivo de la muerte. Sus antecedentes de consumo de antipsicóticos y ansiolíticos, el informe del psiquiatra, y la declaración que prestó su esposo a la policía—reafirmada por la mujer con la que se encontraba aquella noche— fueron suficientes para despachar el caso como un suicidio.
Sin embargo las empleadas de la casa, que creían más en el poder emocional de la señora que en los hechos científicos, quedaron compungidas durante semanas. Con sentimiento de culpa y sin dejar de pensar si aquella mañana no deberían haberse encargado ellas —mientras Rosa de Lima dormía hasta tarde— de abrirle todas las compuertas de la casa a esa tristeza descomunal. Aunque no les perteneciera.

viernes, 24 de octubre de 2008

La Ciudad Magnética

Relato publicado en "Lugares de Paso" (II libro de la Escuela de Escritores de Madrid. 2006)
Vivo en un pueblo a veinte kilómetros de Madrid. Cada tarde vuelvo a casa en mi coche. Soy como una pieza más en la procesión de la hora punta. Al llegar al desvío apenas alcanzo a ver el sol que se oculta detrás de la fábrica de cerveza. Cuando me doy cuenta de que atardece, ya es demasiado tarde para ver su movimiento. Yo sé que si no le quito ojo podría ver cómo se desliza detrás de la torre de ladrillo. Pero nunca llego a tiempo. Abajo, las luces se prenden interminables en los focos de los coches. En los farolillos de los mesones en hilera pegados a la carretera. Rutilantes, no me dejan ver las estrellas que pronto aparecerán.
“¡Sí!, Ahora veo algo luminoso que cruza el cielo sombrío”... Pero sólo es un avión que sale de Barajas con rumbo impredecible.
Me acabo el día tendida en la cama con un libro recién empezado, y me distrae una pregunta. Alguien—quizá en el trabajo— me lo volvió a decir.
—¿De dónde eres?
Esa pregunta que nunca soy capaz de contestar de una vez. Sin rodeos. Y se van emborronando las páginas del libro en mi retina que se va cerrando. Pero esas palabras ya han calado en mi memoria y se quedan reposando con la paz que trae el sueño.

Cuando sale el sol en la Ciudad Magnética los viajeros se sienten atraídos por una fuerza en apariencia física. La corriente marina empuja las naves. Los vientos favorables propician su rumbo. Los caminos de arena sortean las pifias alargadas hacia el sol como queriéndolo tocar. Y caen hacia la orilla del mar, que mece la ciudad. La gravedad tira de los hombres que los transitan. En lo alto el aire frío arrastra hacia abajo el vuelo de las Craspedophoras de pico puntiagudo, las liras y las Aves del Paraíso.
Es, ese lugar rodeado por las Islas de las Siete Ciudades, un sumidero. De Robinsones del pasado. De Drakes prófugos de alguna justicia. De Kon-Tikis abandonadas, que como una fantasmagoría, salen de entre la bruma del amanecer, y se acercan al puerto con los remos rendidos.
Los seres de paso tampoco podemos escapar a su influjo. Desde la popa de la barcaza veo despuntar el perfil de la costa. Aflojo la escota de la vela cangreja, que mansa, se infla y se acomoda cayendo a la banda de estribor. La madera cruje bajo mis pies. Y la brisa refresca y nos empuja de empopada.
No estoy sola. Donde se pierde el cielo me acompañan Apus y Crux. Las constelaciones australes que durante toda la noche me han guiado. Mi barco no tiene brújula ni sextante. No son necesarios. Sólo necesito dejarme llevar y las puertas de los puertos de la Ciudad Magnética estarán abiertas.
La quilla corta el mar de cristal y el rumor de una tonada me llena de sosiego. Me invento un amarre para soltar la escota y camino hasta la proa. En los pies desnudos siento la tibieza del sol que calienta el maderamen y acaricia mis hombros. Me asomo por la borda: los cetus y las sirenas bailan con la espuma de sal, que salpica el casco cuando avanza. Pienso en el Kraken. Dicen los muertos que se ha tragado barcos enteros. Que la sombra de sus tentáculos se extiende en el fondo como una gran mancha. Dicen que al despuntar el día se acerca a la ciudad desde el más allá.
Respiro hondo... y sigo con detalle el vuelo de una gaviota argéntea. Tras de sí queda el perfil de la costa, y me descubre la silueta blanca de las casas bajas salpicadas con puertas y ventanas añiles. La ciudad despierta y en alguna de esas casas alguien me estará esperando. Lo sé, con la certeza del que está inmerso en un sueño y sabe que, al menos durante un tiempo, no despertará.
La vela flamea y la falta de brisa me advierte la cercanía del puerto. Hay dos faros rayados que muestran la entrada. Uno es de jade y otro de nácar. Al cruzarlos todo es desorden: un gran fondeadero donde se mezclan los vivos y los muertos. Hay un galeón varado, acostado sobre las rocas. En lo alto veo a un marinero subido a la cofa del trinquete; los jirones de piel vieja que cuelgan de los huesos de su mano. Sostiene un catalejo dorado, acaso curioseando mi insignificancia viva.
Con las velas hinchadas se acerca un clíper, elegante. La cubierta está llena de sombras que se mueven con rapidez arriando la vela del palo mayor. Tiran del trapo con sus manos de hielo y tensan drizas. El capitán debió de ser una luz que ahora se apaga al salir el sol.
Avanzo hasta la orilla y mi barca choca con la arena. Enseguida estoy caminando por el puerto de dónde me llega el olor del pescado fresco. Veo las redes en el suelo moviéndose, llenas de mújoles y castañuelas negras. Un viejo del mar está sentado en una silla tomando mate, y observa a los muchachos vaciar una barca recién llegada. M A R I S M A. Los trazos rojos están pintados con desgana en el costado.
De pronto el puerto se convierte en una calle larga que discurre junto al mar con las casas blancas al otro lado. En el suelo hay baldosas que conforman el dibujo de una hydra; mis pies juegan con sus líneas pintadas en el suelo. Acelero el paso, mi casa está cerca. Lo intuyo. Levanto la cara y me dejo embriagar por los olores del verano. El pan recién hecho. Los melocotones reventones de los vendedores ambulantes. Olores salados de mar, de viento de levante que llega de lejos. El aroma que se escapa de los jazmines que tapizan las balaustradas de las casas de playa.
La calle no se acaba y me inquieta llegar al final. Allí debe de haber una casa más alta de ladrillo rojo, que es la mía. En la vereda una fila de adelfas con flores blancas y rojas. Las rodeo zigzagueando y a mi derecha se abre, de repente, un callejón entre casas que me conduce de nuevo al mar. Me ofrece su espacio de contraluz. Me invita a pasar. Lo cruzo tocando con las yemas de los dedos las paredes encaladas.
Al salir veo un quiosco de madera sobre la arena plateada. Está cerrado. A pocos metros hay un tocón de palmera con un pedazo que parece un respaldo. Las aves del paraíso sobrevuelan la playa desierta.
Está atardeciendo. Busco el sol. Veo cómo se arrastra detrás de una torre de ladrillo dejando su brillo ígneo tras de sí, como el rastro de un caracol. La única condición para no ser expulsado de la Ciudad Magnética es querer quedarse. El turista, el Kraken, los Corsarios, se alejarán cuando anochezca. Los arrastrará una fuerza, en apariencia física.
Yo sumerjo mis pies desnudos en la arena caliente y camino hasta el tocón.

—¿De dónde eres?—Reverbera en mi memoria.

Me siento. Prefiero quedarme.